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Channel: Los pasadizos del Loser
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Aquella verdad incómoda y no escuchada

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La película El día de mañana (The Day After Tomorrow, 2004) hizo que la atención del común de los mortales se dirigiera hacia a los científicos que llevaban años alertando sobre el cambio climático sin que a nadie le hubiese importado hasta entonces, y los científicos pudieron, al fin, explicarse: puesto que la película del habitualmente absurdo Roland Emmerich planteaba un nuevo tipo de catástrofe (la mitad de la Tierra se sume en una repentina glaciación a causa del debilitamiento de las corrientes del Oceáno Atlántico), la gente quería saber si eso que allí se contaba podía realmente pasar o era todo pura ciencia ficción. La respuesta –por ejemplo de Miguel Delibes de Castro, entre otros- fue que la superproducción hollywoodiense carecía de aspiraciones científicas, pero reproducía una situación real: los científicos advertían del peligro del calentamiento global y los responsables políticos hacían oídos sordos; los desastrosos efectos de una gran alteración climática que la película comprimía en unas pocas semanas podrían llegar a ocurrir, dijeron, en un periodo de tiempo mucho más largo pero asombrosamente corto en términos geológicos.

Cuando vi Una verdad incómoda (An Inconvenient Truth, 2006), la película documental de Al Gore, yo ya tenía una nutrida carpeta de recortes de prensa con noticias sobre calamidades  naturales ocurridas por todo el planeta -huracanes, inundaciones, sequías dantescas, tornados-, y su relación con los informes periódicos del Panel Intergubernamental sobre el Cabio Climático-IPCC; había leído, además, el hermoso libro de los Delibes, padre e hijo, La tierra herida (2005), y el de Tim Flannery, La amenaza del cambio climático(2006), en el que estaban explicadas muchas de las cosas que luego puede ver en la película de Gore. Sabía, pues, que todo aquello que nos mostraba quien pudo ser presidente de los Estados Unidos tenía, en efecto, una incontrovertible base científica. Recuerdo bien aquel primer impacto que me produjo tan inconveniente verdad, la que los políticos se negaban a aceptar porque de admitirla “no podrían evitar la obligación moral de realizar cambios importantes”. Recuerdo la duración del estremecimiento, del miedo. A Al Gore, un hombre honesto, realmente comprometido con el medio ambiente, le ganó la presidencia un ex alcohólico vinculado con la industria petrolífera, no en las urnas, sino en el Tribunal Supremo y después de unas elecciones con olor a golpe de estado, y un año después el nuevo presidente urdió una mentira alrededor de una escusa para atacar e invadir un país productor de petróleo: la historia de la humanidad está tejida con conjuras y tragedias así. Pues bien, aquella primera vez que vi Una verdad incómodame dije que era la película más importante que se había hecho nunca, y aún lo pienso. Sigo viéndola una vez al año.

Sólo en una cosa no estaba de acuerdo con Gore: tal y como explicaba la situación, pensar que todavía era posible frenar el cambio climático parecía una quimera. Poco después, James Lovelock dijo lo mismo en La venganza de Gaia (2007). Lovelock formuló en los años sesenta la llamada hipótesis Gaia: que la Tierra es un sistema vivo autorregulado, en cierta forma un solo gran organismo formado por todos los seres vivos que lo habitan, teoría que se recibió con escándalo y hoy está ampliamente reconocida: la biosfera, en efecto, tiene un efecto regulador sobre el medio ambiente de la Tierra, que interviene para conservar la vida. Ahora, con 87 años, Lovelock afirmaba que ya era tarde para corregir los efectos del cambio climático, que el tiempo del “desarrollo sostenible” había pasado y estábamos ya en el de “la retirada sostenible”, que no se acercaba el fin del mundo ni de la humanidad, sino el de la civilización humana, que aun tomando medidas inmediatas la población se reducirá a un 10% o un 20% antes de que acabe este siglo, y proponía la necesidad de crear un gran manual de filosofía y ciencia para los supervivientes, editado no en soporte digital, obviamente, sino “en papel duradero, con una buena impresión y encuadernación”. Para cualquier otra cosa, ya es demasiado tarde. En relación con los combustibles fósiles somos, escribe Lovelock, “como el fumador que disfruta de su cigarrillo e imagina que ya dejará de fumar cuando los daños sean tangibles”.

Los mandatarios reunidos en Nueva York para una nueva cumbre sobre el clima –que ha pasado casi desapercibida- siguen creyendo que hay tiempo, y los mensajes son más o menos los mismos que hace diez años, cuando se decía que de no tomarse medidas inmediatas se llegaría a un punto de no retorno. Y dos imágenes me vienen a la cabeza: la de esas pantallas ubicadas en las plazas de Pekín para retransmitir en directo el amanecer, pues la densa contaminación que cubre la ciudad impide verlo, y la de ese séptimo continente hecho de basura que se desplaza por el océano Pacífico. Más allá de los gestos ampulosos en las grandes tribunas internacionales, la realidad es que somos demasiados dañinos y que el huésped probablemente se vaya a sacudir las pulgas.

Al Gore. Una verdad incómoda

El discurso del perdedor en "Las verdes praderas"

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No me gustaría descubrir un día que estoy al final de la vida de otra persona”, dice el personaje que Robert Redford interpreta en Memorias de África (1985). Es la clase de pensamiento que, convertido en propósito cumplido, hace al verdadero triunfador, al menos la clase de triunfador al que a mí me gustaría parecerme. De ahí que ese Denys Finch-Hatton –que existió realmente- esté muy lejos de figurar entre los losers cinematográficos a los que se homenajea en este blog-bar de tarde en tarde. Otro aventurero del cine por el que siento una enorme admiración, igualmente fiel a sí mismo, y tan romántico (a su manera), independiente e incorruptible como el Denys de Redford, es el vaquero Yancey Cravat, que en Cimarrón (1960) tenía el rostro y la voz de Glenn Ford. Por el contrario, José Rebolledo, de Las verdes praderas (1979), nos representa un poco a la inmensa mayoría, los que  pasados los cuarenta sí que empezamos a darnos cuenta de que la vida, ay, no era como imaginábamos, y entre unas cosas y otras estamos como atrapados sin remedio en la casilla del laberinto y así son las cosas. Las verdes praderas fue la película por la que empecé a seguir incondicionalmente el cine de José Luis Garci. Yo era muy jovencito cuando la anunciaron en la tele; me preparé para ver una comedia más de Alfredo Landa, que siempre resultaba muy divertido, y me encontré con una historia que hacía pensar, y de qué manera, en esas obligaciones que te van atando irremediablemente los pies. ¿Pensé entonces que aquello de lo que se lamentaba Rebolledo era exactamente lo que yo no quería para mí en el futuro? Qué sé yo. Hoy de aquella película me quedo con este diálogo entre el gran Landa y María Casanova, la dulce y amante esposa que guardaba un bidón de gasolina.


Tu rostro mañana, de Javier Marías

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Cuando en mayo de 2007 Javier Marías dio por finalizada la tercera parte de Tu rostro mañana (novela publicada en tres volúmenes durante los años 2002, 2004 y ese 2007), debió de experimentar una mareante sensación de vacío y algo así como un repentino desvalimiento ante la certeza de que el mundo en el que había habitado durante los ocho años que tardó en escribirla se cerraba a sus espaldas, o frente a él, es igual, pero en cualquier caso de manera definitiva. Las personas reales en que están inspirados los dos personajes de mayor edad, nonagenarios ambos, el hispanista y amigo del autor Peter Russell y el pensador Julián Marías, su padre, habían fallecido, además, cuando llevaba escritas poco más de cien páginas de las setecientas que acabaría teniendo el largo desenlace de Tu rostro mañana, y terminada la novela, en la que habían permanecido vivos un par de años más, sus muertes se hacían desoladoramente definitivas. En noviembre de aquel año, cuando los lectores pudieron al fin completar la lectura de tan monumental novela con esta tercera y definitiva entrega, subtitulada Veneno, sombra y adiós, Marías aún conservaba cierta sensación de pérdida, al punto de reiterar una y otra vez durante la promoción del libro sus dudas acerca de la posibilidad de volver a escribir una novela, aun a pesar de no tener más, entonces, que cincuenta y seis años. Lo cierto es que no debe de ser fácil imaginar cómo habrá de ser "tu trabajo mañana" una vez que se le ha dado forma final al que será considerado siempre tu texto de ficción más logrado, la obra cumbre de tu carrera, una novela que excede con mucho los límites de la "literatura española" para elevarse por encima de las letras contemporáneas en cualquier idioma.

"No he querido saber pero he sabido...", se decía al comienzo de la novela que supuso el reconocimiento internacional de Marías, Corazón tan blanco (1992), y veinte años después afirma en la primera línea de Tu rostro mañana, como un eco alterado de aquella frase, que "Nadie debería contar nunca...", afirmación que el lector puede completar por sí mismo una vez finalizada la novela, más de 1.300 páginas después, muchas, podría alguien pensar, para haber sido narradas por quien hace ese invitación inicial a la reserva. La edición de Tu rostro mañana que yo he disfrutado es el grueso volumen en el que Alfaguarareunió las tres partes en un solo libro (2009), magníficamente editado y ya sin subtítulo alguno. Leí seguidas las dos primeras partes. Supe, en la primera, acerca de ese don que posee el protagonista (Jacobo, Jaime, Jack o Jacques Deza), de la capacidad para traducir o interpretar personas -sus conductas, sus reacciones, sus inclinaciones-, para leer en ellas, por anticipado, las historias por suceder, para atreverse a mirar hoy sus rostros de mañana; y supe también que a través de un viejo profesor de Oxford Jacobo entró en contacto con un extraño grupo ligado a los servicios secretos británicos surgidos en la Segunda Guerra Mundial y dedicados en el presente a sacar partido de ese don.

La parte de la novela equivalente a la segunda entrega, sin embargo, no me satisfizo tanto. Asegura Javier Marías que del Tristram Shandy, de Lawrence Stern, el clásico inglés del siglo XVIII que él mismo tradujo al español en 1978, aprendió que en tiempo narrativo un minuto podía durar ochenta páginas, y a fe mía que en esta segunda parte hace uso de estos conocimientos: el estilo personalísimo de Marías, ese deliberado sistema de ecos y resonancias al que él mismo se ha referido alguna vez, ese girar y girar sobre una idea, ese apartarse en una digresión y volver de nuevo y de nuevo irse y regresar hasta penetrar así muy profundamente en aquello que se quiere decir; esa prosa “claustrofóbica, repetitiva, agobiante, obsesiva, casi demente en ocasiones”, como explicó Félix de Azua, adecuada a lo que la novela trata, es decir, obsesiones, demencias, agobios; su virtuosismo novelador, en definitiva, parece aquí dejar en suspenso la acción a lo largo de más de 300 páginas, en una escena brutal y excesiva, el escarmiento que el jefe de ese grupo secreto le da a un auténtico majadero, al que se le somete a un aterrador simulacro de ejecución en los lavabos de una discoteca. Después de esto, decidí posponer la lectura de la tercera y última parte (o de las tres últimas partes, para ser más exactos, “Veneno”, “Sombra” y “Adiós”) hasta mejor ocasión, y burla burlando pasaron dos años antes de que volviera a abrir el grueso libro.

