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Channel: Los pasadizos del Loser
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Dos fotografías, dos realidades

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     AP                          
                               

He aquí dos fotografías realizadas con un mes de diferencia en lugares alejados entre sí miles de kilómetros. Cuando las vi por primera vez, mis ojos percibieron algún tipo de simetría en la composición. La de arriba corresponde a un reparto de comida en una calle arrasada por la guerra y el hambre, en el apocalíptico campo de refugiados palestinos de Yarmuk, cerca de Damasco, en Siria. Se realizó el 31 de enero, aunque fue difundida casi un mes después por la United Nation Relief and Works Agency, UNRWA, la agencia de la ONU para la ayuda a los refugiados palestinos en Oriente Próximo. La segunda fue tomada en el Dolby Theatre de Los Angeles durante la ceremonia de entrega de los premios Oscar 2014 y su autor es una de las personas que aparecen en ella, el actor Bradley Cooper, aunque los créditos se los llevara la presentadora de la gala, Ellen DeGeneres, que la lanzó a las redes sociales como parte de una estrategia publicitaria; esta última foto –selfie, le llaman- fue vista por millones de personas, y recientemente ha sido valorada, en términos publicitarios, en 1.000 millones de dólares. El contraste entre una imagen y otra es tan abrumador (y más teniendo en cuenta que fueron difundidas en fechas muy próximas) que inevitablemente hiere las conciencias y empuja a pensar, con la pura inocencia de un niño, si esa desmesurada cantidad de dinero no hubiera podido ser utilizada para paliar el terrible sufrimiento de los seres humanos que se hacinan en la otra fotografía. Por supuesto que los actores no pueden hacer mucho para evitar que una guerra sea cruel, ni siquiera si se trata de megaestrellas de Hollywood; su papel en este gran y patético teatro del mundo se limita a entretener, nada más. Pero es el hecho de ver ambas imágenes juntas lo que desarma el ánimo, ver las risas en una y la pesadumbre extrema en la otra, las miradas directas y brillantes de felicidad que nos dedican unos -no muy distintas de las que nosotros mismos podríamos  dirigir al objetivo de una cámara este mismo fin de semana- y ese otro amontonamiento de seres cabizbajos y por completo ajenos al hecho de estar siendo fotografiados, ese río humano que se extiende hasta un horizonte encajonado entre ruinas.

Tributo a José María Rodero

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Sería atrevido afirmar que José María Rodero fue el mejor actor de teatro del siglo XX, en España (hay tantos a quienes nunca pudimos ver...), pero sin duda sí que fue el último de una especie poderosa, el último histrión, escribió Eduardo Haro Tecglen con motivo de su muerte, ocurrida el 14 de mayo de 1991, entendida tal palabra, histrión, en “todo su magnífico valor original”: sólo cuando alguien se expresa con afectación o exageración teatral en la vida cotidiana la palabra histrionismo adquiere un valor peyorativo; en su relación con el escenario es lo propio, lo justo, lo primigenio. Rodero fue el último gran divo de las tablas, al Actor con mayúscula, carismático, perfeccionista hasta la irritabilidad, capaz, dicen, de provocar el máximo grado de emoción en los espectadores con su sola presencia, a veces huraño, proclive a la tristeza. Poseía una dicción perfecta, de las de antes; dominaba su voz como todo profesional domina, o dominaba, la principal herramienta de su oficio, y era una voz que subía o bajaba de tono con la justa mezcla de artificio y autenticidad que exige el teatro. Claramente, José María Rodero no dudaba de su soberbio talento, pero en modo alguno hubiera aceptado la consideración de genio. Para el dramaturgo Francisco Nieva, su secreto consistía en crear una “suspensión entre lo que revela y oculta, dándole siempre un doble fondo a los personajes”;  según Nieva, si Rodero hacía creíbles a todos sus personajes era porque “los presentaba luchando por su propia identidad –o vencidos en esa lucha –contra el condicionamiento y la forma que nos impone el exterior”. Negó siempre que los personajes que encarnaba lo poseyeran, que permanecieran en su carácter, que se convirtiera en ellos; decía que el milagro de la actuación radicaba en conseguir engañar a quienes esperaban ser engañados. No obstante, hubo quien aseguró que su rostro y sus ademanes quedaron marcados por las huellas de las muchas criaturas que lo habitaron. Para Haro Tecglen, la escuela especial de teatro a la que pertenecía era “aquella en que un actor no deja de ser él mismo y su arte”, y Francisco Nieva afirmó que no podía ser “él mismo si no repetía sobre infinitos personajes, diferenciados por la cáscara, su problema interior fundamental”; de ahí el aura que lo envolvía y el respeto admirativo que suscitaba.

Su concepto de la interpretación, pues, no respondía a más métodoque el suyo propio: elaborar concienzudamente un personaje, analizarlo, concebir todos los matices de la actuación, no improvisar nada pero no permitir que nada pareciese estudiado. Por ejemplo, la observación que hizo de los ciegos para componer los cuatro que representó en su carrera: de Buero Vallejo, los decisivos de En la ardiente oscuridad(1950) y El concierto de San Ovidio (1962); de Valle Inclán, su -cuentan- prodigioso Max Estrella de Luces de Bohemia, en el 74 dirigida por José Tamayo y en el 84 por Lluis Pascual; y finalmente, el de la película La larga noche de los bastonesblancos, de 1979. Rodero descubrió un relevante rasgo diferencial entre los ciegos de nacimiento y quienes han perdido la vista por enfermedad o accidente: los primeros usan el oído como un radar, están habituados a buscar el origen de todo sonido con los lados de la cabeza, mecánicamente, e ignoran por completo el gesto de dirigir la rectitud de una mirada, de ahí, decía él, que su cuello adquiera cierta cualidad blanda o muelle, la precisa para orientar constantemente los receptores auditivos; los ciegos sobrevenidos, sin embargo, persisten instintivamente en el inútil movimiento de volver los ojos sin vida hacia cualquier ruido, lo que deriva en un aire de desorientación, de permanente alerta.

Es algo difícil acceder hoy a aquel actor: resulta penoso comprobar qué lejos están sus papeles en el cine –casi todos en los años 40 y 50- de lo que era en realidad su capacidad interpretativa; Rodero odiaba el cine porque no había sabido aprovechar sus cualidades. De sus muchas grabaciones para televisión sólo pueden encontrarse unas pocas. Una de mis mayores frustraciones es no haberle visto en un teatro, no haber compartido un mismo espacio cerrado con el mito de su capacidad para provocar la fascinación del público. En mi novela El veneno de la fatiga quise corregir esa carencia e hice que la pareja protagonista, Ruth y Javier, acudieran a verle actuar, e incluso se hicieran una foto con él, foto que Javier comentaba de este modo:


Aquí estamos con José María Rodero. Fuimos a Madrid para verlo en Enrique IV [de Pirandello], a finales del ochenta y seis. Después de la representación conseguimos que nos recibiera aquí, en su camerino, y luego Ruth lamentó haber estado más preocupada de conseguir una foto a su lado que de disfrutar de aquel instante. Ruth sentía por Rodero ese tipo de admiración en que se mezclan la idolatría y el hechizo, ese tipo de entusiasmo que es más habitual dedicarlo a las estrellas del cine americano o a nuestros fetiches del rock. En cada una de las casas en que vivió los últimos años siempre hubo un hueco para una enorme fotografía suya caracterizado como el Max Estrella de Luces de Bohemia, un primer plano impresionante en que Rodero conseguía una expresión de dolor como yo no he visto nunca en un actor (…) Yo le preguntaba: pero qué ves en este tipo, sólo para fastidiarla, ya sabes, y ella, que casi siempre, casi, fingía no darse cuenta del tono punzante que yo usaba, me decía, deteniendo una imagen del video, o mostrándome una foto: mira sus ojos, por Dios, mira sus ojos, dónde has visto tú unos ojos como estos; fíjate que su mirada es profunda pero no penetra en las cosas, sino que las cubre y las va empapando. Parece como si sus ojos estuvieran en una dimensión a la que no tenemos acceso, decía, y parecen mojados sin estarlo en sí mismos; son las pupilas las que deben de emerger de un lugar húmedo para observar el mundo, y son unos ojos reencarnados decenas de veces…”


Lo he dicho muchas veces: para estas cosas se escribe.  

Luces de Bohemia

Juan Manuel Cidrón, la música como laberinto de intuiciones

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Juan Manuel Cidrón habita el don sublime de la música, y en el ala de los teclados sabe improvisar la felicidad. Comparto con él la propensión a caminar por las calles de nuestra ciudad de manera infatigable, solitaria y algo absorta, y más o menos una vez al año, gracias a un encuentro casual –aunque ya se sabe lo poco casuales que son a veces esas carambolas urbanas del azar-, me hace el impagable regalo de un nuevo disco suyo del cual brotan personalísimos mundos acústicos, el monólogo experimental de los más cotidianos aparatos electrodomésticos, los trazos de un laberinto musical, sombras y espumas áureas, el vuelo compartido con otras alondras de voces distintas, voz de cuenco tibetano, de darbuka, de copas armónicas, de kalimba, de ocarina.

Es más que probable que de no mediar el aprecio y la admiración que le tengo y la estima con la que él me honra, yo no hubiera tenido contacto alguno con la música electrónica ni hubiera conocido nunca la existencia de una variedad llamada planeadora o cósmica, que es a la que se le vincula, ni tampoco me hubiera preocupado por buscar algún vídeo de la banda Tangerine Dream para conocer el origen de todo esto que Juanma es capaz de crear con sus teclados, sus secuenciadores, sus sintetizadores y cualquier otro ingenio sonoro que se acerque a sus dedos. De la docena de discos que lleva grabados en sus más de treinta años de trayectoria musical, yo tengo cinco. Cada uno de ellos es diferente, como también es diferente el grado de complicidad que exigen a quien los escucha y diferente es la experiencia que me liga a sus sonidos: cierto verano de aguas nocturnas y velones encendidos bajo las estrellas es indisociable en mi recuerdo de la mágica música que compuso para conmemorar el veinticinco aniversario de las Jornadas de Teatro del Siglo de Oro que se celebran en Almería, disco que lleva por título …de la sombra y de la espuma…; otro disco multiplicó cierta tarde los efectos de un sueño extraño, como si me hubiera provocado el adormecimiento mediante algún sortilegio acústico llevado a cabo por un conciliábulo de electrodomésticos.


