John Shawnessy es un perdedor por partida triple, y eso ya es motivo suficiente para que tenga su lugar en las paredes del Loser aun cuando la película a la que pertenece, Elárbol de la vida (Raintree County, 1956), no figure entre las mejores de la historia del cine. Por un lado, es perdedor como personaje de ficción, pues así fue concebido por el autor de la mastodóntica novela que se llevó a la pantalla: a mediados del siglo XIX, Johnny Shawnessy (Montgomery Clift) es el graduado más brillante del condado de Raintree, Indiana. Todos están seguros de que llegará a ser alguien importante, en particular sus padres y su novia, la dulce Nell (Eva Marie Saint). Un día es seducido por la ampulosa oratoria de su antiguo profesor, quien les habla a sus alumnos del árbol de la vida oponiendo la grandeza basada en el poder del dinero a otra que tiene por símbolo este árbol «que no es de oro, sino de aspiraciones, cuya flor es el logro de ellas y su fruto el amor; los caminos para llegar a él son deliciosos, y sus senderos conducen a la paz». Todos cuantos asisten a esta última clase al aire libre son invitados a hallar este árbol en algún lugar del condado, donde supuestamente se alza en su «druídico silencio», con la advertencia de que quien abandona la búsqueda corre el riesgo de quedar convertido en una «mísera e incolora criatura»; únicamente él, John Shawnessy, decide ir inmediatamente en su busca, sin éxito. Unos días después, mantiene una fugaz y embriagada relación con una sureña voluptuosa llamada Susanna (Elizabeth Taylor), y cuándo más tarde ésta le anuncia que está embarazada, Johnny decide casarse con ella. Con elementos propios del folletín, tal embarazo resulta ser falso, y Susanna, una recalcitrante esclavista, no sólo es una mujer desequilibrada sino que parece atormentada por un secreto de infancia. Cuidar de ella –incluyendo su participación en la Guerra Civil- le obligará a renunciar a sus propias metas en la vida.
Pero John Shawnessy es también un perdedor como personaje cinematográfico, pues el desafortunado guión le convierte en un joven del cual se dicen cosas muy encomiásticas que el espectador, sin embargo, no consigue constatar por sí mismo: no sabemos cuáles eran esas metas a las que renuncia ni qué ideales son los que abandona a causa de su mujer, y la criatura en que se convierte al dejar de buscar el árbol de la vida no sólo es incolora sino a menudo también insípida. He visto muchas veces la película de Edward Dmytryk, y siempre me emociono ya con la primera escena. Sé que no es una gran película, y que, a pesar de las pretensiones de la MGM, el resultado quedó muy por debajo de Lo que el viento se llevó; pero yo la veo con ojos más benevolentes que los espectadores de su tiempo, los ojos del niño que era cuando la vi por primera vez. Hay muchas cosas en ella que me gustan: Liz Taylor es una de ellas, claro, y Lee Marvin, y el actor que interpreta al profesor Stiles, Nigel Patrick, y la bellísima canción interpretada por Nat “King” Cole, y los no menos hermosos paisajes, y, a ratos, también el pobre Monty Clift, que trata de darle entidad a un personaje algo anodino, y al menos durante una parte de la película lo consigue.
Ocurre que las escenas más satisfactorias de Clift están como barajadas con otras extrañamente perturbadoras, y he aquí el otro nivel de perdedor -el tercero- que alcanza John Shawnessy. Tomemos una escena no particularmente relevante, pero a la que Montgomery Clift concedió una gran importancia: John entra en la habitación en la que Susanna ha dado a luz, va a conocer a su hijo. Clift practicó infinidad de maneras de abrir la puerta, entrar y cerrar tras él, buscando la emoción adecuada. Son unos segundos en primer plano. Después le vemos acercarse a la cama, mirar al bebé y hablar con Taylor. Pero al salir su rostro ha cambiado. En realidad, entre su entrada y su salida han transcurrido al menos diez semanas, el duro periodo de convalecencia tras el accidente de coche que le desfiguró la cara y alteró para siempre el curso de su vida.
Ese accidente, ocurrido el 12 de mayo de 1956, deja al descubierto una de las grandes mentiras del cine: una película –salvo excepciones- no se rueda siguiendo el orden de la historia tal cual está escrita. Así, la noche que Clift estrelló su coche contra un poste de telégrafos había rodado más o menos la mitad de sus escenas, pero éstas estaban repartidas por todo el guión, no se corresponden con una primera mitad de la película. Aquella noche Elizabeth Taylor, que le había insistido para que acudiera a una fiesta en su casa, acabó salvándole la vida; avisada al instante del accidente, acudió al lugar, se internó en el vehículo por la parte de atrás, tomo en sus brazos la cabeza ensangrentada de quien era su mejor amigo y al darse cuenta de que se ahogaba le introdujo sus dedos en la boca y le arrancó varios dientes de la garganta.
Monty volvió al trabajo después de esas diez semanas, pero no era el mismo. No es sólo que su hermoso rostro ha cambiado (su nariz es otra ligeramente diferente, y sus labios y su mejilla izquierda se mueven con dificultad), es que también se ha convertido en un ser torturado por dentro, que se mueve distinto y mira distinto; de hecho, no volverá a mirar con la intensidad de antes en ninguna otra de sus películas, y sus ojos tendrán ya para siempre una expresión atónita y un aspecto vidrioso. El Clift de antes podía aparentar, a sus treinta y seis años, ser un joven de veintitantos; este otro Clift, repentinamente envejecido, no, y he ahí el principal defecto de Raintree County. Para soportar los dolores, bebe ahora más aún de lo que ya bebía e ingiere todo tipo de pastillas, a las que se hará adicto, anfetaminas, barbitúricos, tranquilizantes; sufre insomnio, tiene pesadillas, le abruma la preocupación por las escenas del día siguiente. Cuando la cámara le enfoca sabe que no es su rostro de siempre el que quedará impreso en la película, sino esa otra máscara que todavía no ha aprendido a mover y que le duele. John Shawnessy es el último de sus personajes por el que los espectadores nos sentimos atraídos y el primero que nos despierta rechazo. A partir de ahí, un proceso de autodestrucción que dio comienzo en ese rodaje y se prolongó hasta su muerte, diez años después, en lo que fue descrito por quienes le conocían como el suicidio más largo de Hollywood.