Javier Marías. Foto: Quim Llenas

Ese final, que ocupa más o menos la mitad de la novela, es sencillamente magistral. Todo se resuelve de manera brillante, todo adquiere sentido. Los conflictos que sostienen la novela, que son múltiples, van desanudándose ante nosotros, que no podemos dejar de sentirnos implicados activamente en la historia, tal es el poder expresivo de Marías: conocemos qué es el miedo, el que se infunde y el que se tiene, y la visión de unos vídeos con escenas reales de violencia extrema nos inocula a través de los ojos un veneno que entra en nuestro conocimiento –el protagonista dice enfermar por los ojos-; experimentamos con Jacobo Deza (el apellido, por cierto, nos recuerda inevitablemente el Carlos Deza de Los gozos y las sombras, de Torrente Ballester) una sigilosa y como no ocurrida escena sexual –una de las mejores y más divertidas que he leído nunca-; le acompañamos en su viaje a Madrid, visitamos con él la que fue su casa y ahora lo es sólo de su mujer y sus hijos, y sentimos que no somos bienvenidos, que él no es bienvenido, y descubrimos que el novio de la que fue su mujer le ha pegado alguna vez, ahí está el moratón en el ojo que ella no es capaz de ocultar con el maquillaje; a un seguimiento del agresor por las calles de Madrid le sucede una escena inspirada en aquella otra ocurrida en los lavabos de una discoteca londinense. Y cuando Jacobo regresa a Inglaterra y va a entrevistarse con aquel viejo profesor de Oxford, Peter Wheeler, lo que éste le revela acerca de la guerra mantiene al lector amarrado al libro: el silencio exigible a todos en circunstancias tan terribles, las indiscreciones que cuestan vidas, pues nunca se sabe quién escucha o qué alcance puede tener una revelación en apariencia trivial, la propaganda bélica, la blanca y la negra, y sus consecuencias.

Leí las últimas páginas en San José (Níjar), sentado a solas en un apartado mirador frente al mar y al Morrón de los Genoveses, en pleno Parque Natural Cabo de Gata; la novela está asociada para mí a esa codiciosa lectura final: decido acabarlo allí, bajo el vuelo de las gaviotas, y de allí salir ya otro, ya habiendo sabido, gozosamente envenenado por los ojos, enfermo de conocimiento y de literatura. Fue el 12 de octubre del año pasado. Y aunque Javier Marías ha vuelto, a pesar de sus temores, a escribir y publicar novelas (Los enamoramientos en el 2011, con la que tuvo la oportunidad incluso de rechazar el Nacional de Narrativa, y Así empieza lo malo, aparecida hace apenas unos días), soy yo el que no puede leerlas por ahora: la hipnótica prosa de Marías es, en mi inconsciente, la prosa de Tu rostro mañana. Una limitación, mía, por supuesto. Sin duda dentro de un tiempo, no sé, tal vez mañana…

Foto: JFH

Entre libros

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Hace quince años vivía de alquiler en un sobreático al que había trasladado parte de mi biblioteca personal. Una tarde, de regreso tras una larga jornada de trabajo, me encontré con un grupo de vecinos reunidos en el portal que callaron al entrar yo y me miraron al unísono como no le gusta a nadie ser mirado. Uno de ellos se decidió a darme la mala noticia: tras varias horas de intensa lluvia, una parte del terrado se había hundido y el agua había inundado mi apartamento. Sentí un repentino y mareante vaciamiento. El minuto que el ascensor se tomó en llevarme hasta arriba se me hizo angustiosamente eterno. En un estado de completo aturdimiento, no podía dejar de imaginarme mis libros destruidos por la catástrofe, tirados de cualquier modo en medio de un gran charco, chorreantes, ahogados. De ahí mi infinito alivio al abrir mi puerta y comprobar que todo estaba en orden. Más tarde supe que el apartamento siniestrado había sido el de enfrente. 

Un libro leído y vivido es un objeto irreemplazable, tal vez más que ningún otro, salvo aquellos cuyo valor reside en haber pertenecido a un ser querido. Dicen que la tristeza por la pérdida de su biblioteca, destruida en un incendio, pudo colaborar en la muerte de Octavio Paz, ocurrida dos años después. No me parece exagerado (teniendo en cuenta, además, que Paz era ya octogenario y su biblioteca reunía ejemplares de un altísimo valor sentimental). Durante aquel eterno minuto de ascenso hacia el naufragio que aparentemente estaba aguardándome en el piso undécimo, tomé conciencia de lo absurdo que sería tratar de volver a adquirir de nuevo los mismos títulos. ¿Acaso iba a leerlos todos otra vez? Y si no iba a leerlos, ¿para qué comprarlos?


Cada uno de los libros que he leído me contiene suspendido en el exacto momento en que estaba leyéndolo, de la misma forma que el aire de hace medio millón de años permanece en esas diminutas burbujas atrapadas en las profundidades del hielo antártico; las páginas de mis libros retienen cada instante que les dediqué, el milagro de acceder a través de ellas al interior de la historia narrada, de la biografía, del poema.

El escritor y periodista Jesús Marchamalo tuvo ocasión de indagar en la biblioteca personal de Julio Cortázar, cedida por su viuda, Aurora Bernárdez, a la Fundación Juan March en 1993. Nos la describió en un librito muy bello titulado Cortázar y los libros (Fórcola, 2011): más de cuatro mil ejemplares, de los que unos quinientos están dedicados por sus autores; en casi todos ellos, las huellas de haberlos vivido: hay comentarios, a lápiz o bolígrafo, en los márgenes o entre líneas; dialoga con el autor, hace observaciones, corrige erratas de imprenta. Muchos  están firmados por el propio Cortázar en distintos periodos de su vida, a veces con la indicación de la ciudad en que compró el libro. Todo ello le sirve a Marchamalo para recordar una vez más aquella afirmación de Marguerite Yourcenar según la cual una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver su biblioteca.

El valor de la mía cae más bien del lado de lo sentimental y es intransferible, creo, a ninguna otra persona. Apenas tengo rarezas en ella: no soy un bibliómano. Amo los libros por lo que me dan. Me precio de conservar los ejemplares de La isla del tesoro y de Miguel Strogoff en cuyos interiores me perdí hechizado a los diez años, pues ellos –no únicamente las novelas como tales, sino esos exactos ejemplares- poseen la importancia de lo iniciático: ambos son un niño leyéndolos con pasión y siendo atrapado para siempre por el vicio de la lectura. Son muchos años realmente adquiriendo libros, así que casi toda mi vida está representada en ellos. No hay muchos firmados por sus autores, sólo si son amigos o si mi trato personal con ellos dio lugar a una ocasión lo suficientemente especial como para pedirles una dedicatoria sin parecer un cazador de autógrafos. Me ha dado siempre mucho pudor pedirle a un escritor que me dedique uno de sus libros. Algunos hay también firmados por las personas que me los regalaron. La mayoría tienen anotaciones (a lápiz siempre) que siguen un código propio de señales y remisiones. Casi todos ellos han sido vividos intensamente: tengo un trato muy personal con los libros, los quiero cerca en los periodos en que estoy leyéndolos, de ahí que lleve casi siempre uno conmigo aun en circunstancias en las que es improbable que pueda encontrar un rato para avanzar unas páginas: no importa, lo quiero cerca. Si un libro que he tomado en préstamo de la biblioteca pública empieza a gustarme demasiado, lo devuelvo y corro a comprarlo, porque no soporto la idea de que la experiencia de haberlo leído deje de pertenecerme.


Dicho de otro modo: por lo que a mí respecta, el placer de la lectura es prácticamente indisociable del libro en que la llevo a cabo. Manhattan Transfer, de Dos Passos, con todo lo que significó para mí a mis diecisiete años, por ejemplo, o el inaugural Hermosos y malditos, de Fitzgerald, son esos libros que ahora reposan en mis estantes, esos y no otros (tengo además otra edición del segundo, y no significa lo mismo). Se entiende, pues, que cuando hablo de libro me refiero al “conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”, según definición de la Academia. Desconozco cuál pueda ser el vínculo que un lector establece con un libro electrónico, si hay alguno.

El escritor norteamericano Nicholas Carr ha señalado que de todos los medios de comunicación el libro es el que más ha resistido la tentación de lo digital, entre otras cosas porque esa secuencia de páginas impresas y encuadernadas supone una tecnología robusta; sin embargo, anuncia que los libros en papel acabarán por convertirse en una reliquia del pasado, y con ellos una determinada manera de leer y una determinada manera de escribir. Los editores que impulsan el libro electrónico no quieren limitarse simplemente a cambiar un medio por otro, nos dice Carr: quieren aprovechar el medio para hacer, llegado el momento, la experiencia mucho más “dinámica”: introducir vínculos, extras, vídeos, chats entre lectores… Será el fin de la lectura lineal, completa, atenta. Autores y editores se adaptarán a las nuevas expectativas de los lectores: será también el fin de las frases demasiado elaboradas. Y puesto que lo escrito tendrá una vida efímera, para qué buscar la perfección.

John Updike, por su parte, vaticinó en 2006 “el final de la autoría” como consecuencia de la digitalización de los libros, un hecho que a la larga conducirá a la fragmentación de las obras literarias por parte de los lectores que picoteen en ellas, su reordenación, su combinación con los fragmentos seleccionados de otras obras: “El libro impreso, encuadernado y pagado”,  escribe Updike melancólico, “era -y de momento sigue siendo- más riguroso y exigente con su creador y el consumidor. Es un lugar de encuentro, en silencio, entre dos mentes, en el que una sigue los pasos de la otra, pero es invitada a imaginar, a discutir, a coincidir en un nivel de reflexión que va más allá del encuentro personal…”. Renunciar a esta experiencia me parece una tragedia y una de tantas razones por las cuales me siento al margen de mi propio tiempo, este presente en el que se sientan las bases de un futuro sin libros: ya ves, Ray, no hacía falta quemarlos a 451 grados Farenheit.

"... contiguo en la geografía natal, en la pasión por
la escritura y, ante todo, en la amistad... Antonio Gamoneda"

Solaris, de Stanisław Lem

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Afirma el escritor polaco Stanisław Lem en una de las reseñas literarias incluidas en su libro Vacío perfecto que “un libro es capaz de trastocar el orden de las cosas dentro de la cabeza humana, a condición, claro, de que haya alguna cosa en ella antes de empezar la lectura”. Personalmente, dudo que una cabeza vacía pueda avanzar gran cosa en la lectura de un libro, pero no trataré de enmendar al genio de Lvov; antes al contrario, si empiezo con esa cita es para confirmar que Solaris, su obra maestra, ha perturbado en mi interior al menos todo aquello que yo daba por supuesto sobre la ciencia ficción y sobre el propio Lem.