Al final son siempre las sensaciones más íntimas las que determinan las predilecciones, y entre los discos de Cidrón hay uno que me atrapa en sus recodos hipnóticos cada vez que accedo al dédalo de intuiciones que tejen sus sonidos, una música que me intriga y me absorbe y me transmigra. Es Gnostic Laberyntus, de 2011, una larga suite planeadora de 63 minutos ininterrumpidos. Escribió Julio Cortázar: “Puede concebirse una dimensión (en otro planeta, por ejemplo) donde lo que aquí llamamos música sea una forma de vida”… La música como forma de vida, en otra dimensión, en otro planeta, en otras coordenadas espacio temporales, más lejos en el vasto universo o más profundamente hundida en ese otro universo no menos desconocido que es el interior de nosotros mismos; en lo inconcebiblemente inmenso o en lo inconcebiblemente diminuto. Cuando me dejo colonizar por este disco a través de unos auriculares yo presiento esa otra forma de vida: he llegado a imaginar en él una música nacida más allá de la desaparición del hombre, una música que se genera a sí misma en un planeta vacío, añoranza de una especie capaz de lo mejor y de lo peor, tan creativa como dañina; una música que es eco en una noche del futuro, que es viento, ondulaciones en el silencio, roces, vibración amniótica, descenso de algo, vida propia que se compone a sí misma, que despierta a un sonido sin melodías, diálogos de ruinas, estelas de polvo alzándose de pronto en torbellinos dorados, un rayo de sol trazando su soledad en la exactitud equinoccial de una estructura megalítica doblemente remota, la imitación que la naturaleza pudiera hacer de unos latidos, de un canto coral, de una caída a un pozo de bronce, resonancias de miedos y olas y ardor atómico, de un vértigo casi insoportable y una gota sumándose metódicamente al agua de un recipiente desbordado y una bandada de graznidos sobrevolando la lentitud de un gong, y viento, viento en las grietas, en las oquedades de los troncos, en las bocas de botellas de vidrios mineralizados, otra forma de vida fertilizada por la única nostalgia que acaso despertemos en la ausencia de nosotros, los que no seremos ya, los que fuimos sólo un instante cósmico y sin embargo creamos la música.

El último disco de Juan Manuel Cidrón, Equilibrios en el aire, de 2013, contiene trece temas interpretados al piano: ni electrónica ni sintetizadores, tan solo puntuales colaboraciones instrumentales en cuatro de las piezas. Me he permitido jugar con uno de estos temas, “La esperan”, poniéndole imágenes un poco al hilo de mis propias sensaciones, y he traído el resultado al Loser. Es una pieza en la que el teclado de Juanma, más cristalino e intimista que nunca, se acompaña de ese instrumento tan extraño que es el Theremín, aquí tocado sin tocar por Antonio L. Guillén. (En el Theremín no hay contacto físico, las manos intervienen en los campos electromagnéticos por proximidad... )



(El programa Discópolis, de Radio 3, le dedicó un especial a Juan Manuel Cidrón,
 emitiendo, completo, su magnífico  …de la sombra y de la espuma…)


Centenario Cortázar IV: de la A a la Z, de Julio a Scott

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Salvo que esté aquejado del síndrome de Matusalén, un ser humano sólo alcanza a lo largo de su vida tres edades en las que el segundo dígito duplica al primero. Quien esto escribe cumplió recientemente la tercera y última de esas edades, y bien temprano le fue entregado el regalo que, con su conocimiento, llevaba varios meses envuelto y guardado en cierto lugar de la casa (todas las familias normales se parecen, las extravagantes lo son cada una a su manera). Se trataba de un libro, claro. Y no un libro cualquiera: el Cortázar de la A a la Zque Alfaguara ha publicado este año para conmemorar el centenario del nacimiento del escritor argentino, con edición a cargo de Aurora Bernárdez, su primera mujer, y Carles Álvarez Garriga, un estudioso de su obra. Se trata de un libro de hermoso formato, un álbum biográfico, o, como se dice con más precisión en su interior, un diccionario biográfico ilustrado: fragmentos de sus libros o de cartas referidos a determinadas palabras y nombres propios, ordenados alfabéticamente y acompañados de fotografías, reproducciones de manuscritos y mecanoscritos, de objetos que fueron suyos, de primeras ediciones de sus obras… Un libro muy bello que tal vez no añada mucho a lo que un avezado lector de Cortázar ya conoce de su obra y su vida, pero que en cualquier caso hay que tener, tocar, explorar, habitar, vivir, recorrer en todas sus esquinas y recodos y pasillos y vueltas y revueltas.

En mi caso, la existencia de esta curiosa obra es doblemente especial, pues significa un nuevo punto en común con el otro escritor a quien más amo, Francis Scott Fitzgerald. En 1974, su hija Scottie Fitzgerald Smith y Mathew J. Bruccoli, un experto en su obra, publicaron un libro titulado The Romantic Egoists, descrito como A Pictorial Autobiography from the Scrapbooks and Albums of F. Scott and Zelda Fitzgerald, es decir, una autobiografía gráfica de tan legendaria pareja contada a través de sus fotografías, libros de recortes y álbumes varios: un libro a-som-bro-sa-men-te similar a este de Julio CortÁZAR, no publicado nunca en España, y que más de una vez he tenido a un clic de ratón de comprármelo por Internet.


Tan extraña coincidencia se suma a otras que al cazador de señales que he sido siempre no le han podido pasar inadvertidas; por ejemplo: ambos viajaron a Europa en el barco Conte Biancamano, Scott y Zelda desde Nueva York en 1929, Julio desde Buenos Aires en 1950. Y luego está el apellido Gregorovius: sólo me lo he encontrado en dos libros de ficción, en Suave es la noche y en Rayuela; en el primero es Franz G., un médico que atiende en un sanatorio mental de Suiza a Nicole, la protagonista femenina de la novela. En el segundo, Ossip G, un miembro del Club de la Serpiente.

Finalmente, están esas dos aventuras automovilísticas hacia el sur emprendidas por ambos escritores en compañía de sus respectivas mujeres y convertidas después en sendos libros de viaje. Scott y Zelda llevaron la suya a cabo en julio de 1920, en un vehículo lamentable, un Marmon de segunda mano al que no dudaron en apodar Rolling Junk, Chatarra Rodante. Con él recorrieron los mil ochocientos kilómetros que separan Westport, Conneticut, de Montgomery, Alabama, donde estaban seguros de encontrar a los padres de Zelda sentados en su porche; El crucero de la Chatarra Rodante fue publicado por entregas en la revista Motor, entre marzo y mayo de 1924, y en 1990, con traducción al español de Enrique Murillo, por Anagrama. Por su parte, Julio y Carol (Dunlop, la última mujer de Cortázar) se lanzaron en 1982 a recorrer la autopista París-Marsella durante un mes, deteniéndose en cada uno de los 65 paraderos/parkings/áreas de descanso, a razón de dos al día: una expedición “un tanto alocada y bastante surrealista”, completada a bordo de una furgoneta Volskwagen de color rojo vivo a la que habían dado el  wagneriano nombre de Fafner, el dragón que guardaba el tesoro de los Nibelungos; tan cronopiesca aventura  se convirtió en un libro no menos cronopiesco, titulado Los autonautas de la cosmopista. Que tales viajes se emprendieran y tales libros llegaran a existir –ambos con fotografías de las expediciones- es ya de por sí harto significativo en el orden de las casualidades, pero hay que leer los textos para darse cuenta de hasta qué punto el tono utilizado por los dos escritores es similar: no sólo son fundamentalmente divertidos, sino que en uno y otro caso el vehículo utilizado forma parte de la narración como un tercer protagonista. 


Habrá quien niegue la relevancia de estos puntos en común, pero a mí me bastan para reafirmarme en esa teoría planteada por Cortázar en el cuento “Una flor amarilla”: que todos somos inmortales porque nuestras vidas se van reproduciendo, con ligeras variaciones, en otras vidas destinadas a ir sucediéndose en una serie de inacabables biografías sutilmente –muy sutilmente- vinculadas.

Descubriendo a Lem: Retorno de las estrellas

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La inmensa mayoría de los escritores que se han ocupado de la ficción especulativa o ciencia ficción han dado por sentado que cualquier tiempo futuro será peor, confirmando a su modo el parecer manriqueño, pues no en vano el presente es el pasado del porvenir. Leer obras de este género literario puede responder, de este modo (y más allá del mero placer), a un intento de congraciarse con el tiempo que a uno le ha tocado vivir o simplemente a una huida hacia adelante. Yo participo más de la segunda razón que de la primera. Leí a Huxley y a Orwell en el instituto (literatura mayor, sin duda), las Crónicas marcianasde Bradbury hace un par de años (literatura no menor), y poco más. Ahora llego a Stasnilaw Lem, a quien algunos consideran el mejor. Evito empezar por la más celebrada de sus novelas, Solaris, pues me arriesgo a que ninguna otra me parezca luego a su altura, y decido adentrarme en su obra a través de Retorno de las estrellas. Y me gusta. Me gusta mucho. Contiene una especie de existencialismo del mañana, una metafísica del anacronismo, de la alineación temporal.
 
Los escasos supervivientes de una expedición interestelar regresan a la Tierra y se encuentran con que todo ha cambiado. El viaje ha durado diez años para ellos, pero ciento veintisiete para el planeta del que partieron. Sin que ellos hayan tenido conocimiento alguno, poco después de su iniciar su misión se impuso un procedimiento médico mediante el cual prácticamente desaparece en los hombres y mujeres el impulso agresivo. Es la betrización, aplicada en edades tempranas a través de la sangre, y con ella se pretendía la “humanización del género humano”. Tres generaciones después, la violencia es sencillamente inconcebible: el ser humano ni siquiera puede imaginar la idea de matar, y las épocas anteriores se antojan insoportablemente feroces, de ahí que para distanciarse de ellas se haya llevado a cabo una completa transformación de ciudades y costumbres. El dinero, por ejemplo, apenas es útil ya: “vivir no cuesta nada”. Hall Bregg, que de no haber participado en la expedición cósmica habría muerto decenas de años atrás, se siente completamente fuera de lugar, único entre todos los demás, aislado entre el tiempo que fue suyo y no existe ya y el tiempo que ha llegado a ser sin él. Ha sido arrojado al futuro sin posibilidad alguna de poder adaptarse, e  íntimamente lo rechaza: junto con la agresividad, el ser humano ha perdido también el impulso de arriesgar la vida; la juventud se ha convertido en el elemento más importante de toda la elección erótica, y las arrugas y canas merecen el mismo rechazo que siglos atrás la lepra; la sexualidad se caracteriza por la tibieza: “Hemos eliminado el infierno de las pasiones”, le dice un viejo médico, “y el resultado ha sido que el cielo ha dejado de existir al mismo tiempo”. Es cierto: se trata de un mundo libre de peligros, en el que no cabe la crueldad, pero Bregg siente, para su propio desconcierto, que la anulación de los instintos asesinos en el hombre es, de algún modo, “una mutilación”. Es decir, como afirma otro de los expedicionarios estelares retornados: “han matado en el ser humano al ser humano”. 

Una curiosidad: publicada en 1961, Lem anticipó la desaparición de los libros (“No existían. Ya no se podía curiosear en las estanterías, sopesar gruesos tomos en la mano, saborear bien su volumen, que predecía la duración del placer de su lectura”) y su sustitución por pequeños cristales cuyo contenido se leía electrónicamente con “optones”  o, de manera preferente, se escuchaba con “lectones”. Sin embargo, perviven en ese mundo futuro, curiosamente, los telegramas. 