Llegué a esta novela después de la lectura de otras dos y de indagar en más obras suyas. Para empezar, la citada Vacío perfecto (1971), Magnitud imaginaria (1973) y Provocación (1982), que, junto con Golem XIV, forman la llamada «Biblioteca del Siglo XXI», reúnen reseñas críticas, prólogos, prefacios o exégesis discursivas de libros completamente ficticios, lo que emparenta a Stanisław Lem más que con el género de la ciencia ficción con autores como Jorge Luis Borges, como el Italo Calvino de Las ciudades invisibles (o incluso de la maravillosa Si una noche de invierno un viajero), como el Raymond Roussel de Locus Solus (1914), una de las novelas más extravagantes jamás concebida, el recorrido minucioso a través de una colección de inventos y máquinas más allá de toda rareza, a medias entre lo surrealista y lo espeluznante, que sirvió de motivo para una exposición del Museo Reina Sofía en 2011.

Hay otros escritores de esta estirpe, pero yo he pensado en éstos tres leyendo Solaris. Se trata de autores que, desde una imaginación portentosa, juegan a crear mundos completos y complejos, mundos como el planeta Solaris, del que tanto llegamos a saber a través de ese compendio de conocimientos solarísticos que es la novela. Porque Solaris (1961) es un libro de ciencia ficción, en efecto, cuya acción trascurre en una estación espacial suspendida sobre el fascinante planeta oceánico; un libro en el que hay grandes dosis de intriga, porque ni los ocupantes de la estación ni el lector saben qué diablos está ocurriendo allí dentro, y en el que hay también una historia de amor imposible, una mujer que aparece junto a Kris Kelvin y no es un sueño, sino un recuerdo doloroso extraído por Solaris de su mente y convertido en un ser real, idéntico a ella, que se suicidó hace años. Como otros libros de Stanisław Lem, ahonda en el ansia de los hombres por contactar con seres de otras civilizaciones y en la imposibilidad de hacerlo, al menos en los únicos términos que al hombre le serían inteligibles, asimilables. En el empeño en “ensanchar las fronteras de la Tierra”, no en conquistar el Cosmos. Y en ese camino hacia la expansión se cruza Solaris, un  planeta inteligente que supone un desafío para el hombre, pues se trata al fin del encuentro con la vida más allá de la Tierra, de la vida que actúa y crea y acaso piensa, y resulta estar completamente fuera del alcance de su comprensión.

Descubierto cien años antes de que naciera el protagonista humano (el gran protagonista, es sin duda, el planeta), la solarística es ya una ciencia que ha producido miles de libros cuando Kelvin llega a Solaris; una ciencia que incluso se ha ramificado en distintas disciplinas y ha sido motivo de controversias a lo largo de generaciones. Ese es el gran juego que nos propone Lem con Solaris: aparte de la historia que nos cuenta, e integrada perfectamente en ella, la novela es sobre todo una síntesis de la vastísima literatura científica existente sobre el planeta, toda ella, naturalmente, imaginaria, aunque no por eso menos cierta. Un planeta que parece controlar su órbita gravitacional alrededor de dos soles (una estrella roja y otra azul que dan lugar a bellísimas descripciones de sus diferentes amaneceres y atardeceres), cubierto casi en su totalidad por un océano plasmático, fuente de todas las investigaciones, teorías, doctrinas, hipótesis, especulaciones, escuelas enfrentadas entre sí, cálculos imaginables, atlas, dogmas; objeto de interés por parte de físicos, biólogos, astrónomos, psicólogos y neurofisiólogos a lo largo de décadas; razón de ser de los protocolos de iniciativas experimentales destinadas a establecer contacto; tal vez sucedáneo ya de todas las religiones.

El planeta Solaris en la película de Steven Soderbergh (2002)

Para unos, una formación prebiológica; para otros, una estructura organizada. Se trataría de un planeta que no alberga vida, sino que es vida todo él, mundo y a la vez habitante único, colosal; un metabolismo oceánico, una máquina plasmática capaz de emprender acciones a escala astronómica, un océano homeostático que controla su entorno, gelatina almibarada con capacidad para estabilizar la órbita de un cuerpo celeste, un enigma que multiplica sus incógnitas a medida que va siendo desentrañado, un océano genial o un océano autista, que está en su esplendor intelectual o en proceso de degeneración, una omnisciencia que guarda un vanidoso silencio o un mar cerebro que habla una especie de lenguaje matemático y está entregado a un monologo interminable.

Y más allá de cualquier especulación científica posible están los fenómenos monstruosos que constituyen la más asombrosa expresión metamórfica de Solaris: los «luengones», formaciones gelatinosas que superan al Gran Cañón y en cuyo interior se extiende una endurecida criatura con forma de pitón; los «mimoides», surgidos de las profundidades del océano, que imitan las formas que los rodean; las «simetriadas», espantosamente inhumanas, repentinas como una erupción, descomunales, cambiantes, arquitecturas únicas y como constituidas por una sustancia viva que evolucionara en varias etapas; «estreptos» y «raudos», en los cuales algunos investigadores creyeron ver, a la desesperada, unos órganos sexuales.

¿Cerrar la estación, asumir la imposibilidad de un contacto intelectual con Solaris y dejarlo atrás, seguir explorando sin más la infinitud del universo? ¿Pero acaso toda exploración cósmica no está justificada en la búsqueda de vida inteligente? ¿Tiene sentido desdeñarla cuando se encuentra al fin, y desdeñarla además como la zorra de la fábula desdeñó las uvas? Bueno, no sería la primera vez: como dice uno de los (falsos) científicos citados en la novela, los hombres ya han intentado comunicarse con Solaris sin ser capaces de hacerlo aún entre ellos. 

Simetriada. Dominique Signoret

Solaris. Impedimenta 2011
(Primera traducción directa del polaco)

Parece que cicatriza, de Miguel Sanfeliu

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«En cada uno de nosotros camina, llevando el paso con el que somos, el que quisiéramos ser», dice un personaje de Juan Marsé. Todos creemos que esta verdad nos afecta sólo a nosotros, y sin embargo es compartida al menos por esa inmensa mayoría de personas que no llegan a cumplir sus sueños de juventud pero tampoco dejan de seguir alimentándolos casi en secreto como una manera de permanecer amarrados en el puerto seguro de la realidad que conocen desde siempre. Es la gente que viene al Loser y se acoda en la barra y le cuenta o no algún episodio de su vida al barman. Entre ellos podría haber estado alguna vez Roberto Ponce, el protagonista de Parece que cicatriza, la primera novela de Miguel Sanfeliu, quien después de practicar la distancia corta en tres notables libros de relatos (Anónimos, Los pequeños placeresy Gente que nunca existió) se aventura ahora en el medio fondo narrativo con una historia intimista donde el anhelo de llegar a merecer una vida excitante ligada a la literatura es casi ahogado completamente por una insoslayable madurez rutinaria, y donde los hilos del humor se entretejen con los de la melancolía, la nostalgia, la tragedia o la contemplación siempre asombrada, generación tras generación, del cómo se pasa la vida.

Parece que cicatriza posee una sutil configuración de simetrías, en virtud de la cual ciertos personajes o circunstancias argumentales aparecen y reaparecen, más o menos modificados por el paso del tiempo, en distintas partes del libro (un concierto en una plaza de toros, un cuadro de una mujer solitaria, un desconocido dibujante sin nombre). Está estructurada en dos partes, con un breve inicio y un breve epílogo. La primera de esas partes, escrita acertadamente en primera persona, alcanza pleno sentido a medida que avanza la segunda, escrita, no menos acertadamente, en tercera: el barrio vagamente bohemio en el que un joven Roberto Ponce de diecinueve años se propone escribir y publicar, en el plazo de un año, una novela de éxito; la cofradía de náufragos del arte y de las letras a los que se vincula (un pintor loco encadenado infructuosamente a su vocación, un mal poeta inédito que acaba abriendo una taberna llamada «El Cubo de la Basura», un modesto cantautor callejero que no duda en traicionarse a sí mismo para medrar en la música); la desigual relación que mantiene con una prostituta, él tan ingenuo y enamoradizo, ella tan cara; el whisky barato y la cerveza para el desayuno y el mazo de folios casi sin usar, los tiempos muertos que le dedica a devanarse los sesos tratando de encontrar una idea sobre la que escribir, o a pasear, que son más prolongados que los que dedica a devanarse los sesos pero no tanto como los que le ocupan en maldecirse por su causa (este Roberto hace pensar en aquel escritor de páginas en blanco del que habla Don DeLillo, que escogía las palabras del mismo color del papel en que las escribía): esa parte, en fin, que se refiere a un periodo esperanzador de su pasado, establece los recuerdos a los que volverá años después, convertido ya en un hombre casado, en un oficinista más o menos atrapado en esa vida anodina que tan decididamente quería evitar, una vida llena de ese tiempo sin relieve del que escribió Luis Landero en Hoy Júpiter: tiempo «que no interesa ni al pensamiento ni a la acción, tiempo no vivido con singularidad, tiempo gris, donde la costumbre hace por adelantado el trabajo que es propio del olvido».

No es por casualidad que mencione aquí a Landero, pues las fantasías del protagonista de la novela de Sanfeliu le emparentan con muchos grandes personajes del escritor extremeño. Son fantasías que Roberto Ponce conserva algo atemperadas veinticinco años después de su breve aventura bohemia, pero que no han desaparecido. «La vida», le había dicho uno de aquellos atribulados artistas sin suerte de los que nada sabe desde entonces, «no es más que una ilusión muy larga que nunca llega a cumplirse». En el retrato de este cuarentón hipocondríaco en el que se ha convertido Ponce es donde Parece que cicatriza alcanza su mayor altura literaria: el atasco de tráfico camino de la oficina, el limpiacristales de semáforo, la dificultad para aparcar, el trato rutinariamente amistoso con los compañeros de trabajo, la mesa con papeles hasta arriba, la monotonía conyugal, su obstinada dedicación a la literatura en sus ratos libres, porque, aunque aún no haya dado con ese gran argumento, escribir es su vida, no un hobby, es una herida abierta, que parece, sí, que cicatriza, pero se trata solo una ilusión: «quien está herido de literatura nunca llega a curarse».

En esta segunda parte se acumulan los aciertos: en la descripción de cómo las aguas de la rutina laboral vuelven a aquietarse al poco tiempo de que la marcha de una de las personas que forman parte de ella las altere, en ese torpe flirteo de oficina, en la constatación de la fugacidad de la vida («Un día meto en la cama a mi hija de pocos meses, piensa Roberto, la dejo dormida y me voy a mi cuarto y, de pronto, escucho el ruido de unos tacones en su habitación y resulta que han pasado, de golpe, dieciséis años»), y sobre todo en la complicidad que establece con un cuadro rescatado del ahora sórdido local «El Cubo de la Basura», La Madeleine, de Ramón Casas: es ésta una escena que al lector le resulta particularmente emotiva, porque este cuadro actúa de algún modo como catalizador del mejor escritor en el que podría llegar a convertirse Roberto Ponce, y éste ni siquiera parece darse cuenta; es un momento casi fugaz, mágico, muy íntimo, con un brillante juego de reflejos y miradas y soledades.

Escribe Enrique Vila-Matas en Aire de Dylan que «pocas cosas parecen tan íntimamente vinculadas como fracaso y literatura». En cierto modo, el caso de Roberto Ponce (o el de quien esto escribe, sin ir más lejos) podría formar parte de ese Archivo General del Fracaso en el que trabaja el protagonista de esa novela de Vila-Matas, o del Museo de los Esfuerzos Inútiles que inventó Cristina Peri Rossi para un cuento (junto con el de aquel hombre que durante diez años intentó hacer hablar a su perro, o el de aquellos otros que emprendieron largos viajes en busca de lugares inexistentes, o el de Lewis Carroll, que se pasó la vida, dice Peri Rossi, huyendo de las corrientes de aire y acabó muriendo de un resfriado). Pero cómo dejar de escribir sin arriesgarse a perder la vida, cómo despedirnos para siempre del que somos realmente. Cómo renunciar a un sueño, cualquier sueño, sabiendo que con ello despertaremos convertidos en un desconocido. De eso trata Parece que cicatriza.

La Madeleine. Ramón Casas
"Sola en un local lleno de gente, mientras él, solo en una habitación 
llena de libros, la observa a través de una ventana en el tiempo". 
Miguel Sanfeliu. Parece que cicatriza. Editorial Talentura

Jacinto, matador de novillos

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No podemos saber cómo le quedaba a Jacinto el traje de luces cuando era un joven novillero que aspiraba a la gloria, pero en su quebrantada madurez la seda ceñida y el oro de los adornos apenas consiguen devolverle al cuerpo la sugestión de una antigua gallardía torera que sin duda él ha creído conservar bajo la ropa andrajosa de todos los días. Jacinto, matador de novillos. Retirado. Se ajusta la montera, está listo para ir a la plaza. A su lado un sobrino de siete años, Pepote, y un empleado de la tienda, que velará por la integridad de la ropa prestada. Es de noche ya. Parecía imposible llegar a enfundarse aquel traje, hacer frente a un contrato taurino que no era suyo, actuar en una charlotada en la que le han anunciado por error y que en un principio, por la mañana, sintió como un insulto. Pero son mil quinientas pesetas. Mil quinientas. Y, en fin, volver a torear. Con payasos al lado, vale; con un torillo pequeño, de acuerdo. Pero en Las Ventas. Ha sido un día angustioso, tratando de conseguir las malditas trescientas pesetas con las que alquilar aquel terno. Los relojes azuzaron el tiempo durante todo el metraje de la película: el estropeado reloj en el que Pepote va actualizando la posición de su única manecilla en función de los horarios de los aviones, los muchos y variados relojes de una relojería a los que por unas monedas el niño pone ágilmente en hora mientras  suenan las campanadas en alguna torre o edificio público, los falsos Omega con los que Jacinto trata, sin talento para el timo y sin suerte, engañar a algún incauto en el Rastro. Un día agotador, sí: recogió colillas, descargó un carro de muebles por una miseria, creyendo que se limitaba a llevar y traer unas guías de teléfono participó sin saberlo en una estafa de arte, cedió a la tentación de la trapacería con el asunto de los relojes falsos, fue detenido, declaró en comisaría, salió a la calle y a punto estuvo de emborracharse y mandarlo todo a rodar, aceptó en un rapto de desesperación y de orgullo hacer él solo el trabajo de toda una cuadrilla de descargadores y se deslomó hasta el desvanecimiento y es un puro milagro que haya podido meterse en el traje de luces, bajar al metro, llegar a la plaza, hacer el paseíllo.


Mi tío Jacinto, dirigida magistralmente por Ladislao Vajda en 1956, tiene un comienzo por el que hubieran dado un brazo Wilder, Hawks, Lubitsch o cualquier otro de aquellos grandes de Hollywood que sabían que un buen arranque casi justifica por sí solo el hacer una película: un funcionario de Correos busca al destinatario de una carta -Sr. Jacinto. Matador de novillos- en la dirección que figura en el sobre, una casa en un barrio del centro, y luego en la dirección que en la primera le indican, un barrio más apartado, y después en una tercera, ya en un arrabal de la ciudad, y ni siquiera allí logra dar con él; finalmente, la carta aparece prendida en un árbol frente a la miserable chabola en la que Jacinto vive ahora, junto con un niño de corta edad: no se puede explicar mejor la progresiva degradación social de un perdedor. Los personajes se mueven en un Madrid de tranvías atestados, organilleros, limpiabotas, tramposos, tabernonas donde se resuelven variados trapicheos, calles adoquinadas de antiguo y descampados. Es en ese niño, Pablito Calvo, un conmovedor Lazarillo de posguerra, diligente aprendiz de buscavidas, en el que recae el peso sentimental de la historia (obtuvo el premio del público en el Festival de Berlín de aquel año), pero sólo el actor Antonio Vico podía haber compuesto un Jacinto tan desolador: se reúnen en su figura menuda una altivez harapienta, la amargura irreversible de la derrota, el rostro patibulario de un Manolote estragado por el vino y unos cansinos andares chaplinescos. Los perdedores del cine clásico español, como los del cine clásico europeo, se inclinan mucho más hacia un patético desvalimiento que hacia ese heroísmo desubicado y de trago largo del loser americano. El particular neorrealismo español es una tragicomedia picaresca donde la última sonrisa se nos queda como torcida en los labios; es una película de Frank Capra que sabemos que no puede acabar bien, y no acaba bien, aunque pueda parecerlo.

De la película Mi tío Jacinto guardaba un grato pero muy lejano recuerdo. Hace unos meses vi en una calle de mi ciudad a un hombre que recogía colillas de la acera y las deshebraba con los dedos en el interior de una bolsa que llevaba en la otra mano. Aunque hacía veinticinco o treinta años que no veía la película de Vajda, me acordé inmediatamente de aquella escena en que Pepote y Jacinto recogen colillas en los alrededores de Las Ventas para luego desliarlas y malvender al peso el tabaco ya usado, el niño agachándose afanosamente, el adulto pinchándolas con la punta de un paraguas. Encontré la película y después de verla pensé en esta España ajacintadade hoy en día, en esas familias descolgadas de la clase media y caídas en la pobreza, hombres y mujeres que hace diez años llevaban una vida normal y hoy acuden con sus hijos a los comedores sociales y tienen que procurarse por sus propios medios lujos como el tabaco. Han quedado al otro lado de la gran grieta social que se ensancha cada día, y los planes gubernamentales para salir de la crisis no contemplan la posibilidad de ralentizar el paso para tender puentes hacia ellos. Sus conciudadanos más afortunados, los que no se han visto particularmente afectados por la crisis, también prefieren, en el fondo, que de esto salgamos cuanto antes, aunque suponga dejarles atrás: qué le vamos a hacer, siempre ha habido ricos y pobres. Somos como aquella hojarasca de la que escribió García Márquez, a la que «la habían enseñado a ser impaciente; a no creer en el pasado ni en el futuro. Le habían enseñado a creer en el momento actual y a saciar en él la voracidad de sus apetitos». Y ahí habrán de quedar nuestros Jacintos del siglo XXI, allá atrás, cada vez más lejos. Por eso una fotografía de Antonio Vicocuelga en las paredes del Loser, junto con la de Monty Clift/George Eastman, la de Newman/Eddie Felson; la Bogart/Dixon Steele, la de Wayne/Tom Doniphon… Porque es uno de ellos y uno de los nuestros, porque me siento muy cerca de él, porque se trata de un perdedor de ayer que se mueve por nuestras calles de hoy.


Acerca de la novela

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Me atrevo a aventurar una posible distinción entre relato breve y novela, una de las varias distinciones que podrían hacerse, naturalmente, según la cual los cuentos tendrían su razón de ser en la necesidad que desde siempre ha tenido el hombre de conocer historias, de oírlas o de leerlas, cuando se supo hacerlo y entre quienes sabían hacerlo, en tanto que la novela vendría a atender la apetencia de vivir dentro de esas historias durante un tiempo prolongado, de habitarlas, de seguir las peripecias de los personajes desde muy cerca y casi como si uno estuviera implicado en ellas.

Recuerdo un gran titular con el que el diario ABC introducía hace veinticinco años una entrevista a doble página con Antonio Muñoz Molina, en la que el escritor jiennense afirmaba que “La novela ha de ser útil hasta la obscenidad”. Recuerdo muy bien el titular pero no recordaba el contenido. He vuelto a ella estos días para saber qué había detrás de esa afirmación tan rotunda: una novela es buena en la medida en que es útil, decía Muñoz Molina, útil hasta extremos obscenos, útil para que un lector una noche se cure del insomnio o se consuele. Estoy seguro de que pensaba también en una utilidad mayor, pero supongo que ese sería motivo de un largo debate. 

Hablar hoy de la novela como género es hablar también, cómo no, de crisis. No de una crisis relacionada con las ventas, que seguramente sería coyuntural si sólo se tratara de eso, sino de una crisis de identidad, una crisis que afecta a su futuro, al punto de cuestionarlo. En realidad, apostaría a que deberíamos referirnos no tanto a la crisis de la novela, o la crisis económica, o la crisis de valores, sino a una crisis de mayor envergadura, de la que todas las demás serían piezas. Una crisis propia de un cambio de era o edad, propia de una encrucijada histórica. Frente a quienes piensan que vivimos un periodo de decadencia, Félix de Azúa propuso hace unos años que en realidad vivimos en un mundo que actualmente se está inventando; propuso que vivimos una fundación, y que somos primitivos de nuestra propia era. Estemos al final de algo o al comienzo de algo, el resultado es el mismo, a todos los niveles: desorientación, incertidumbre.

En lo que afecta estrictamente a la novela como género literario, nos la encontramos en un punto en el que ya ha estado: en 1924, Ortega y Gasset planteaba la necesidad de que el género adoptara radicales transformaciones para subsistir, pues a su entender la forma había agotado ya sus posibilidades. Y en efecto, la novela del siglo XX se aventuró por caminos muy distintos a los que había recorrido la gran novela del XIX. Hoy se dice que el futuro es la novela híbrida, es decir, la que surja de dinamitar las fronteras entre géneros, la que adopte formas mestizas en las que participen lo narrativo, lo poético y lo ensayístico. Quién sabe. Y tal y como están las cosas: a quién le importa.