Recorro ahora las primeras páginas de Fiasco, del 86, la penúltima novela de ciencia ficción escrita por Stanislaw Lem –si consideramos que Paz en la tierra ha de ser la última-, donde se plantea otra cuestión que también aparece en Retorno de las estrellas: la imposibilidad de provocar un contacto entre civilizaciones galácticas. Mediado el primer capítulo, no me importa confesar mi absoluta fascinación por lo que se me va narrando… 

Hall Bregg retorna de Fomalhaut, la estrella más brillante de la constelación
 Piscis Austrinus y una de las más brillantes en el cielo. Se encuentra 
aproximadamente 25 años luz de la Tierra. (HubbleSite)


Piña colada

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José Luis Garci no recoge la piña colada entre los diez cócteles que cambiaron el mundo, ni falta que hace para que este año sea la bebida con la cual el Loser agasaja a sus clientes por San Juan. Es el cóctel favorito de la chica que ocupa el corazón del barman desde hace treinta años, y eso basta para que ya circulen de mesa en mesa las copas bien heladas de tan sugerente bebedizo caribeño. Si nos paramos a pensarlo, se trata de un combinado que dice mucho de quien lo toma: es un trago fresco, dulce y de espacios preferentemente abiertos; además, la participación del alcohol no es tan abusiva que llegue a alterar demasiado el sabor de la piña y la crema de coco, si acaso le añade al encuentro entre ambos el empuje oculto de aquellos quince hombres que iban detrás del cofre del muerto, le añade una llamarada sin color en el interior del pálido, denso y frío cuerpo coronado de espuma, y azúcares en su caña destilados para broncear el alma. Dicho de otra manera: una vez que el líquido ha pasado de la copa a nuestra boca a través de la pajita, la sabia mezcla de ambas frutas tropicales es la responsable del gesto de relamerse y paladear con delicia, pero es al ron al que le debemos el brillo especial de los ojos y la sonrisa propia de nuestra innata complicidad con los placeres más atrevidos.

No conozco otro cóctel que tenga el honor de haber sido declarado bebida oficial de un país: la piña colada lo es de Puerto Rico desde 1978. Dos hombres se disputan su paternidad: Ramón “Monchito” Marrero, en el 54, siendo barman del Hotel Caribe Hilton de San Juan, y el español Ramón Portas Mingot, barman a su vez del restaurante Barrachina, también en la capital puertorriqueña (ya se ve que, al menos por cuna, la piña colada es el cóctel sanjuanero por excelencia), en el año 1963. Eso sí, en ambos casos se cuenta que los ingredientes se mezclan en batidora. Sin embargo, yo prefiero la más antigua versión de su nacimiento, la que habla del pirata Roberto Cofresí y Ramírez de Arellano y del brebaje a base de coco, piña y ron que en la segunda década del siglo XIX les ofrecía a sus hombres -a saber en qué explosivas proporciones- para infundirles valor; la receta, en cualquier caso, se perdió el mismo día en que las autoridades coloniales españolas lo fusilaron (es decir, el 29 de marzo de 1825). 

Ilustración de N. C. Wyeth para La isla del tesoro

La piña colada que preparamos aquí, en el Loser, parte de la receta original de “Monchito” y más o menos adopta su propia identidad: una parte de ron blanco, una parte de Batida de Coco Mangaroca, una de nata líquida espesa, seis partes de piña natural –o de lata- troceada y bastante hielo, todo ello batido en batidora americana hasta que adquiere cuerpo. La pajita es obligada; los adornos, si acaso, quedan al capricho del barman.

No hay lugar en el que no pueda tomarse cualquier cóctel, naturalmente, pero si hemos de ser justos la piña colada pide playa de arenas doradas, tal vez a media mañana, cuando las altas palmeras próximas se recortan contra cielo limpio, tal vez a la caída de la tarde, en esa misma playa pero ahora instalados en un bar abierto por los cuatro costados, con techo de paja y plantas exóticas y sillas de mimbre con grandes respaldos, o de noche, con el mar sonando ahí en la oscuridad, de donde viene la brisa que hace temblar la luz de las velas que hay en la mesa. Podemos imaginar que el Loser es hoy un lugar así. O podemos imaginar, qué diablos, que en nuestro pequeño escenario de siempre un tipo llamado Elvis interpreta la canción que a mí más me gustaría escuchar con una piña colada en las manos: el Return to Sender.

Propiedades curativas del musical americano: “Siempre hace buen tiempo”

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de grandes cinéfilos que no son capaces de entrar en el juego de los musicales. Les gusta la llamada música popular americana y aman las películas clásicas, pero por separado. Y tiene cierta lógica. Es posible que se trate del género cinematográficos que exige del espectador una mayor complicidad: hay que aceptar que los personajes interrumpan de pronto sus diálogos hablados y empiecen a cantar y a bailar; hay que dejarse llevar, disfrutar del espectáculo, creérselo. Yo lo hago, desde luego. No me gustan por igual todos los musicales, pero reconozco que me entusiasman los rodados entre finales de la década de los cuarenta y comienzos de los sesenta, y  ese entusiasmo alcanza las más altas cotas de felicidad si Gene Kelly participa en ellos.


Hablo de la comedia musical, claro preferentemente en color; hablo de diálogos ingeniosos, divertidos, de bonitas historias de amor, del puro optimismo, qué diablos. Y Gene  Kelly es la sonrisa, el desenfado, la picardía, el sentido de la amistad, la seducción cayendo en las redes del romanticismo y volviéndose alada; es el asombro, el trapecio sin trapecio y el funambulismo sin alambre, el sueño americano suspendido del aire, la armonía corporal, la aparente sencillez del movimiento imposible: un gozo terapéutico para el ánimo.
 
Lo de echarse a cantar de pronto es para mí una idealización de la alegría repentina; es lo que a veces nos pediría el cuerpo hacer: improvisar una canción y danzar de manera brillante y desatada para estupefacción de quienes nos observaran, solos o en compañía de una pareja perfectamente ritmada a nuestros movimientos, o incluso formando parte de una coreografía en la que nos acompañara un grupo de bailarines. Y aunque no tengo un musical favorito, hay uno que ha jugado un papel importante en mi vida. Se trata de Siempre hace buen tiempo (It's Always Fair Weather, 1955), la tercera de las tres gloriosas películas que dirigieron al alimón Stanley Donen y Kelly. Las otras dos son Un día en Nueva York (On the town, 1949) y Cantando bajo la lluvia (Singin' in the rain, 1952), cuya mención invita a ponerse de pie y que  Donen rodó sin haber cumplido los 30 años. Cualquiera de las tres supone una inyección de felicidad, un monumento al sentido de la camaradería que se contagia al espectador, una jubilosa exaltación de las ganas de vivir. Siendo las tres excelentes, son las dos primeras las que gozan de mejor consideración. Yo prefiero la tercera, por la película en sí y porque está en el germen de mi primera novela El veneno de la fatiga. 


Siempre hace buen tiempo –que al parecer hubiera debido ser una continuación de Un día en Nueva Yorkpara Broadway, con los mismos protagonistas- cuenta la historia de tres soldados que regresan de la segunda guerra mundial con gran contento y estrechísima amistad, y antes de tomar cada uno su propio camino, aún de uniforme, se apuestan con el dueño de un bar de Nueva York que diez años después se reunirán los tres allí mismo. Es una apuesta y una promesa. Y la cumplen. Pero la vida de cada uno de ellos ha sido muy distinta y el reencuentro resulta, al menos inicialmente, un desastre. Aquello despertó en mí la curiosidad de saber qué sería, pasados los años, del grupo de amigos del que yo formaba parte, en qué nos convertiríamos, cuánto llegaríamos a cambiar. Esa curiosidad la resolví mediante la ficción, y aquel punto de partida fue creciendo en personajes y subtramas argumentales hasta quedar reducida a eso, a una semilla que nadie más que yo podría reconocer. La novela, eso sí, acabó siendo mucho más oscura que el luminoso musical de Donen y Kelly: la mía es una imaginación que tiende a lo turbio, vaya a saber por qué.

No había vuelto a ver esta película desde bastante antes de que terminara de escribir aquella novela, que se publicó en 1999. Ha sido, pues, un reencuentro tan especial como el que se plantearon aquellos tres camaradas, y ahora mismo escribo con la sonrisa aún en la cara (me durará horas, lo sé), tarareando para mis adentros una de las canciones (ese March, March de André Previn que tiene aires de jubilosa marcha militar y va desgranándose como sucesión de los meses del año, March, April, May and June); escribo con las piernas de Cyd Charisse clavadas en la memoria, y todavía admirado del baile de los tres soldados con los zapatos enganchados en tapas de cubos de basura y con ese otro que Gene Kelly se inventa con los patines en los pies (hermano de aquel otro baile que ejecutaba en Cantando bajo la lluvia) rodando aún ante mis ojos, como por encima de la mesa de trabajo, como entrando por la puerta del Loser...

"Mensajeros del silencio"

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Herecuperado el artículo que sigue gracias a mi gran amigo Francisco Ortiz. Es sobre fotografía, lo escribí en 1998 para la revista de la asociación Indalo Foto y no había vuelto a leerlo desde entonces. Desde luego, podría matizar hoy muchas de las cosas que digo en este texto -buena parte del último párrafo, por ejemplo-, pero no lo he hecho. No merecería la pena discutir con el hombre que yo era hace dieciséis años, teniendo en cuenta que muchas de las correcciones posiblemente no pasarían de añadir algún que otro "tal vez" allí donde se dejan entender tantos "sin duda". Por cierto, creo recordar que el título se lo puso el propio Paco Ortiz: él sí que sabe de fotografía.

 
Margaret Bourke-White. Kentucky Flood, 1937

Quienes no tenemos grandes conocimientos de fotografía (que es una forma generosa de referirme a los que sobre este tema sólo conocemos lo que nos dicta un cierto instinto creativo enmarañado con nuestros gustos personales) nos vemos incapaces de identificar esos pequeños o grandes detalles que hacen memorable una imagen captada con una cámara fotográfica. Menos aún de interpretarlos, claro. A lo sumo podemos diferenciar la que es buena de la mediocre, la que conmueve de la que ofende a la inteligencia, la pretenciosa de la verdaderamente lúcida o brillante o reveladora. Si nos subyuga el mundo de las imágenes, bien sean fijas o en movimiento, apreciaremos que es en el blanco y negro donde los componentes esenciales de la fotografía, la luz y la sombra, encuentran el medio idóneo para complementarse o combatir. Y poco más. Así que cualquier opinión que exprese quien, como yo, de fotografía no ha leído teorías ni tratados, ni supo dejarse ilustrar por aquellos que sí saben por miedo a que el conocimiento redujera el poder de la intuición, será forzosamente osada, incluso es posible que impertinente, para qué engañarnos. Lo cierto es que quiero apuntar aquí un análisis de la fotografía a través del concepto de voz narrativa (o mirada narrativa, si prefieren adaptar el término literario), pues narrar es contar algo y una fotografía, a mi entender, ha de hacerlo o al menos procurarlo: no puede ser sólo una imagen estática, pues si sugiere algo (y por tanto justifica así el haber sido hecha) se extiende más allá de sí misma por todos lados, en tiempo y en espacio. Esta voz o mirada que narra puede aparecer, como en prosa o poesía, en primera, segunda o tercera persona, de acuerdo con su deseo de estar o no presente en su obra. Cuando es explícita la voluntad de escoger y delimitar un determinado encuadre hasta el punto de que la estimación de esa fotografía está precisamente en el encuadre, o de acentuar y darle protagonismo, incluso de crear una determinada composición, el autor fotografía en primera persona y entra a formar parte de lo que nos pone ante los ojos. Hay un yo que guía la narración o establece lo que debe verse y lo que no, hace una selección de acuerdo con su temperamento, su escuela, su inspiración o su capricho. Y crea arte.