Según William Faulkner, lo que hace la literatura es lo mismo que hace una cerilla, una pobre cerilla, cuando se la enciende de noche en mitad de un campo: No sirve para iluminar nada, sólo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor. Que no es poco, si se piensa bien. Acaso ésta sea la utilidad de la que hablaba Muñoz Molina. Ernesto Sábato, a su vez, aseguraba que escribimos porque buscamos la perfección, el absoluto que no tenemos. Dios, añadía Sábato, no necesita escribir novelas, pero nosotros sí, porque somos infinitamente imperfectos.

Así las cosas, ¿de dónde proviene nuestra necesidad de escribir? Y ya que estamos: ¿Es necesidad?

Lo fue, en mi caso. Pero hoy por hoy esa necesidad sólo afecta ya a la lectura. Desde el verano leo compulsivamente, como si fueran a prohibirlo, según les he explicado a algunos amigos. Y ahora llega a mis manos la última novela de Antonio Muñoz Molina, Como la sombra que se va. No hay otro escritor del que espere más ansiosamente una nueva novela, y ésta es la primera suya que ve la luz desde que existe este espacio, este blog-bar. Y a fe mía que llega justo a tiempo. Al igual que con cada una de sus novelas, yo me dispongo a internarme en ésta como quien se prepara para un largo viaje (o para habitarla, o para ver un poco mejor cuánta oscuridad me rodea)

El miedo me ha despertado en el interior de la conciencia de otro; el miedo y la intoxicación de las lecturas y la búsqueda….”, dice la primera frase, y a partir de ahí ya todo es posible...



Foto: JFH

Antonio Muñoz Molina: cerrando círculos

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Antonio Muñoz Molina cuenta en su última novela que tras el éxito «abrumador»de la segunda, El invierno en Lisboa, allá por 1987, se vio envuelto en una maraña de compromisos literarios. Vivía como flotando y viajaba aturdido de una ciudad a otra, entraba en salones de actos donde la gente ya le esperaba para oírle hablar y en los que, al término de su conferencia, siempre se le acercaban grupos de personas, muchas de ellas con uno de sus  libros en las manos para que se lo firmara, y le hacían fotos, y le entrevistaban para periódicos y emisoras locales, y «aficionados muy jóvenes a la literatura»le hablaban «con deferencia y timidez». Un día de marzo de 1988 yo fui uno de esos jóvenes, y él accedió a que le entrevistáramos para una emisora local. Su charla estaba programada dentro de un ciclo de encuentros con escritores y críticos titulado “El nuevo arte de hacer novelas”, coordinado por el profesor Fernando García Lara (tengo el díptico junto al portátil en estos momentos). Habíamos leído hacía poco El invierno en Lisboa y nos había gustado mucho. Bueno, algo más que eso. Fascinación sería una buena palabra. Teníamos, además de nuestra tertulia literaria, un programa semanal de radio, Estación Suipacha, y llevábamos en nuestras carpetas una serie de preguntas escritas. Hablo en plural porque yo nunca me habría atrevido a acercarme a él solo. Estaba con mi amigo y contertulio Francisco Ortiz, más resolutivo, menos proclive a sentirse intimidado en circunstancias como ésta. De hecho, apenas cuatro meses después de aquel encuentro tan sugestivo, cuando ya le habíamos enviado por correo una grabación en casete del programa especial que hicimos a partir de nuestra conversación en una cafetería del centro, Muñoz Molina regresó a Almería para conmemorar el décimo aniversario del Georgia Jazz Club, y yo acudí solo, y desde un rincón apartado le escuché hablar, escuché el concierto de Lou Bennett, Abdu Salim y otros músicos, y salí luego furtivamente, abriéndome paso como a contracorriente entre las muchas personas que se habían reunido allí, temiendo que él me reconociera en el trance de estar casi escapándome a hurtadillas. Algo había de timidez, en efecto, pero también de una cierta soberbia preventiva que sigue siendo muy mía y muy estúpida: al igual que podía reconocerme mientras escapaba podía también no hacerlo si me acercaba a él, o reconocerme pero resolver el reencuentro con un escueto saludo y entonces qué. De manera que me iba -que me sigo yendo de los sitios- con una secreta y absurda altivez no herida en su amor propio. Pero dos meses después nos hizo llegar a Paco y a mí una carta muy afectuosa en la que nos pedía disculpas por tardar tanto en respondernos y en la que nos decía lo mucho que le había gustado el programa.

AMM en 1989. Foto: Luis Rubio
Cambio16
Aquella entrevista en una cafetería de Almería acabó por influir enormemente en mi vida. Nosotros, Paco y yo, teníamos 20 y 21 años, él 31. De tanto escuchar luego la grabación para seleccionar las frases que nos parecieran más significativas y cortarlas y montarlas con un fondo de música de jazz, muchas de las cosas que nos dijo se convirtieron en coletillas que Paco y yo nos hemos repetido una y otra vez desde entonces, como nos repetimos tantos diálogos de cine, contraseñas a las que sólo nosotros encontramos sentido y que sirven para estrecharnos en nuestra vieja amistad -que por tantas fases ha pasado, además-. Las hemos dicho siempre imitando ese cerrado acento del sur que tenía entones Muñoz Molina, y que es más o menos el que tiene ahora pero ya con una voz más adelgazada, y más serena también.

Nos dijo que la imagen generadora de El invierno en Lisboa, el núcleo de toda la novela, era un tío de espaldas, andando por la calle, que se sabe que tiene un revólver; que esa imagen era como un imán («qué hace ese tío, quién es ese tío»); nos dijo que aquella segunda novela era mucho más autobiográfica que la primera, Beatus Ille («aunque no lo parezca», añadió); que durante un año reunió una enorme cantidad de material previo, aproximaciones a los personajes, tentativas, diálogos, cientos de folios, y que una vez que logró encontrar el «toque» o el hilo del que tirar, después de madurar todo aquel material en el inconsciente, de equivocarse mucho y rondarlo y cansarse, el trabajo adquirió un ritmo muy rápido: «El inverno en Lisboa lo escribí en cinco meses, interrumpiendo únicamente tres días para irme a Lisboa y volver», una experiencia maravillosa, nos dijo, puramente literaria, «porque no estaba ajustando cuentas con nadie, no tenía que demostrar que podía publicar un libro, sólo hacer una buena novela». Nos contó que antes trabajaba en el ayuntamiento de Granada y escribía por las tardes y por las noches; que escribía directamente a máquina, una máquina electrónica muy buena, que no hacía ningún ruido, que le permitía tener delante una frase, detectar un adjetivo equivocado y hacerlo desaparecer apretando un botón; nos dijo que la vida de un escritor, la literatura, consistía en leer y escribir, y que todo lo demás «son tonterías, son… disonancias».

No recuerdo si fumó, probablemente sí porque durante la conferencia había asegurado que unas declaraciones del ministro de Sanidad le habían reafirmado en su hábito: fumar no es moderno, había dicho el ministro. Sí le recuerdo comiendo almendras de un platillo que había en el centro de la mesa, una mesa redonda de escaso diámetro en la que apenas cabían las cervezas y nuestras carpetas abiertas -en la mía, escondido en un compartimento, yo tenía mi ejemplar de El invierno en Lisboa, pero no me atreví a pedirle que me lo dedicara-. Y recuerdo sobre todo la espontaneidad con que se desarrolló aquella conversación, la naturalidad con que nos habló, su cercanía, su absoluta falta de afectación, su culta y divertida campechanía.

La primera consecuencia de aquel encuentro fue que al día siguiente me decidí con determinación a aventurarme en la escritura de una novela, empresa que hasta ese momento me había parecido heroica. Contador oral de historias desde muy niño, yo había empezado a los doce o trece años a escribir lo que inventaba, pero sin acabar casi nada. Sólo gracias a mi participación en la Tertulia de la Calle Suipacha, es decir, al hecho de poder compartir con otros mi pasión por la ficción literaria, comencé realmente a terminar mis cuentos. Tenía una imagen muy idealizada de lo que debía de ser un escritor: alguien dotado de una personalidad muy poderosa pero muy turbia también, y que no era, no podía ser, como la gente normal. Aquella tarde de 1988 Muñoz Molina me demostró sin pretenderlo que se podía ser como cualquier otra persona y escribir grandes novelas y publicarlas y tener éxito con ellas, el suficiente al menos para dedicarse únicamente a leer y escribir («todo lo demás son… disonancias»).

En octubre de aquel mismo año, sin embargo, un reportaje en el diario ABC del que él era protagonista hizo que interrumpiera mi novela, titulada entonces Espejos enfrentados. En aquel reportaje, ilustrado con muchas fotografías, se daba cuenta de una cena organizada en su honor, en el transcurso de la cual se le había hecho entrega de un premio y muchos literatos le habían cubierto de elogios. No es fácil explicar lo que sentí, luego del primer golpe de alegría, pues de alguna manera, imagino, adapté mis emociones a un argumento más melodramático y algo fantástico, y ya nunca más he sido capaz de saber exactamente qué pasó por mi cabeza. Digamos para abreviar que tuve la intuición de que aquel novelista de Úbeda que me llevaba diez años y al que tanto admiraba iba a llegar antes que yo a las metas que al parecer me había propuesto alcanzar, y que sólo por el hecho de llegar con esa anticipación a cada una de ellas iría anulando, vaya a saber cómo, la posibilidad no de que yo llegara también, sino de que, llegando, encontrara allí otra cosa más que el vacío. No se trataba del éxito, de los elogios, de todo eso. No. Era algo que tenía que ver con un sueño compartido por dos jóvenes a quienes les separaban diez años pero que sin embargo estaban conectados por ciertos rasgos de carácter muy similares, o así lo intuía yo;  eso sí, un sueño -o afán, o aspiración- que sólo podía ver cumplido uno.

Retomé la escritura de relatos breves. Intercambiamos algunas cartas, siempre amistosas (leídas hoy, después de tantos años, me asombra la consideración hacia nosotros y el afecto personal que expresaba en ellas). Nos respondió por escrito a unas preguntas para un periódico local con motivo de la publicación de Beltenebros. Nos citamos dos o tres veces en Granada. La verdad es que estoy escribiendo contagiado por ese tono de confidencia o de confesión que impregna una parte de su último libro, Como la sombra que se va. Hablo de mi admiración por Antonio Muñoz Molina y esto enlaza con el hecho de que a su vez el propio Muñoz Molina reitere en su libro su admiración por el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, y de que narre la visita que le hizo a su casa madrileña, casi cuatro años después de aquellos tres días que pasó en Lisboa, visita que a su vez contiene la confesión de Onetti acerca de su amor por William Faulkner... En 1991 Muñoz Molina decidió a favor de publicarme un libro con mis relatos en una colección de narrativa que él dirigía para La General de Granada, en la que estaban publicando también Benjamín Prado, Antonio Soler o Salvador Compán. El libro salió el mismo mes que ganó el Planeta con El jinete polaco. Poco después –o quizá fue poco antes-, volvimos a citarnos en Granada, en la cafetería del Hotel Victoria, en Puerta Real. Esta vez fui yo solo. Comimos en un restaurante cercano y luego dimos un paseo por la zona. Conservo el recuerdo nítido de tres detalles: verle comprar un periódico en inglés en un quiosco de la calle Acera del Darro; que me llevó a las oficinas de la Obra Social de La General para presentarme a la gente que trabajaba allí; y, finalmente, que cuando me subí a un autobús urbano para irme a la estación de trenes él permaneció educadamente en la parada y me hizo un gesto de despedida en el momento en que el autobús echaba a rodar de nuevo, conmigo dentro.

AMM en 1999. Revista Perfiles
Con el impulso del libro de relatos regresé a mi novela, comenzando por cambiarle el título: sería ya El veneno de la fatiga, que es parte de una frase de El último magnate, de F. Scott Fitzgerald, según traducción de Jaime Silva. Tardé mucho en terminarla porque mi situación personal se había complicado mucho: buena parte de los años noventa viví a caballo entre dos ciudades separadas entre sí por novecientos kilómetros, y sólo podía dedicarle tiempo a la escritura periodos alternos de unos tres meses. Pero la terminé, y en 1999, después de ser rechazada por varias editoriales, Alianza aceptó publicármela. Cuando me preguntaron quién me gustaría que me la presentara en Madrid, no lo dudé: Antonio Muñoz Molina. Habíamos perdido el contacto hacía tiempo, y si propuse su nombre no fue por su relevancia literaria, sino para tener la oportunidad de volver a estrecharle la mano.

Llegó al restaurante donde se iba a presentar la novela a la prensa justo cuando me estaban haciendo unas fotos en la puerta, y me avergonzó que tuviera que verme precisamente así, posando según las indicaciones que me hacían, como si con ello pudiera llevarse la impresión de que yo disfrutaba con esa parte de publicar un libro en una editorial importante. En su intervención ante la gente reunida allí dijo que había encontrado en mi obra una ambición por contar todos los matices de la realidad, y también la fuerza y densidad de la literatura llegada de provincias, y afirmó que «leyendo a Juan tiene uno la sensación de estar leyéndose a uno mismo», al menos eso es lo que aseguran los periódicos del día siguiente, yo, la verdad, no recuerdo con tanta exactitud lo que dijo. Y es curioso que pensara de aquel modo, porque lo cierto es que leyéndole a él a lo largo de estos años he tenido muy a menudo la sensación de estar leyéndome a mí mismo, no tanto en el cómo (su prosa es de una maestría absoluta e incomparable) sino en el qué: es la sensación de reconocerme; sin ir más lejos, cuando en Como la sombra que se va describe sus impresiones al contemplar en Memphis, Tennessee, los escenarios vinculados directamente con el asesinato de Martin Luther King, que ahora forman parte de un recorrido museístico, no puedo evitar pensar en mis propias impresiones al visitar lugares como la Huerta de San Vicente, en Granada, o los refugios de la Guerra Civil, en Almería: una extraña inmediatez temporal, la turbación de ser un intruso de una época futura.

Pienso ahora en todo esto porque una de las razones para que exista esta última novela suya está precisamente en esos tres días que interrumpió la redacción de El invierno en Lisboa para ir a la capital portuguesa y volver, y en la repentina conexión mental que estableció hace un par de años entre aquella primera visita a Lisboa y la breve estancia en esa ciudad del asesino de Luther King, 19 años antes, durante su escurridiza huida de dos meses. Leer más detalladamente sobre aquel viaje de ida y vuelta que hasta ahora no había sido para mí más que una mención fugaz, pero imborrable; leer sobre aquella máquina de escribir electrónica que no hacía ningún ruido y que le permitía detectar y suprimir con un botónadjetivos equivocados, y saber ya que era una Canon igual a la que tenía en la oficina, y que apenas se sentó frente a sus teclas la novela que tanto desaliento le estaba provocando empezó a adquirir vida propia a través de una voz narrativa que evocaba a la de Nick Carraway en El gran Gatsby, me ha removido por dentro el recuerdo de todo esto y el pesar por no haber sabido mantener su amistad, temeroso de resultarle un tipo cargante, o de que pensara que quería aprovecharme de su creciente notoriedad, y esperando la publicación de esa segunda novela que me permitiera dirigirme nuevamente a él, esperando, esperando (and wait, and wait, and wait…)  

Todo aquello está ya muy lejos. Sí que ha pasado mucha agua bajo el puente –para seguir en Casablanca-. Y de algún modo, ahora cerramos ambos un círculo, casi al mismo tiempo, él el suyo, yo el mío. Con Como la sombra que se va regresa a Lisboa y a la novela que según confiesa le cambió la vida, en tanto que yo estoy a punto de cumplir con una decisión tomada hace meses, pero demorada hasta finales de año para ampararme en esa autoridad psicológica que ejercen las fechas redondas sobre las vacilaciones de último momento, y también, ingenuamente, para dejar un margen a la posibilidad de tener un golpe de suerte, que es cosa que tiene en la vida una influencia mucho más notable que el talento, como viene a decir una voz en off al comienzo de Match Point de Woody Allen. En cualquier caso, Antonio Muñoz Molina sigue siendo el escritor vivo a quien más admiro. Y, qué diablos, casi un hermano mayor que no sabe que lo es, bendecido, eso sí, por un talento y una perseverancia tan superiores que no ha necesitado la suerte que yo no he tenido.

AMM en 2014. Foto: Chus Marchador. El Periódico de Aragón

El penacho de Cyrano

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Dejo para el final el retrato del que me es más querido entre los losers, filósofo, poeta, espadachín, matemático, músico, romántico sin esperanza, valiente en la lucha y temeroso en el amor, ingenioso, extravagante, feo, quien lo hizo todo y no hizo nada y prefirió andar solo pero libre y no escribió nunca nada que de él no saliera y quedó un poco más bajo pero solo, siempre solo, Hércules Saviniano de Cyrano de Bergerac, orgulloso como un rey, mitad real mitad inventado. No quisiera que hubiera otro perdedor más que él en el espejo en el que se refleje mi propia derrota, y más que en ninguna otra de sus acciones, en su despedida, “oui, vous m’arrachez tout, le lauirier et la rose.. Arrachez!.. Il a maldre vous quelque chose que j’emporte...” Soberbio  Depardieu, shakesperianoFerrer, grave Julio Nuñez, inmenso Galiana, con quien tuve el privilegio de emocionarme en el Teatro Español de Madrid un inolvidable ocho de septiembre de hace catorce años…

Por entonces escribía yo mi segunda novela con la tranquilidad de saber que la publicación de la primera, un año antes, me aseguraba sin un asomo de duda la publicación de esta otra. No la acabé hasta el 2003, y sin que yo me hubiera dado cuenta durante aquel tiempo muchas cosas habían cambiado. Yo, que había llegado a conocer el final de aquella época en la que aún las editoriales le devolvían al autor su original junto con la nota de rechazo, y después, más habitualmente, esa otra en que ya enviaban tan sólo la carta, supe que la denegación se producía ahora por silencio. Me aprendí ese final de Cyrano, según versión en español de la magnífica película de Jean-Paul Rappeneau, “Sí, todo me lo quitaréis, / el laurel y la rosa. / Lleváoslos. / Pero me queda una cosa / que me llevo. / Cuando entre en la casa de Dios / brillará intensamente / mientras diga mi adiós, / algo que, inmaculado, meteré / en un arrullo y me / lo llevaré para siempre / Y es… / Mi orgullo”. Lo aprendí para mí, para justificar cierta actitud privada ante aquel silencio. Me gusta esa traducción, aunque sea muy libre; está encaminada a hacer entender en plenitud la última palabra que pronuncia Cyrano, y a buscar la rima con ella; “… et ce soir, quand jéntrerai chez Dieu / mon salut balaiera largament le seuil bleu, / quelque chose que sans un pli, sans una tache, / j´emporte malgré vous, / et cést… / Mon panache”. En la traducción más clásica, la primera, llevada a cabo poco más de un año después del exitoso estreno en París de la obra de Edmond Rostand, estas palabras finales suenan así: “Pero quédeme una cosa que arrancarme no podréis! / El fango del deshonor, / jamás llegó a salpicarla; / y hoy, en el cielo, al dejarla / a las plantas del Señor, / he de mostrar sin empacho que, / ajena a toda vileza, / fue dechado de pureza / siempre; y es… / Mi penacho”.

‘Penacho’ como pluma del sombrero, y de esta pluma a la pluma que es símbolo del ejercicio de la literatura, y también como metáfora de altivez, más o menos, de brío, me dicen, de bizarría, y con su propia acepción en el diccionario de la Academia, menos apropiada al caso: vanidad, presunción o soberbia. Pero orgullo es la palabra que mejor define y resume el carácter de Cyrano. De ahí que aprecie tanto esa versión, y que fuera ese fragmento el que me repetía mientras esperaba durante años que la novela encontrara por fin quien la editara como a mi juicio merecía.


Cuando en febrero del 2007 Juan Goytisolo escribió en El País ("Literatura y mercado", 3/2/2007) que “Los pesos pesados del mundo editorial sólo quieren publicar lo que, acertadamente o no, consideran productos de venta fácil y marginan aquellas novelas que, en razón de su complejidad o por su voluntad innovadora, no responden al conformismo y pereza intelectual de una mayoría anestesiada por la telebasura o las revistas sobre la gente guapa”, yo llevaba ya tres años y medio sentado en el banco de Penélope, en ese mismo andén que cantó Serrat, esperando. (La historia que hay detrás es larga, dejémosla a un lado). Aunque me sentí aterradoramente aludido por aquel artículo de Goytisolo, no imaginaba entonces que esa segunda novela no vería la luz, que las oportunidades que iban a presentarse para ello se esfumarían de entre mis manos como si nunca lo hubieran sido en realidad, espejismos de esperanza. Hace tres años logré salir del estupor del rechazo y la mala suerte y me puse a la tarea de escribir un libro de relatos que, una vez publicado, ayudara a recuperar la novela inédita; apenas acabado el último cuento a comienzos del año pasado, y satisfecho del resultado, me sobrevino de golpe la pereza de tener que hacerme querer otra vez a las puertas de las editoriales. Me sobrepuse e hice algunos envíos a través del correo electrónico, y bien pronto me di cuenta de que todo seguía igual para mí, probablemente peor. A mediados de año quedé tan solo a la espera de lo que resultara de un número de teléfono y de una dirección de correo electrónico, desalentado y decidido ya a batirme en retirada cuando comenzara el 2015: decidido a hacer que se esfume la ficción de este Juan Herrezuelo escritor como en Quién teme a Virgina Wolf?, de Edward Albee, se esfuma el imaginario hijo de Martha y George: anunciando sin más su también imaginaria pero inapelable muerte. No es fácil. Llevo desde los doce años soñándome ese escritor, sabiéndome ese escritor, un escritor que por puro azar, al aceptar la sugerencia de una editorial, se llamaría con un nombre no del todo falso ni del todo cierto, Juan Herrezuelo, y no ya Juan Fernández Herrezuelo.  