Pero hay fotos en que la composición parece arbitraria y el encuadre producto de la casualidad: el fotógrafo no parece que haya escogido lo que exhibe ante nuestro ojos, su presencia se diluye en una tercera persona que sin ser omnisciente (no hay demiurgia en fotografía) deja entrever que aquello que rodeaba a la escena captada permanece de alguna manera, completa el motivo, aunque sólo sea con la imaginación de quien observa el resultado final.
 
Xavier Miserachs. Piropo a la Vía Laietana, 1962

Un fotógrafo profesional les dirá que al encuadrar uno ha de tener en cuenta no tanto lo que interesa mostrar, sino lo que no interesa, es decir, sería un proceso de selección de lo superfluo y de su eliminación. Sin embargo quiero recordar ahora aquella fotografía digamos testimonial que se propuso hacer el personaje de "Las babas del diablo", el relato de Cortázar que Antonioni llevó al cine con el título de Blow up, donde la escena fotografiada se extendía más allá del encuadre, más allá del hecho que el fotógrafo creía interesante recoger y que recogió.

Cualquiera puede encontrar ejemplos de ambas miradas narrativas, yo necesitaría algo más que un breve artículo para hacerlo, necesitaría incluso reflexionar más ampliamente sobre esta teoría que ahora esbozo y de la que tengo no tanto una idea como apenas una intuición. Sí quería, finalizar confesándoles que mi interés actual por la fotografía (no por la que prefiero ver sino por la que veo inclinado a realizar) se centra en el retrato de personajes, preferentemente de mi entorno, pues sólo así soy capaz por ahora de contrastar el resultado final con el resultado que perseguía: la verdad. Tal vez esté de más decir que al escoger este tipo de fotografía me dirijo a un hipotético espectador (en realidad yo mismo) a través del tú del retratado, de esa segunda persona que en literatura se utiliza muy excepcionalmente.

No existe, a mi entender, un punto de vista más "artístico" que otro. Existe el poder de la imagen frente a la debilidad de las palabras, que necesitan agruparse para tener sentido y comunicar, existe la creatividad del autor, más o menos fértil, más o menos perspicaz, existe un objetivo o simplemente instinto, existe un estilo escueto y un estilo retórico, existe autenticidad o impostura.

Henri Cartier-Bresson. Truman Capote,  1947
 

Un año que empieza

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Juan Fernández Herrezuelo

El mismo cisne que este verano hacía temblar en su lento desplazamiento las pinceladas de un agua que era sobre todo cielo y árboles se desliza ahora entre la niebla, en medio de un silencio húmedo de ramas ateridas, se desliza como dejándose llevar a favor de corriente, como sin rumbo ni voluntad; y sin embargo es dueño de cada uno de sus movimientos, tan ra-len-ti-za-dos, de cada sutil cambio de dirección en el río, navegando blanco y elegante en compañía de otro. Claro que a saber si es en realidad el mismo cisne, si lo es cualquiera de ellos, él o el que le sigue o la imagen invertida de sí que curva el largo cuello ahí abajo, en proporciones exactas de identidad especular. Tal vez sea otro en cualquier caso, como otro es el mismo río, como yo que le observó soy otro distinto del que era hace unos meses, y es la nuestra, la de todos, una otredad que responde a razones digamos heráclitas. Escribió Borges que el tiempo se vuelve pasado enseguida porque el pasado es la sustancia de la que el tiempo está hecho. Así este nuevo año es una niebla que no nos deja ver otra cosa por ahora que el día que tenemos delante, y apenas lo alcanzamos -o él nos alcanza-, ese día se va convirtiendo en ayer. Así es enero, así es el invierno de nuestro descontento cuando no gozamos del imaginario sol de York ni hay en nosotros propósitos de enmienda ni conversión al coleccionismo de kiosco ni expectativas dignas de tal nombre: al llegar a una cierta edad, tiene uno la sensación de que se mueve por el río de su propia vida no como el cisne, con pleno dominio de su travesía, sino como una hoja de plátano. Basta recuperar, después de un par de semanas de retiro, el desganado hábito de escuchar o leer las noticias del día, para darse cuenta de que todo sigue desoladoramente igual. «¿Qué mayor prueba de que el futuro está ya escrito que la del periódico de cada día? (escribió Rafael Sánchez Ferlosio) ¿Cómo si no podrían pasar todos los días exactamente treinta y dos páginas de cosas?». Escrito o no lo que nos deparará el 2014, sean estas primeras palabras del año para transmitir mis mejores deseos. 

Foto: JFH

John Shawnessy y su árbol de la vida

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John Shawnessy es un perdedor por partida triple, y eso ya es motivo suficiente para que tenga su lugar en las paredes del Loser aun cuando la película a la que pertenece, Elárbol de la vida (Raintree County, 1956), no figure entre las mejores de la historia del cine. Por un lado, es perdedor como personaje de ficción, pues así fue concebido por el autor de la mastodóntica novela que se llevó a la pantalla: a mediados del siglo XIX, Johnny Shawnessy (Montgomery Clift) es el graduado más brillante del condado de Raintree, Indiana. Todos están seguros de que llegará a ser alguien importante, en particular sus padres y su novia, la dulce Nell (Eva Marie Saint). Un día es seducido por la ampulosa oratoria de su antiguo profesor, quien les habla a sus alumnos del árbol de la vida oponiendo la grandeza basada en el poder del dinero a otra que tiene por símbolo este árbol «que no es de oro, sino de aspiraciones, cuya flor es el logro de ellas y su fruto el amor; los caminos para llegar a él son deliciosos, y sus senderos conducen a la paz». Todos cuantos asisten a esta última clase al aire libre son invitados a hallar este árbol en algún lugar del condado, donde supuestamente se alza en su «druídico silencio», con la advertencia de que quien abandona la búsqueda corre el riesgo de quedar convertido en una «mísera e incolora criatura»; únicamente él, John Shawnessy, decide ir inmediatamente en su busca, sin éxito. Unos días después, mantiene una fugaz y embriagada relación con una sureña voluptuosa llamada Susanna (Elizabeth Taylor), y cuándo más tarde ésta le anuncia que está embarazada, Johnny decide casarse con ella. Con elementos propios del folletín, tal embarazo resulta ser falso, y Susanna, una recalcitrante esclavista, no sólo es una mujer desequilibrada sino que parece atormentada por un secreto de infancia. Cuidar de ella –incluyendo su participación en la Guerra Civil- le obligará a renunciar a sus propias metas en la vida.

Pero John Shawnessy es también un perdedor como personaje cinematográfico, pues el desafortunado guión le convierte en un joven del cual se dicen cosas muy encomiásticas que el espectador, sin embargo, no consigue constatar por sí mismo: no sabemos cuáles eran esas metas a las que renuncia ni qué ideales son los que abandona a causa de su mujer, y la criatura en que se convierte al dejar de buscar el árbol de la vida no sólo es incolora sino a menudo también insípida. He visto muchas veces la película de Edward Dmytryk, y siempre me emociono ya con la primera escena. Sé que no es una gran película, y que, a pesar de las pretensiones de la MGM, el resultado quedó muy por debajo de Lo que el viento se llevó; pero yo la veo con ojos más benevolentes que los espectadores de su tiempo, los ojos del niño que era cuando la vi por primera vez. Hay muchas cosas en ella que me gustan: Liz Taylor es una de ellas, claro, y Lee Marvin, y el actor que interpreta al profesor Stiles, Nigel Patrick, y la bellísima canción interpretada por Nat “King” Cole, y los no menos hermosos paisajes, y, a ratos, también el pobre Monty Clift, que trata de darle entidad a un personaje algo anodino, y al menos durante una parte de la película lo consigue.


Ocurre que las escenas más satisfactorias de Clift están como barajadas con otras extrañamente perturbadoras, y he aquí el otro nivel de perdedor -el tercero- que alcanza John Shawnessy. Tomemos una escena no particularmente relevante, pero a la que Montgomery Clift concedió una gran importancia: John entra en la habitación en la que Susanna ha dado a luz, va a conocer a su hijo. Clift practicó infinidad de maneras de abrir la puerta, entrar y cerrar tras él, buscando la emoción adecuada. Son unos segundos en primer plano. Después le vemos acercarse a la cama, mirar al bebé y hablar con Taylor. Pero al salir su rostro ha cambiado. En realidad, entre su entrada y su salida han transcurrido al menos diez semanas, el duro periodo de convalecencia tras el accidente de coche que le desfiguró la cara y alteró para siempre el curso de su vida.

Ese accidente, ocurrido el 12 de mayo de 1956, deja al descubierto una de las grandes mentiras del cine: una película –salvo excepciones- no se rueda siguiendo el orden de la historia tal cual está escrita. Así, la noche que Clift estrelló su coche contra un poste de telégrafos había rodado más o menos la mitad de sus escenas, pero éstas estaban repartidas por todo el guión, no se corresponden con una primera mitad de la película. Aquella noche Elizabeth Taylor, que le había insistido para que acudiera a una fiesta en su casa, acabó salvándole la vida; avisada al instante del accidente, acudió al lugar, se internó en el vehículo por la parte de atrás, tomo en sus brazos la cabeza ensangrentada de quien era su mejor amigo y al darse cuenta de que se ahogaba le introdujo sus dedos en la boca y le arrancó varios dientes de la garganta.


Monty volvió al trabajo después de esas diez semanas, pero no era el mismo. No es sólo que su hermoso rostro ha cambiado (su nariz es otra ligeramente diferente, y sus labios y su mejilla izquierda se mueven con dificultad), es que también se ha convertido en un ser torturado por dentro, que se mueve distinto y mira distinto; de hecho, no volverá a mirar con la intensidad de antes en ninguna otra de sus películas, y sus ojos tendrán ya para siempre una expresión atónita y un aspecto vidrioso. El Clift de antes podía aparentar, a sus treinta y seis años, ser un joven de veintitantos; este otro Clift, repentinamente envejecido, no, y he ahí el principal defecto de Raintree County. Para soportar los dolores, bebe ahora más aún de lo que ya bebía e ingiere todo tipo de pastillas, a las que se hará adicto, anfetaminas, barbitúricos, tranquilizantes; sufre insomnio, tiene pesadillas, le abruma la preocupación por las escenas del día siguiente. Cuando la cámara le enfoca sabe que no es su rostro de siempre el que quedará impreso en la película, sino esa otra máscara que todavía no ha aprendido a mover y que le duele. John Shawnessy es el último de sus personajes por el que los espectadores nos sentimos atraídos y el primero que nos despierta rechazo. A partir de ahí, un proceso de autodestrucción que dio comienzo en ese rodaje y se prolongó hasta su muerte, diez años después, en lo que fue descrito por quienes le conocían como el suicidio más largo de Hollywood.


“Poe-ma de am-or s-ec-ret-o”, de Francisco Ortiz

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Escribió José Ángel Valente: «Multiplicador de sentidos, el poema es superior a todos los sentidos posibles. Y aunque todos ellos nos hubieran sido dados, el poema habría de retener aún de su naturaleza lo que en rigor lo constituye, la fascinación del enigma».