Dice Enrique Vila-Matas que no hay mérito alguno en dejar de escribir porque se ha fracasado, es demasiado obvio, dice, es un motivo vulgar, de una simplicidad abrumadora. Me avergüenza, pues, confesar que es mi motivo. No he perdido mi imaginación, que fue siempre y sigue siendo mucha, ni tampoco encuentro que la literatura sea un juego, ni fácil ni sencillo, ni creo que yo vaya a ser más feliz sin escribir; antes al contrario, sé que en este punto el resto de mis días empiezan formulándose como una incógnita, la de si realmente sabré vivir sin escribir y sin el anhelo de ver publicado, en un libro, lo que escribo. Mi motivo es exactamente ese, mi incapacidad para encontrar una editorial que quiera permitirme seguir haciéndoles llegar mis historias a los lectores a quienes van dirigidas: el fracaso, vaya. Y hoy día aún cualquiera que oiga estas razones concluirá que mis historias son malas o están mal escritas, o ambas cosas: cómo explicarles que hoy en día es, precisamente, todo lo contrario.

Cuando a los doce años determiné que sería escritor, yo había hecho ya mis lecturas fundacionales y llevaba desde mucho tiempo atrás siendo un contador de historias. Ocurrió que por esa edad un compañero de clase se rompió el cuello en el gimnasio del colegio y murió. Enorme tragedia en la ciudad. En todos los cursos se nos convocó a escribir un breve texto como recuerdo del niño fallecido; con las mejores redacciones se haría luego una revista. Yo había cambiado ese curso no sólo de colegio, sino de ciudad e incluso de comunidad autónoma, y echaba de menos lo perdido, que sólo años más tarde reconocí como mi paraíso de infancia. No tenía nada que contar, pues conocía de muy poco a aquel compañero. Yo era el nuevo. De modo que me inventé una anécdota muy emotiva, que dejaba bien a las claras la calidad humana de aquel infortunado niño al que nunca olvidaríamos. La eligieron y salió publicada, y me gustó pensar que era mentira y que los demás creerían que era verdad y se emocionarían. Y decidí que era eso lo que quería hacer en mi vida.

Treinta y seis años más tarde me parece ya una tarea imposible, me rindo. No escribo para mí, sino para otros, y la frustración de no poder dar a conocer el resultado de mi esfuerzo es abrumadora. Inventar una historia, o ir inventando su desarrollo mientras el trabajo avanza, es una cosa; buscar la palabra exacta, el hilo del que tirar al comienzo de cada párrafo, la forma de contar de una manera distinta a como lo haría cualquier otro escritor, el atender al sonido de la prosa para evitar que pierda el ritmo o lo cambie…, eso es agotador. Excitante en la resolución, sí, pero agotador. Y absorbente.  

El sentimiento más cercano al mío en lo tocante a lo que esperaba de la literatura lo expresó Albert Camus en el prefacio a El revés del derecho: yo no buscaba el éxito, y si lo hubiera tenido alguno de mis libros me habría sorprendido, como le pasaba a Camus; la mayor alegría para mí del acto de escribir está también, como él confiesa, “en el momento de la concepción, en el mismo instante en que aparece el tema, en que la sensibilidad, clarividente de pronto, capta el esbozo de la articulación de la obra, en esos momentos deliciosos en que la imaginación y la inteligencia son por completo una misma cosa”. Imposible decirlo mejor. Y añado: y darte cuenta de inmediato que la obra adquiere de pronto, en la imaginación, la forma más precisa con la que logrará capturar la atención de los lectores: luego vendrá la tarea titánica de ir contando frase a frase, palabra a palabra, de tal modo que esa atención no escape nunca, hasta el final, y al mismo tiempo haciendo sentir al lector aquello de lo que hablaba Cheever al definir una página de buena prosa: que oye la lluvia, que escucha el rugido de la batalla.

Pero mi tiempo no es este tiempo. Mi concepto de la literatura nada tiene que ver con la urgencia, con lo inmediato, con la moda de un asunto, con el ruido y lo fácil, con esa civilización del espectáculo de la que habla Vargas Llosa. Yo creo realmente que una vez inventado un personaje merece la pena ahondar en él hasta llegar a conocer cada una de sus motivaciones, darle verdadera vida; y qué diablos, eso lleva su tiempo.


De modo que me lo han quitado todo, el laurel y la rosa. A cambio, cada vez que entro en una librería no puedo evitar acordarme de una escena de La última vez que París, la película que Richard Brooks hizo a partir de un relato de Francis Scott Fitzgerald, Babylon Revisited. A Charlie Wills, interpretado por Van Johnson, han vuelto a rechazarle una novela, otra más, en alguna de las editoriales a las que las va enviando según las acaba. El actor Walter Pidgeon, que hace de su suegro, trata de consolarle hablándole de un editor al que conoció, que tenía por norma no leer jamás los manuscritos que recibía: los olfateaba, los pesaba, los tocaba y los mordía, pero jamás los leía, y si olía, pesaba y tenía sabor a basura lo publicaba. A estas alturas, es evidente que de Juan Herrezuelo no quedará más obra que la publicada hasta ahora, muy poco para haberle dedicado prácticamente toda una vida y no haber aprendido a hacer mejor otra cosa. Pienso en los libros escritos y no publicados, y en los libros que hubiera podido escribir en los próximos años, en cómo hubiera podido ir evolucionando como escritor. Y pienso también en que a veces, dicen, lo libros se vengan de uno, y en que mi novela inédita recorre dos caminos posibles y paralelos de la vida de su protagonista: quién sabe si en uno de esos caminos la novela sí se publicó, hace ya años, y después de ella otra, conozco el título, el argumento y la estructura, y los últimos relatos; quién sabe si hay realmente una vida alternativa en la que todo está ocurriendo de manera distinta, más parecida a como yo había imaginado; en cualquier caso, para bien o para mal, el que esto va terminando de escribir se ha quedado en este otro camino, y el equipaje de los anhelos ya no me sirve, y me pesa, y me duele demasiado.

Releo este texto, al que llevo dando vueltas en la cabeza desde hace más de siete meses, para comprobar que prevalece en él el orgullo sobre el resentimiento o la amargura, y no estoy seguro de que así sea. En cualquier caso, ahora toca llevárselo al Loser. Durante cuatro años, este blog-bar me ha permitido la confidencia y el desahogo de la imaginación. Hemos jugado a encontrarnos en la barra, a conocernos, a hablar de tantas cosas. Mi gratitud sincera hacia todos cuantos alguna vez pasaron por aquí y se detuvieron a leer hasta el final, y sobre todo a los más fieles, a los amigos habituales, “íntimos desconocidos”, tal y como se titula en español un magnífico relato Francis Scott Fitzgerald…

Y pensando en las personas que más me quieren, las que están cerca de mí, no puedo sino lamentar no haber logrado cumplir mis expectativas, pues al quedar tan por debajo de ellas he perdido toda posibilidad de escudarme en la idea de que tantos sinsabores eran para llegar a ser quien sin haberlo sido aquí desaparece.

Los atrevidos, de Francisco Ortiz / I'm back

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Por entre las ranuras de las puertas cerradas se filtra en el interior del Loser la luz de un libro que salió a la venta hace apenas diez días, Los atrevidos, la segunda novela de mi amigo Francisco Ortiz. Es una luz dorada y oblicua que delata todo el polvo que flota en la penumbra de este abandonado blog-bar, y la vibración de su enorme calidad literaria –sé de lo que hablo, tuve el privilegio de leerla antes de hacerse pública- es ahora el único sonido que perturba el silencio. 

Los atrevidos está protagonizada, como su primera novela, Última noche en Granada, por Luis Castillo, y gira alrededor de una venganza, la que Marian, una mujer de treinta años, quiere aplicar sobre el hombre que la violó, siendo niña, durante un largo periodo de tiempo: su propio tío, el hermano de su padre. Marcada por tan terrible experiencia, Marian desea arrancarse de una vez por todas el dolor del que es prisionera, la perpetua sombra de sus recuerdos, matando al hombre que robó su infancia y acaso también su alma. Pero, no siendo capaz de hacerlo por sí misma, acude a un empleado de su padre, Luis Castillo, un policía que se apartó del Cuerpo empujado por los fantasmas de sus propios secretos. 

Una historia dura, extraordinariamente bien escrita mediante un rico sistema de voces narrativas cruzadas, donde el poder que se ejerce dentro y fuera de la familia es minuciosamente diseccionado, y una mirada a la vez sentimental y ácrata sobrevuela nuestro deshumanizado presente, magníficamente representado en las 377 páginas de esta novela. Novela a la que cabe definir como negra, en la más amplia extensión del género.

Se trata de un libro que se disfruta más y más a medida que se avanza en la lectura, y que contiene al menos dos novelas: la de intriga, con su propio desarrollo argumental, sostenida por esa excelente creación literaria que es Marian –una bomba emocional de relojería-; y una novela de personajes, desarrollada fundamentalmente mediante largos diálogos, que tiene un tinte marcadamente social y está poblada porseres con sus propias experiencias y heridas, que pueden ser apenas una mención, pero que siempre abren caminos hacia otros territorios. 

Publicada en Amazón, su precio es de 1,24 euros. Nunca –repito: nunca- la distancia entre el precio y el valor de algo fue tan enorme.

Por lo demás, y a título personal...

En la casa de José Ángel Valente

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     La puerta abre la casa hacia su adentro
     donde no estás.
                            Vacío.
                                    Late
     el corazón muy tenue, solo.
     Todavía.



JOSÉ ÁNGEL VALENTE
Fragmentos de un libro futuro 



 He tardado más de quince años en corresponder a la invitación que el poeta José Ángel Valente me hizo para visitarle en su casa deAlmería. O para ser más preciso, fue Juan Herrezuelo el destinatario de la invitación y Juan Fernández el que entonces hizo prevalecer su timidez, su permanente temor a molestar, y quien finalmente ha podido entrar ahora en la casa de Valente, recientemente abierta al público como espacio museístico. Y visitarle en ella, sí, porque, aunque fallecido no muchos meses después de aquel primer encuentro, el poeta permanece en ese poema arquitectónico que fue -que es aún- su vivienda en la ciudad del Sur, la ciudad celeste, "esta ciudad abandonada".