Me propone el camarada poeta, José Luis Campos, publicar conjuntamente un poema de nuestro común amigo Francisco Ortiz que responde plenamente a este principio expresado por Valente. Fechado en junio de 1988, el poema está escrito en una lengua creada únicamente para darle vida: es pues, a un tiempo, un poema y una civilización literaria de la que nada se sabe, salvo lo que el lector quiera interpretar cada una de las veces que lo recorra: todos los sentidos –todos los significados- son posibles y ninguno lo es. Como en el caso de alguna civilización humana, ésta otra, limitada a doce versos, pudo haber desaparecido sin dejar rastro. El autor no conserva ninguna copia, y su milagrosa pervivencia se debe al hecho de que en su momento le transcribiera una copia a José Luis Campos. Con su permiso, el poema ve la luz veintiséis años después.



«Poe-ma  de  am-or  s-ec-ret-o»         


Brescia, o mare
sila demi niu
are dan mare ei.

Soden fent dicent
vai desi maio tu
derore ae ven si.

Brescia, o mare
tua mi cant
par fare feiz.

Sodent lai re
ecere manu mano
dei are tu.


 Francisco Ortiz (junio 1988)




Foto: JFH

Un año que empieza

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Juan Fernández Herrezuelo

El mismo cisne que este verano hacía temblar en su lento desplazamiento las pinceladas de un agua que era sobre todo cielo y árboles se desliza ahora entre la niebla, en medio de un silencio húmedo de ramas ateridas, se desliza como dejándose llevar a favor de corriente, como sin rumbo ni voluntad; y sin embargo es dueño de cada uno de sus movimientos, tan ra-len-ti-za-dos, de cada sutil cambio de dirección en el río, navegando blanco y elegante en compañía de otro. Claro que a saber si es en realidad el mismo cisne, si lo es cualquiera de ellos, él o el que le sigue o la imagen invertida de sí que curva el largo cuello ahí abajo, en proporciones exactas de identidad especular. Tal vez sea otro en cualquier caso, como otro es el mismo río, como yo que le observó soy otro distinto del que era hace unos meses, y es la nuestra, la de todos, una otredad que responde a razones digamos heráclitas. Escribió Borges que el tiempo se vuelve pasado enseguida porque el pasado es la sustancia de la que el tiempo está hecho. Así este nuevo año es una niebla que no nos deja ver otra cosa por ahora que el día que tenemos delante, y apenas lo alcanzamos -o él nos alcanza-, ese día se va convirtiendo en ayer. Así es enero, así es el invierno de nuestro descontento cuando no gozamos del imaginario sol de York ni hay en nosotros propósitos de enmienda ni conversión al coleccionismo de kiosco ni expectativas dignas de tal nombre: al llegar a una cierta edad, tiene uno la sensación de que se mueve por el río de su propia vida no como el cisne, con pleno dominio de su travesía, sino como una hoja de plátano. Basta recuperar, después de un par de semanas de retiro, el desganado hábito de escuchar o leer las noticias del día, para darse cuenta de que todo sigue desoladoramente igual. «¿Qué mayor prueba de que el futuro está ya escrito que la del periódico de cada día? (escribió Rafael Sánchez Ferlosio) ¿Cómo si no podrían pasar todos los días exactamente treinta y dos páginas de cosas?». Escrito o no lo que nos deparará el 2014, sean estas primeras palabras del año para transmitir mis mejores deseos. 

Foto: JFH

Matute una vez... y siempre

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rase una vez una niña eterna llamada Ana María, cuyo padre, mediterráneo, hubiera podido ser amigo de Ulises, según ella pensaba, y cuya madre, castellana, hubiera podido serlo del Cid, y que a muy temprana edad creyó descubrir a través de sus primeras lecturas que acaso su lugar de procedencia estaba ahí, al otro lado de las letras y las páginas y el érase una vez que le abría a la fantasía; una niña de rebosante imaginación que inventaba y escribía y dibujaba todas aquellas historias que acudían incesantemente a su cabeza quién sabe si como recuerdos muy anteriores a su existencia real; una niña asombrada ante el sindiós de una guerra civil, que perdió la tartamudez en el curso de los muchos bombardeos a los que fue sometida su ciudad, como si se tratara de un gran hipo del habla que el más oscuro de los miedos cortara de golpe, y que en el desbarajuste social de la contienda supo que más allá de la plácida burguesía de la que su familia formaba parte existía esa otra verdad de la gente pobre, la verdad verdadera de las largas colas del pan, la horrible verdad de que el mundo de los adultos estaba gobernado por el resentimiento y la desigualdad; una niña arbórea que a los once años comenzó a escribir una novela titulada “Juanito” que cada noche, a la luz íntima de una linterna, iba leyendo a sus hermanos hasta el suspensivo continuará; una niña rara, según les parecía a todos, que vivía en su propio mundo y le hacía confidencias a su muñeco Gorogó, que su padre le trajera de Londres a sus cinco años; una joven ilusionada que un día hubo de pedirle a su padre que firmase por ella su primer contrato editorial, pues ella era menor de edad, y que durmió toda una noche con su primer libro impreso bajo la almohada, sueño cumplido sosteniendo los otros sueños, los que la mente urde mientras dormimos, ya no historias escritas a mano en cuadernos con tapas de hule, sino letras de molde y páginas cosidas en pliegos y tapas y lomo y Ana María Matute Los Abel Ediciones Destino, un libro de verdad, sí, como aquellos que la habían hechizado; érase una autora de libros hermosos y trágicos, de una Primera memoria que tal vez sea el más hermoso de todos, capaz, digamos, de mover a las lágrimas al padre de una niña que va acercándose a esos catorce años desde los que la narradora se sabe indefensa entre la raza extrajera de los adultos y su condición de extrajera de sí misma, absurda y fuera del mundo y del tiempo, monstruosamente varada entre la niñez que ha perdido y la mujer que no es aún; érase una esposa infeliz que escribía constantemente, a veces con su pequeño hijo sentado en las rodillas, mientras un marido Rasputín, vividor y sablista, vocacionalmente desempleado porque así entendía su oficio de poeta maldito, empeñaba sus libros, el cochecito del niño y hasta la máquina de escribir de Ana María, érase una joven libre que escapó del Castillo de If de su matrimonio, desafiando a los peores villanos del cuento, y a quien le arrebataron por ello a su hijo, una madre que no tuvo a su pequeño durante casi tres años y que luchó por él, y que lo parió por segunda vez el día que al fin se lo devolvieron para siempre; érase una mujer enamorada de nuevo, de un hombre bueno y guapo como Paul Newman, según ella decía, una mujer que dejó atrás los malos momentos y alcanzó la plena felicidad con ese segundo compañero y que sin embargo fue perdiéndose quién sabe por qué en el bosque tenebroso de la depresión, no uno de esos bosques a los que naturalmente ella pertenecía, sino uno sin duendes, hecho de sombras y aullidos, y perdida ya en él la muerte le arrebató también al hombre que amaba; érase una escritora que dejó de escribir, que calló durante veinte años las muchas historias que la habitaban y que, poco a poco, renaciendo plateada de su abatimiento, fue componiendo en una larga novela que tenía ya empezada de antes y que no se parecía a las otras, las que hablaban de la guerra y de lo que vino después de la guerra, ni tampoco a los cuentos para niños por los que algunos lectores la identificaban, sino que era una monumental saga medieval transida de magia y de seres fabulosos y de tristeza también, y agarrada a la cola del dragón del reino de Olar se elevó por encima del olvido en el que había caído su obra, y fue otra vez y para siempre la niña eterna que inventaba sin parar y no creía en las casualidades, cuyo cuerpo iba envejeciendo pero cuya voz conservaba la delicada dulzura de una infancia soñadora, una niña octogenaria ya, que seguía viajando con Gorogó, su muñeco fiel, el muñeco de su primera memoria, y que creía, con la intuición de los seres nacidos en lo mágico, que su pensamiento permanecería más allá de la vida física, porque así había de ser forzosamente; una niña perpetua que escribió una última novela y suavemente se deslizó después hacia su propio colorín colorado, tras el cual ya no es más de este lado, sino del de Andersen, Perrault, los Grimm, Lewis Carroll, James Matthew Barrie, Verne, Faulkner, Cortázar y tantos otros, donde seguirá siendo otra vez, eternamente.

Foto:Álvaro Fernández Prieto


Texto para la fiesta homenaje celebrada en la Librería Zebras, en Almería
con motivo del que hubiera sido su octogésimo noveno cumpleaños 

De cómo Els Joglars nos contó a los niños La Odisea de Homero

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Soy un niño perdido en la oscura proximidad de los cincuenta años, inconcebible medio siglo donde aletean los sueños abatidos. Ya no espero lo que durante tanto tiempo di por supuesto: que antes o después acabaría convirtiéndome en otro, en el hombre adulto que estaba destinado a ser, como si fuera cosa de despertar un día olvidado de uno mismo y ya responsable, maduro, trabajador. No sucedió, y no sucederá: soy aquel niño; en otro cuerpo, eso sí. Y los años pasados se cuentan también por aquello que uno conoció pero ignoran los verdaderos niños de hoy: hacer girar un disco con la punta de un dedo insertada en uno de sus agujeros para marcar un número de teléfono, la obligación de dar cuerda al reloj de pulsera cada noche, ganar o perder un puñado de canicas probando la puntería en un triángulo o en un hoyo hechos en la tierra, esperar anhelante, a eso de la media tarde, que empiece la televisión...

La niebla se convertía en carta de ajuste quince minutos antes, digamos que a las seis y cuarto, con música y un reloj que marcaba, además de la hora, los minutos y los segundos, y, ay, bastaba el más pequeño retraso para sentirnos terriblemente agraviados; de pronto vida en la pantalla, y a una presentación de los programas de la tarde y un breve avance del informativo le seguía, entonces sí, un globo, dos globos, tres globos, la luna es un globo que se me escapó. Antes de eso, en una capa muy primitiva de mi memoria infantil, está depositada la evidencia de que chiripitifláutica es la sonrisa de mamá y de que los hermanos Malasombra eran malos de verdad. Pertenezco, ya se ve, a la primera generación de niños a quienes los padres nos decían que veíamos demasiada televisión, qué cosas: la realidad es que pasábamos muchas más horas jugando en la calle. La tele era cosa del otoño y el invierno.

Las manualidades de La casa del reloj, el cómo están ustedes de los payasos, la Guagua de Torrebruno, el cantidubidubidubi que obraba el prodigio de mover a Luis Ricardo, el monstruo de Sanchezstein, la enorme pecera llena de tarjetas postales –cartas no, insistían, sólo tarjetas- de entre las que, después de remover y remover, María Luisa Seco extraía una que no era la tuya; el vamos a la cama que hay que descansar… He sido fiel al recuerdo de tantas imágenes y tantos sonidos incluso cuando ese recuerdo se iba haciendo cada vez más y más lejano. Pero hubo un programa del que sólo conservé la idea de unos soldados de la antigüedad montados en armarios, en los que viajaban y pasaban todo tipo aventuras: llevo treinta y ocho años describiendo de manera tan vaga algo que sin embargo yo sabía que me había dejado honda huella, a pesar de que en un plano consciente no era capaz de evocar nada más concreto. La web de RTVE, en el impagable archivo histórico del que soy visitante asiduo, me ha devuelto en el mes de julio aquel programa. No entiendo cómo no deduje que se trataba de Ulises y de todo cuanto les sucedió a él y a sus hombres en su regreso a Ítaca tras haber destruido Troya; lo pienso ahora que he visto los cinco episodios, y me resulta extraño que la mayor parte de mi recuerdo de la serie permaneciera enterrado en el subsuelo de la memoria, desde donde sin duda ha ejercido una enorme influencia en mí. Que se tratara de una versión infantil de La Odisea de Homero dirigida por Albert Boadella y representada por Els Joglars sí que ha sido toda una sorpresa. La serie se emitió entre diciembre del 76 y enero del 77, y era una enorme travesura didáctica, un puro juego disparatado en el que, entre armarios rodantes y sábanas y cuerdas y cascos de orinales y palos y barbas griegas fuimos sabiendo de la Guerra de Troya, del famoso caballo de madera, de la cólera de los dioses, del gigante Polifemo, de Circe y la conversión en cerdos de los compañeros de Ulises, de la isla de las sirenas y la de las vacas sagradas, de los pretendientes de la tejedora Penélope…


Me ha resultado emocionante volver a verlo, pero no ocultaré que una parte de mí echa ahora de menos aquel pedacito de recuerdo, tan mínimo, tan misterioso, tan querido que conservaba de esta serie: han sido muchos años recordando tan poco. Me ahorro, por lo demás, hacer una comparación entre la programación infantil que yo disfruté cuando sólo había televisión a horas determinadas y el desprecio absoluto que les merecen los niños a las cadenas de hoy.


Ver La Odisea de Homero, en versión Els Joglars (RTVE, 1976-1977)

Fiasco, de Stanislaw Lem

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El título de esta novela de Stasnislaw Lem no lleva a engaño: la aventura que se narra en ella no alcanza los objetivos que se habían fijado quienes la iniciaron como el más ambicioso proyecto jamás emprendido por el hombre; desemboca, en efecto, en un fiasco. Esto no supone desvelar el final, puesto que a medida que la historia avanza, el lector, arrastrado fatalmente hacia el desenlace, lo que de verdad quiere saber no es si la historia acaba bien o mal, sino hasta qué punto el fiasco de la misión estará a la altura cósmica de sus pretensiones: el fracaso, incluso lo prodigioso y descomunal de su naturaleza, ya se da por supuesto a partir de los insensatos procedimientos mediante los cuales los tripulantes de una nave procedente de la Tierra pretenden establecer contacto con una remotísima civilización de la que nada saben y que nada desean saber de ellos.

Arthur C. Clark señaló que cualquiera de las dos posibilidades a tener en cuenta con respecto a nuestra presencia en el Universo –que estemos solos o que no lo estemos- es terrorífica. El anhelo humano de comunicarse con seres inteligentes de otros planetas alimenta la parte fundamental de Fiasco(1986), así como sus derivaciones filosóficas y morales y la soberbia arquitectura científico-especulativa que le da consistencia narrativa, de ahí que parezca aconsejable dejar de lado en una reseña ese primer capítulo que, aunque extenso, resulta ser una especie de preámbulo unido con el resto de la novela únicamente por el hilo sutil de una broma argumental: no nos permite el autor saber si quien lo protagoniza es realmente el mismo personaje que, devuelto a la vida tras permanecer un siglo criogenizado en una de las lunas de Saturno, protagoniza también el resto del libro. Ocurre que cuando me referí hace semanas a la absoluta fascinación que ejercía en mí Fiasco, apenas llevaba recorrido la mitad de ese capítulo inicial: cómo pasarlo por alto ahora. Hay en él, básicamente, una descripción fabulosa de algunos paisajes de Titán, los que el joven piloto Parvis, en una misión de rescate, recorre a bordo de un Digla, un vehículo megapaso, descomunal y con trazas humanoides. Mediante una suerte de filosofía de la materia inerte, Lem trata de explicarnos lo lejos que está la imaginación humana de concebir el poder creativo de la naturaleza tal y como es capaz de expresarse en los mundos desolados, aquellos donde la falta de vida deja sin efecto la exigencia de que todo ocurra en beneficio de ella y sujeto a una finalidad, a una competencia evolutiva. Los mundos carentes de actividad orgánica se van formando con una ilimitada paciencia, sin prisa, con una “magnificencia inútil, un eterno poder de creación sin objetivo, sin necesidad, sin sentido”, como el que excepcionalmente se produce en las más recónditas grutas de la Tierra. El Sol está lejos de Titán, apenas ilumina y no calienta –es Saturno quien sorprende a Parvis en un falso pero resplandeciente amanecer titánico-, y el frío ha definido la extremada lentitud con que la materia trabaja el paisaje, volcanes que por sus grietas filtraron alguna vez gas helado, lluvias de ceniza sulfúrica, asombrosas cristalografías, una pesadilla de osamentas minerales, desfiladeros de dimensiones inconcebibles, laberintos de lava y basalto, monstruosos carámbanos a escalas aterradoras, bosques de géiseres congelados: “no había palabras en ningún lenguaje terrestre que pudieran hacer justicia al arte que se manifestaba en aquel silencio blanco y sin sombras”.  Y entonces un accidente en el megapaso empuja a Parvis a vitrificar su cuerpo de manera instantánea.

Los quince capítulos restantes transcurren ya en el siglo XXII, y en ellos queda demostrado de nuevo que la imaginación de Lem se desarrolla a otro nivel o en una dimensión diferente, donde la ciencia y la ficción y la metafísica y la teología y la historia derivan, conjugadas por él, en una alquimia literaria que subyuga al lector: Fiasco se lee casi sin detenerse en los abrumadores detalles científicos y en las consideraciones filosóficas y morales que dan solidez a esta extraordinaria obra. Ni siquiera acaba importando que sea o no Parvis el hombre al que resucitan de su muerte cristalizada. Sea quien sea, acaba formando parte de la variopinta tripulación del Eurídice, una nave cuya misión, ya quedó dicho, es trabar relación con seres inteligentes de otro planeta. La ingeniería sideral y cierto tipo de maniobras en el horizonte gravitacional de los agujeros negros permiten ya burlar el espacio y el tiempo, salvar las enormes distancias interestelares, de millones de años luz, y superar al fin ese principio según el cual quien emprendiese el viaje a otra estrella no lograría encontrarse con aquellos a quienes había ido a buscar ni vería de nuevo a quienes dejó en la Tierra.

De manera que la costosa expedición se lleva a cabo con el objetivo de acertar con la “ventana de contacto”, es decir, el intervalo de tiempo en el cual los seres inteligentes han alcanzado ya un alto nivel de ciencia aplicada pero todavía no han comenzado a cambiar su inteligencia natural por otra artificial: un marco de no más de 2.500 años terrestres, tal vez menos, apenas un instante cósmico. Antes de eso, millones de años en que la vida se desarrolla, el chispazo de la inteligencia, el nacimiento de una protocultura, la aceleración tecnológica y una inercia autodestructiva, el control de las fuerzas de la naturaleza, perturbaciones del medio ambiente, sustitución de la biosfera por artefactos –tecnosfera-, todo tan rápido ya, cada vez más, siempre el mismo patrón, disperso en ese laberinto de laberintos que es el Universo: las tecnologías en una galaxia nacían, maduraban y se extinguían continuamente, y surgían otras, y escapaban también del “intervalo de compresión mutua”. Se trataba, pues, de partir en busca de una crisálida y alcanzar una civilización extraterrestre en el preciso instante en que fuese ya una mariposa posada en el borde de esa ventana de contacto, a punto de echar a volar. Es el caso de Quinta, un planeta en la órbita de la estrella Beta Harpyae, a cuyas inmediaciones llega parte de la tripulación del Eurídice con la intención de demostrarles a sus esquivos habitantes su buena voluntad incluso por la fuerza.

Stanislaw Lem (1921-2006)
A estas alturas confieso que ha acabado igualmente en fiascomi intención de concentrar en un par de páginas lo que esta novela contiene. Desde La isla del tesoro y Miguel Strogoff, allá por mis once años, no había vuelto a experimentar la necesidad de releer una novela inmediatamente después de acabada la primera lectura. Hubiera sido más acertado escribir sobre ella después de hacerlo, sin duda, pero me ha podido esa urgencia que nos ataca a todos los que amamos los libros, la que nos empuja a compartir de inmediato una historia de la que hemos formado parte desde nuestra condición de apasionados lectores.

Fui en busca de un autor de ciencia ficción y me han bastado dos novelas para confirmar que Stanislaw Lem excede con mucho los límites del género. 

Centenario Cortázar V: Apio verde tuyú, Julio

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Escribo escuchando un viejo disco de tangos en homenaje a Julio Cortázar, para quien el bandoneón de Troilo y el violín de Julio de Caro venían a representar, según dejó dicho, lo que la magdalena a Proust. Y es que no es sólo que hoy hubiera cumplido Cortázar cien años, es que sin duda debe de estar cumpliéndolos en algún sitio, que no ha de ser forzosamente ese cielo de los creyentes, claro. Cortázar se sentía muy cercano a aquellos versos de Poeta en Nueva York donde Lorca confiesa que “… yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja, / pero sí un pulso herido que ronda las cosas del otro lado.” Es en ese otro lado -de la costumbre, de lo cotidiano, de lo que llamamos realidad-, donde nace el sentimiento de lo fantástico que empapa toda su obra, no como un recurso literario, sino porque en su vida lo maravilloso estaba entretejido con la realidad comúnmente aceptada.

Uno de los pasajes con que Belén Gopegui se ganó mi admiración a partir de su primera novela, La escala de los mapas, tiene un aire inconfundiblemente cortazariano: parte de la idea de que todo está comunicado, “ de un momento a otro puedo aparecer debajo de tu boca o salir a tu cocina por la puerta de la nevera (…) yo guardo un bolígrafo en el cajón y, como el conejo de Alicia, puede el bolígrafo llegar al jardín de la reina (…) y si entro en mi pijama tal vez salga al camisón dorado de tu cuerpo”. De esa misma manera, los mundos de Cortázar parecen anular muchas veces las distancias, y se prolongan los unos en los otros de manera natural, aún cuando medie entre ellos un océano o un siglo o la misma muerte. Detrás de esta contigüidad de lo remoto se da en ocasiones el desdoblamiento de un personaje, ese saberse o intuirse otro distinto, identidades alternativas en un mismo mundo y tiempo o en escenarios distintos y épocas diferentes.

Todas las alteridades posibles conviven en los relatos y novelas de Cortázar. El catedrático Juan Bargalló Carraté inventarió distintas tipologías del doble: más allá de la impenetrabilidad del Disfraz o de esa medida de nuestra opacidad que es la Sombra, tres serían los procedimientos de desdoblamiento: por “fusión” de dos individuos diferentes en uno, proceso que a su vez puede ser lento, de mutua aproximación, como en el William Wilson de Poe, o repentino, como en Dostoievski, Wilde o Mauppasant; por división de un individuo en dos (en Gogol y en Andersen); o por “metamorfosis”, transformaciones reversibles o irreversibles (Jeckyll y Hyde, Orlando, Gregory Samsa). “Somos otros sin dejar de ser lo que somos y, sin cesar de estar en donde estamos, nuestro verdadero ser está en otra parte”, escribió Octavio Paz; y Fernando Pessoa, que sabía de múltiples identidades: “Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí mismos”.

Sobrecubierta original de 62. Modelo para armar.

En Cortázar hay personajes que se desdoblan por sucesión biográfica, un encadenamiento de  episodios similares que es confundido con la inmortalidad; personajes que desde su presumible contemporaneidad con el autor sueñan que también son las víctimas de una ceremonia sacrificial azteca en un viceversa final escalofriante donde el techo de una habitación de hospital y el de un pasadizo de roca viva acaban por confundirse antes de que todo sea cielo estrellado y luna menguante y hogueras y cuchillo; personajes a quienes les basta entrar en un Pasaje comercial del Buenos Aires de los años cuarenta del siglo XX para acabar desembocando con absoluta naturalidad en una Galería de París, en el XIX, ser el mismo y distinto, ir y venir de una vida a otra; personajes incapaces de imaginar qué significa que cada tanto les venga como un arma secreta la idea de una bola de vidrio al comienzo de un pasamanos, o de una escopeta de dos cañones, o de unas hojas dándole en plena cara;  anagramáticas jóvenes de la buena sociedad bonaerense que sienten en ellas la existencia de otra, lejana, que sufre, que camina por la nieve y la espera en un puente de Budapest; personajes que cruzan ese otro puente insalvable que separa la condición humana de la animal tan solo mirando atentamente los ojos de oro, los dedos, las excrecencias branquiales de un axolotl; personajes que dejan que sea su propia imagen reflejada en la ventanilla del metro quien inicie el juego con otro reflejo, que no saben que son ese personaje que en el libro que tiene entre las manos va a ser asesinado o se descubren recorriendo las habitaciones pintadas en una colección de cuadros expuestos en un museo de pueblo; fuegos que devoran a un tiempo un circo romano y una habitación francesa, la espada de gladiador y el teléfono.

Todo está comunicado: por ejemplo, el lado de allá y el lado de acá de una rayuela, donde un tablón de madera quisiera servir realmente de puente entre dos ventanas, entre dos continentes. Por ejemplo, las calles de tres capitales europeas y una Ciudad sin nombre, tan articuladas en la novela 62. Modelo para armar, que a Julio Cortázar se le ocurrió una sobrecubierta que representara un plano imposible, “un collage de las calles de París, Londres y Viena donde ocurren las cosas”, dejando el lomo, como “zona de pasaje", para el canal de la otra Ciudad, donde las calles de las otras tres ciudades se empalman entres sí y con ella. Ese plano/sobretapa/book jacket fue diseñado finalmente por otro Julio, el pintor Julio Silva (“El lector podrá retirar el jacket, desplegarlo, jugar con él como si realmente fuera un plano”, le explicaba Cortázar por carta a su editor, Paco Porrúa).

Sí, todo está comunicado, una ciudad con otra, un tiempo del pasado con otro del presente, por qué no ese otro lado donde rondan los pulsos heridos con éste lado de aquí; el lugar en el que Julio Florencio Cortázar celebra hoy sus cien primeros años y la blanqueada calleja sin salida que le fue dedicada hace años en Almería, con una escalera al fondo y una maceta y un imaginario punto de fuga que parecen buscar todas las líneas, una calle para el afelpado caminar de un gato, “porque gato y yo”, escribió una vez, “somos como los gusanitos del Yin y el Yang interenroscándose”.

Foto: JFH
Todo, todo está comunicado, como mediante pasadizos mágicos: la voz y la imagen de Julio y este blog-bar donde tanto se le quiere, tanto se le debe, tanto se juega a leerle en serio, como se juega de niño, como si no hubiera nada más importante que ese juego.

"Una cena taurina con acento francés"

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El presidente del Club Taurino de París, Jean-Pierre Hedoin,
y su mujer, Marie Luce, en la plaza de toros de Almería.
  Foto: JFH

Jean-Pierre Hedoin, presidente del Club Taurino de París, no es esa clase de aficionado a los toros que viaja de ciudad en ciudad y de plaza en plaza siguiendo a un único matador. De hecho, cuando se refiere a la figura del “partidario” –el que se hace de un torero como quien se hace de un equipo de fútbol- tuerce algo la boca y frunce escéptico el ceño, como fingiendo por prudencia no tener nada claro que tal actitud sea positiva. Al igual que otros taurófilos franceses a quienes he tenido ocasión de conocer, Jean-Pierre está más cerca de aquella máxima de Rafael Ortega según la cual el mejor aficionado es aquel a quien más toreros le caben en la cabeza. A él le caben infinidad no ya de toreros, sino de fechas, de plazas, de faenas, de detalles imborrables. Él y su mujer, Marie Luce, llegaron a la Feria de Almería desde la de Bilbao, deseosos de reencontrarse con un público al que consideran particularmente predispuesto al triunfo de los toreros. En eso coinciden con otro ilustre aficionado galo, el filósofo Francis Wolf: les digo que en esta misma casa en la que nos han invitado a cenar, la muy taurina casa de los Córdoba, en la plaza Balneario San Miguel, charlé largo y tendido con Wolf hace ya trece años. Les sorprende y agrada saberlo: naturalmente, lo conocen, son amigos, les une esta bendita pasión.

Jean-Pierre y Marie Luce no son los únicos aficionados extranjeros que visitaron Almería durante la pasada feria taurina. Confundidos discretamente entre los espectadores que este año acudieron al coso de la Avenida de Vilches, han disfrutado también de los toros y del ambiente Lore Monnig, presidenta del Club Taurino de la Ciudad de Nueva York, Muriel Feiner, escritora y fotógrafa neoyorkina afincada en Madrid, presidenta, a su vez, del Club Internacional Taurino, y Paolo Mosole, presidente del Club Taurino Italiano. Creo que es realmente digo de tener en cuenta el hecho de que Almería haya entrado en el circuito de las ferias taurinas que despiertan el interés de los mejores aficionados internacionales. En mi caso, eso sí, lamento que Monnig no pudiera asistir finalmente a la cena del 28 de agosto en casa de los Córdoba, como estaba previsto: lo de las tres nacionalidades reunidas me había permitido ya reflexionar acerca de ese rito geométricamente perfecto alrededor del número tres que son los toros, según leí en un libro del pintor Javier de Juan: tres toreros, tres subalternos de a pie en cada cuadrilla, los tres tercios de la lidia, tres terrenos delimitados por los tres círculos concéntricos formados en el ruedo, tres pares de banderillas, tres puyazos (antes, claro), tres avisos. […]

Leer completo en La Voz de Almería (02/09/2014)



Plaza de Toros de l'Exposition. París. 1889

Otis «Bad» Blake, un corazón loco

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El último ilustre perdedor en llegar a este Hall of Loss, este modesto Salón de la Derrota que ha ido creciendo en las paredes del Loser, es «Bad» Blake (Crazy Heart, 2009), una leyenda del country, el que fue y sigue siendo, a pesar de todo, el «Domador del Amor», 57 años y una voz áspera, de cuero sin pulir, voz de garganta curtida en humo de cigarrillos, turbia de ceniza y vapores etílicos; con cuatro matrimonios a la espalda y un hijo del que nada sabe desde hace veinticuatro años y un puñado de discos que alguna vez fueron un éxito. «Bad» anda metido en una gira en solitario por seis estados, un mes, quinientos kilómetros entre un pueblo de mala muerte y otro pueblo de mala muerte al volante de Bessie, la fiel Chevy Suburban del 78, sentado sobre el hormiguero volcánico de sus almorranas y con una botija de plástico a mano para mear: Arizona, Nuevo México, Texas, carreteras poco transitadas, grandes paisajes, el aire entrando fresco y alborotador por la ventanilla de la camioneta, lo más parecido a un hogar que tiene ahora, un hogar en constante movimiento, cargado de discos y partituras, y un par de guitarras, y un amplificador Fender Tremolux, y algo de ropa más o menos limpia con la que salir al escenario, y qué escenarios, una puta bolera, un piano-bar, sitios así: su agente le va cerrando los contratos y se los comunica por teléfono mientras ambos esperan que ocurra algo que le permita remontar el vuelo.

Porque, amigos, la carrera de «Bad» Blake no va hacia ningún sitio ahora, y no es por eso que bebe -whisky McClure, una marca que solo existe para este corazón loco-: bebe porque ha bebido siempre, porque es lo que hay, canciones, carretera y whisky, y es así que el viejo «Bad» está realmente hecho polvo, y llega a un lugar de estos, y baja de Bessie, se desentumece, se abrocha los vaqueros, acepta indiferente que el responsable del local y los críos con los que tocará le traten como si aún siguiera siendo una estrella de la música, deja pasar el tiempo tumbado en camas de motel esperando que llegue la hora del concierto, con un cigarrillo en los labios y un vaso apoyado en el pecho, y luego canta country blues delante de la parroquia y libera el odio –sweating out the hate, dice en su última canción-, tal vez borracho, tal vez empapado en sudor, tal vez interrumpiéndose para vomitar en el patio trasero, sí, pero siempre con ese algo que le hace especial, capaz aún de llevarse cada noche a una lugareña a la cama o de ruborizar con una ronca galantería a la joven periodista a la que concedió una entrevista, qué feo es este cuarto a tu lado, le dice, no me había dado cuenta de que era un tugurio hasta que entraste; y lo cierto es que la chica hubiera podido ser el amor de su vida, sin duda, qué diablos, de modo que aunque tarde ya –eres el hombre que arruinó su mundo, you are the man that ruined her world-, lo mejor es recoger tu loco corazón y darle una oportunidad más, pick up your crazy heart and give it one more try, dejar de beber y componer esa canción para Tommy Sweet, «The Weary Kind», la mejor canción de tu vida.


Crazy Heart, Corazón rebelde en España -y no loco, vaya a saber por qué-, es una película modesta, que no nos cuenta nada nuevo y que seguramente no hubiera llegado muy lejos de no ser por la maravillosa interpretación de Jeff Bridges. Si hemos de ser justos, interpretación es sólo una manera de hablar: Bridges es «Bad» Blake, no lo interpreta. Éste es uno de esos casos en que parece que toda la carrera de un actor, una carrera muy notable, por lo demás, ha sido una forma de ir haciendo tiempo hasta alcanzar la edad adecuada para convertirse en el personaje de su vida, y hacerlo con toda la sabiduría y la naturalidad acumulada a lo largo cuarenta años y decenas de películas. Y sabe de losers: Si nos olvidamos de un par de títulos iniciales, su primera película destacable fue la última película, o dicho de otro modo, The Last Picture Show, de Peter Bogdanovich, 1971, pura atmósfera decadente en blanco y negro, para, a continuación, coprotagonizar una de las cimas del cine de perdedores, Fat City, de John Houston, historia de ambiente pugilístico donde hay maduros boxeadores que mean sangre y aspirantes inexpertos.

Bridges es un tipo que va por libre en Hollywood. No es una estrella en el sentido que le damos a esa palabra, principalmente porque no ha querido serlo. Tiene un puñado de buenas películas en su filmografía, de todos los géneros; cae bien siempre: es Mr. Nice Guy, el Señor Tipo Agradable. Antes de este corazón loco con sonido country fue, en 1992, un corazón rotoen American Heart, donde componía un duro papel de padre ex convicto y drogadicto. Pero de todos esos variados personajes que ha encarnado, hay dos que parecen haberse fundido para dar vida a «Bad» Blake: el primero es Jack Baker, uno de los dos Fabulosos Baker Boys, pianistas de ambiente instalados en una carrera sin brillo: Jack es, de los dos hermanos, el carismático y atractivo, el que hubiera preferido tocar jazz y arrastra un aire de resignada capitulación de hotel en hotel (Steve Kloves, 1989). El otro es el imperecero Jeffrey Lebowski, «The Dude», «El Nota», un tipo sin oficio ni beneficio, desaseado, pasota, jugador de bolos, fumador de maría, bebedor de cierto mejunje llamado ruso blanco (vodka, licor de café y nata líquida), que se ve involucrado en una historia muy Raymond Chandler y acaba espolvoreado de las cenizas de un amigo (Joel Coen, 1989).


Revisando la lista de actores ganadores de un Oscar he de remontarme muy muy atrás en el tiempo para encontrarme con alguno que lo mereciera tanto: no hay un ápice de forzamiento, de impostura, en la manera en que Bridges encarna a «Bad» Blake. Bastaría imaginarse a un Daniel Day-Lewis, a un Sean Penn, a un Russel Crowe, a un Kevin Spacey  o un Nicholas Cage o un Jack Nicholson o un Pacino mismos metidos en la piel de este cantante country para darse cuenta de lo manierista que hubiera podido resultar, lo escandalosamente borracho, lo patéticamente acabado. Esa no es la forma en que Bridges le da vida: Jeff Bridges es absolutamente creíble, más incluso de lo que hubieran llegado a serlo Johnny Cash, Willie Nelson o el gran Kris Kristofferson, de quien, dicen, pudo Jeff Bridges tomar parte de su aspecto. Bueno, quién sabe.


Una inmejorable cosecha otoñal de libros

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Hace muchos años que dejé de estar pendiente de las novedades literarias, como de los estrenos cinematográficos. Es inevitable enterarse de lo que va saliendo, claro, pero siento que no es por mí por quien siguen editando nuevos libros ni rodando más películas. Como consumidor de cultura soy definitivamente un outsider. A mi juicio, la literatura y el cine no atraviesan por un periodo de decadencia: lo harían si el lector y el espectador exigentes pudieran advertir que hay realmente otra orilla, aunque sólo fuera una remota línea de esperanza en el horizonte. Pero no la hay –ni orilla ni esperanza-; hay, quizá, un fondo, pero espero no estar ahí para ver cuándo lo tocan. La literatura y el cine, tal y como yo los entiendo, están en un proceso de descomposición; si se quiere, en un proceso de transformación en otra cosa, lo acepto, pero esa cosa no será ya ni literatura ni cine. Afortunadamente, varios siglos de poesía, narrativa, teatro y ensayo nos han dejado una reserva casi infinita de grandes obras maestras por leer. En cuanto al cine, bueno, seguiremos dándole vueltas y vueltas a las mismas películas que siempre logran emocionarnos.

Digo esto porque, inesperadamente, y como para contradecir todo lo anterior, me encuentro con el anuncio de que este otoño todos o casi todos los escritores por los que aún siento respeto van a publicar nuevos libros. Abrumadora coincidencia que a alguien tan desengañado como quien esto escribe no deja de causarle sorpresa y, sí, lo confieso, un verdadero entusiasmo. En términos agrícolas, podríamos decir que será una excelente cosecha.

Vayamos por partes: a la ya anunciada novela póstuma de Ana María Matute, Demonios familiares, se suman novelas del maestro Juan Marsé, Noticias felices en aviones de papel, y de Javier Marías, Así empieza lo malo. Además, dos escritores a quienes tengo una enorme admiración desde sus primeras novelas, esa clase de escritores que forman parte importante de tu vida y con los que uno ha ido haciéndose mayor libro a libro, coincidirán también en las librerías: Belén Gopegui, con El comité de la noche, y Luis Landero, con El balcón en invierno. Creo de justicia mencionar también la primera novela de Miguel Sanfeliu, Parece que cicatriza, a publicar por Talentura. Y esto es sólo el comienzo.

Hay un libro que entrará directamente en la historia de la Literatura (lo está ya desde hace años, y sin haber visto la luz, en su forma mítica): Palais de Justice, la breve novela autobiográfica escrita por José Ángel Valente, donde la sombra de Kafkase extiende, dicen, sobre el traumático proceso de divorcio que puso fin al primer matrimonio del poeta. Valente (1929-2000) es, tanto en su vertiente poética como en su vertiente ensayística, uno de los más grandes escritores de la pasada centuria, y esta rara obra de ficción narrativa –se acercó muy pocas veces al género-, que ha permanecido inédita, según su deseo, hasta después del fallecimiento de su primera mujer, está llamada a convertirse en uno de los hitos literarios más importantes de lo que llevamos del XXI. (Leer aquí un enriquecedor reportaje sobre la obra).


Pero con ser todo esto tan relevante, si escribo sobre ello es porque he sabido que también Antonio Muñoz Molina publicará –al fin- una nueva novela, cuyo título es Como la sombra que se va. Que se anuncie para tan tarde como el 25 de noviembre me colma de ansiedad: siempre ha sido así, desde que en 1988 leí El invierno en Lisboa: es anunciarse una nueva novela suya y no vivir ya. Puede que suene un poco exagerado, incluso un punto ridículo, si se quiere, pero las cosas (y las debilidades humanas) son como son. Así de principio, su novela, centrada en el tipo que asesinó a Martin Luther King (de nombre James Earl Ray), cuya historia ha sido reconstruida por Muñoz Molina a partir de los archivos del FBI, me trae a la cabeza la magnífica Libra, de Don DeLillo, donde el autor neoyorkino hacía lo propio con Lee Harvey Oswald. Veremos.

Ahora permítaseme confesar al final de estas líneas que, no obstante, el libro que más deseosa y felizmente espero es una colección de relatos titulada La derrota de nunca acabar, de la que es autor Miguel Naveros, y que publicará la editorial Bartleby. Se trata de la primera incursión de Naveros en el terreno del cuento breve (ha cultivado la poesía y la novela, además del género periodístico en toda su amplitud), y apuesto el resto a que éste será uno de los libros de relatos más destacados del año. Juego con ventaja: no lo digo por intuición, sino con conocimiento de causa. 

Miguel Naveros. Foto: JFH

Ávila de Teresa

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El verano comienza con una fiesta fin de curso en el colegio de tu hija y se hace definitivamente pasado apenas se reanudan las clases. Como para confirmarte que entre medias hubo vida, por más que se antoje a estas alturas imposible de tan fugitiva, de tan repentinamente remota, tomas la guía de Ávila que adquiriste a finales de junio. El libro fue en principio una excitante promesa de lugares por descubrir, y entre sus páginas están ahora guardadas las entradas que os facilitaron el acceso a la Catedral, al Monasterio de la Encarnación, a la Basílica de San Vicente, al Monasterio de San José, al Museo de Santa Teresa, a la muralla misma.

Me habían dicho que Ávila era hermosa pero algo aburrida. ¿Aburrida? No sé qué esperan otras personas de las ciudades que visitan, yo las juzgo por el asombro que me provocan, y Ávila fue para mí dos días de boca abierta, de fascinación casi infantil, de andar mirando absorto a un lado y a otro sin dejar de encontrar a cada paso tesoros de tiempo detenido, una infinidad de detalles en piedra que hacen de Ávila una ciudad de cuento medieval, dormida por fuera y palpitante de historia por dentro, abrazada a sí misma, dejándose invadir pacíficamente a través de sus nueve puertas, cada una de ellas diferente –dos parecidas entre sí, la del Alcázar y la de San Vicente-, cada una con su personalidad y su leyenda. Entre las páginas del libro está también, algo estropeado en sus dobleces, el plano con el que la recorrí por dentro y por fuera, por la mañana, por la tarde y por la noche. Conservo los planos de las ciudades que visito, porque mientras me guiaron por sus calles fueron para mí una especie de mapa del tesoro, y ahora ese tesoro por desenterrar es el recuerdo. El de Ávila tiene escrito a bolígrafo las indicaciones que yo mismo establecí para hacer, de todos los recorridos posibles, el que elegimos: la Ávila de Santa Teresa.

La mágica capital abulense está instalada ya en la celebración, el año que viene, del quinto centenario del nacimiento de quien es patrona de los escritores en lengua española (dato que no conocía hasta leer la guía, por cierto). Habrá, sin duda, varias maneras de abordar el acontecimiento, tantas como mujeres fue Teresa de Cepeda y Ahumada en una sola: unos conmemorarán los quinientos años de la religiosa, de la santa, de la mística, de la reformadora carmelita, de la fundadora de conventos: la Teresa de Jesús envuelta en sus hábitos; para otros será ocasión de recordar a la insigne escritora que, queriendo dar testimonio de espiritualidad a las monjas de su orden religiosa, nos dejó también una personalísima y muy potente voz literaria, deliberadamente espontánea, improvisada, llana, sin afectación, próxima a cierta clase de rusticidad idiomática, de estilo ermitaño, se ha llegado a decir, pero en cuya expresión, no obstante, trataba de buscar la precisión lingüística: es la Teresa de la pluma y el libro en las manos; otros verán, antes que a la monja adulta, a la niña que fue, la que devoraba libros de caballerías, quijotesco hábito que tomó, ochenta años antes que el ingenioso hidalgo cervantino, de su madre, y en el cual gastaba muchas horas del día y de la noche (“Era tan extremo lo que en esto me embevía, que, si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento”, escribió en el libro de Su vida); de la biblioteca de su padre, romanceros y vidas de santos: es esa Teresa “avidísima de lectura y de inquietud intelectual insaciable” que describió Víctor García de la Concha, y en quien reconozco mi propia inclinación desmedida por los libros. Habrá también (lo hay ya y lo hubo a lo largo del siglo XX) quienes celebren a la mujer pre-feminista, defensora activa de “los valores de la femineidad”, de la “liberación espiritual de la mujer” (García de la Concha), esa “patrona del feminismo”, como la llamó el pasado mes de  junio el premio Cervantes José Jiménez Lozano, esa mujer genial, como afirmó Kate O’Obrien, una escritora irlandesa embrujada por Castilla en general y por Ávila en particular, autora en 1951 de una apasionada biografía de Teresa de Jesús que este año, al fin, ha visto la luz en español (Teresa de Ávila, editorial Vaso Roto).


Ávila desde Los Cuatro Postes


Muralla atemporal; al fondo, la espadaña que señala la Puerta del Carmen.

Desde el adarve de la muralla se divisa de otro modo la Catedral, la primera gótica de España y la que está a mayor altitud, templo-fortaleza entestado en la propia muralla 

Basílica de San Vicente, desde el adarve de la muralla: impresionante templo románico edificado, según la tradición, sobre la tumba de los hermanos mártires Vicente, Sabina y Cristeta, cuyo prodigioso cenotafio de piedra policromada deja atónitos a los visitantes.

Entre las almenas se divisa el Monasterio de la Encarnación, extramuros y con la torre mudéjar de la iglesia de San Martín en primer término. En él ingresó Teresa de Ávila en 1533, y de él salió en 1962 para fundar sus conventos de descalzas, y tras sus muros habría experimentado, según se dice, las místicas visiones y los episodios de levitación.


La muralla desde el Monasterio de la Encarnación, con espalda y frontal de la estatua de la Santa.


Ávila nocturna: muralla desde la Puerta del Mariscal.


Puerta del Alcázar, noche eterna frente a la plaza de Santa Teresa. 


Fotos: JFH
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