Cuatro, fueron al parecer, las razones por las cuales Valente decidió a finales de 1984 instalarse en Almería. Una, tal vez la primera, fue la luz: gallego de nacimiento, había vivido en Oxford, París o Ginebra, ciudades de cielos grises la mayor parte del año: en Almería fue deslumbrado por la luz. Otra razón está en el desierto (el de Tabernas), que él vincula a la soledad del poeta. Que la Al-Mariyya del siglo XI constituyera el principal foco del sufismo místico fue otra de esas razones de peso. Finalmente, ocurrió el descubrimiento casual de esta casa, ubicada en el caco antiguo, cerca de la Catedral y del Convento de Las Puras. José Ángel Valente nunca estuvo seguro de si había sido él quien había elegido la casa o si fue la casa quien le eligió a él....

Le planteó la rehabilitación de la vivienda al arquitecto Ramón de Torres, quien ha explicado la forma en que ambos abordaron el trabajo como un proyecto de acción poética y la estructura simbólica de esta casa (“La casa y la memoria”, en el libro colectivo El guardián del fin de los desiertos)). El propio Valente hizo, en "Perspectivas de la ciudad celeste", un hermosísimo retrato de su vivienda, y sobre todo de lo que desde su azotea o terrao se observa: el fuego del atardecer al otro lado de la Alcazaba, el "rápido vuelo cruzado de los vencejos" o el de una bandada de palomas de alas pintadas que el silbido de un grupo de hombres regula en el aire; las casas cúbicas; los terrados:
"¿Cómo pensar o imaginar la azotea sin imaginar o pensar el sótano? Dos espacios extremos de la construcción y, sin embargo, dos espacios tan íntimamente unidos. Una escalera de caracol une en la casa uno y otro punto. En el camino entre ambos se realiza, en verdad, toda la obra alquímica: la ascensión de la cripta a la luz".


En el sótano, raíz de la casa, cimentos, semilla, vínculo inmediato con los sustratos urbanos anteriores, ubicaron la biblioteca del poeta. Donada en vida a la Universidad de Santiago de Compostela, es ahora un espacio despojado de estanterías y casi vacío, con el sonido permanente de un documental biográfico. Leer en ese sótano algún poema de Valente posterior a mediados de los ochenta es, de algún modo, devolverlo a su lugar de origen.

La casa crece desde el sótano hacia la luz: en la casa tradicional almeriense el patio de luces está cubierto e integrado a la vivienda. Solo el pasadizo vertical casi oculto -mareante tirabuzón de escalones no accesible al visitante- lleva a la azotea, con entrada en cada una de las plantas. La escalera central solo conduce hasta la primera planta, donde el despacho del poeta parece conservarse hasta en sus más pequeños detalles. En esta planta y en la de abajo recorro las habitaciones a medias como intruso y como invitado tardío que admira infinitamente la obra literaria de quien habitó aquí hasta poco antes de su muerte en Ginebra, ocurrida el 18 de julio del año 2000.


"¿Cómo ascender si antes no hemos descendido? Sólo por eso, puedo ahora, arriba, en la plenitud celeste, convocar al universo, llamar a los vivos y a los muertos, es decir, apurar mi luminosa copa de sombra".  ("Perspectiva de la ciudad celeste")


                                                   Foto: Luis Matilla


 Fotos: JFH (excepto la señalada de Luis Matilla)

El que espera, de Andrés Neuman

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Comparto con Andrés Neuman el haber sido elegidos en 1999 por El Cultural de El Mundo dos de los diez noveles de aquel año, aunque no el haber tenido una continuación literaria impresa, y de éxito, además, como ha sido su caso desde entonces. Comparto con él el gusto por el billar, la admiración por los Beatles, el aprendizaje en Cortázar y que en nuestras biografías aparezca un violín, en la suya en manos de su madre y en la mía en las de mi hija; no compartimos opinión sobre el fútbol: yo cada vez lo detesto más.

La editorial Páginas de Espuma publica estos días una edición corregida y aumentada de El que espera, su primer libro de relatos, otro cruce de caminos en nuestras vidas, pues a finales del año 2000 lo acompañé en su presentación en Almería. Recuerdo haber citado al comienzo de aquella lejana intervención a -cómo no- Julio Cortázar: en algún sitio el maestro argentino dejó escrito que revisando la traducción de sus relatos sintió hasta qué punto «la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de los parámetros de lo pre-visto, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable». Neuman, con este libro, se sumó ya a esa nómina de escritores que, como el propio Cortázar, no se limitan a cultivar un determinado género literario, en este caso el cuento brevísimo o microcuento, sino que se manifiestan sobre él, lo vindican por escrito y lo interpretan de acuerdo con un criterio perfectamente asumido y coherente. Así, El que espera contiene dos series de relatos, “Brevedades” y “Miniaturas”, y también un epílogo-manifiesto, “Las mínimas palabras”, donde el autor expone, de una manera clarificadora, las coordenadas teóricas en las cuales sitúa el género tal y como él lo ha venido practicando. Su lectura, como la de todo buen epílogo, nos obliga a una segunda cita, inmediata, con el libro que acabábamos de terminar.

No es casual la condición de poeta de Neuman, ni por tanto la cita de Cortázar: todos los relatos, pero muy especialmente las miniaturas de la primera serie, están sostenidos por un marcado aliento poético sin dejar de ser narrativos. En un género que tiene como una de sus principales características la perfección y hermeticidad de la esfera, cada metáfora, el ritmo o su estructura contribuyen a transmitir sordamente complejas sensaciones de las cuales sólo emergen en el propio texto una pequeña parte: el resto está apuntado entre el título y el estremecimiento final, crece y se desarrolla en secreto a través de las elipsis y se prolonga en nuestra conciencia de lector como una resonancia que impide leer uno detrás de otro mecánicamente, como se pasaría de un capítulo a otro. La escritura de este tipo de relato, dice Neuman, comienza en lo narrado y continúa en sus omisiones, y ante esta afirmación uno no puede sino recordar aquella sentencia del Quijote mediante la cual Cervantes pedía ser juzgado no tanto por lo que decía sino sobre todo por lo que callaba.

El relato breve funciona como una máquina de relojería, más aún, como una máquina de relojería atada a un cartucho de dinamita. El escritor se desprende de él como si temiera la apremiante obstinación con que un relato se adhiere a la conciencia del autor; el lector, por contra, recorre sus líneas inquietado por el tic-tac que subyace entre cada punto y seguido o que se acelera tras un punto y aparte. El microcuento “El deseo”, uno de mis favoritos, es un ejemplo modélico de cómo su composición resulta de prescindir de todo lo accesorio, de enredar y subvertir el planeamiento, el nudo y el desenlace hasta provocar la sensación de que lo esencial está siendo sugerido o ha sido sugerido ya. “El deseo” tiene cuatro párrafos, uno de ellos de una sola línea, contenidos en dos páginas. Lo pequeño no significa escasez, sino concentración, síntesis, economía de medios. Todos estos cuentos de Neuman parecen afirmarse en la voluntad de desarrollar el máximo contenido que quepa en una mínima expresión.

Cuanto más pequeña sea la máquina, más perfecta ha de resultar la miniaturización de sus ruedas dentadas y mayor es también la atención que se exige del lector. Los microrrelatos incluidos en este libro no pueden contarse: son. Hay relatos tan breves, que, si me es permitida la exageración, bastaría con mencionar uno de sus verbos para destripar el argumento.

Hablaba Cortázar en la cita recogida más arriba de la coincidencia de determinados valores que otorgan su carácter específico tanto al relato breve como al poema: ritmo, tensión, pulsión interna, inalterabilidad de los elementos que los componen... A aquella afirmación le seguía esta otra: «Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca». Pues bien, quien los merece es aquel que espera ser atrapado por el aura del cuento, ser sorprendido al final o en cada uno de sus párrafos, descender por los renglones como quien desciende una escalera cuyo último escalón está hundido en la oscuridad. Y es que la idea de espera que está encerrada en el título de este libro remite por igual a los conceptos de paciencia y de desesperación, y ambos se alternan, coherentemente, tanto en los personajes como en el lector.
  

Con Miguel Ángel Muñoz y Andrés Neuman, Almería, diciembre 2014
(Foto: J. Adolfo Iglesias)



GIMLET

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                                                                                                                        JFH

«-Me gustan los bares cuando acaban de abrirse. Cuando la atmósfera interior todavía es fresca, limpia, todo está reluciente y el barman se mira por última vez al espejo para ver si la corbata está derecha y el cabello bien peinado. Me gustan las botellas prolijamente colocadas en los estantes del bar y los vasos que brillan y la expectación. Me gusta observar cómo se prepara el primer cóctel de la noche y se coloca sobre una impaciente bandeja con una servilletita doblada al lado. Me gusta saborearlo lentamente. El primer trago de la noche, en un bar tranquilo, es maravilloso». Terry Lennox en El largo adiós, de Raymond Chandler.

Suenan morosamente una trompeta, un saxo, un piano, una batería y un contrabajo, lento diálogo musical en el que los instrumentos conciertan una nostalgia no revelada, jazz noirpara una nueva Noche de San Juan en el Loser con cóctel y algo de conversación en la barra, donde está servido ya el primer Gimlet. Atmósfera de novela y cine negro: toda la singular iconografía del universo criminal años cuarenta-cincuenta parece brotar de la copa de Martini que le da forma triangular a este frío brebaje de color verde pálido: el fuego de la cerilla delatando el endurecido rictus de los labios que sostienen el cigarrillo, los ojos entrecerrados a causa del humo, la mirada torva bajo el ala del sombrero, la gabardina de anchas solapas con el cuello levantado, el chirrido de las ruedas de un Plymouth al girar una esquina a toda velocidad, una felina silueta de mujer iluminada brevemente por la luz de los faros; glorioso blanco y negro de las junglas de asfalto y los atracos perfectos, de los jefes de Homicidios que se exceden en los interrogatorios, del contoneo de una rubia de largas piernas; smooth jazz aunque sobre todo Waxman, Steiner, Rózsa, Tiomkin, la música mejor concebida para la presentación de los tipos más duros que ha habido nunca, de los que empuñan un arma a media altura sin que la mirada revele que están a punto de apretar el gatillo, sin que el estampido del disparo les altere el gesto; puertas de cristales esmerilados con el nombre del detective y un “vuelvo enseguida” escrito en una cuartilla, el calor del Sur de California -San Bernardino, Pasadena, Los Ángeles, Hollywood, Encino- que obliga a veces a llevar la americana doblada en el brazo y el nudo de la corbata aflojado, la naturalidad del sombrero siempre, la cintura del pantalón alta y la corbata corta, el crujido de la grava en el camino que conduce a la puerta de la mansión estilo español donde espera el millonario que teme por la reputación de su malcriada hija, la pulsera en ese tobillo que desciende una escalera y será la perdición de un agente de seguros, los diálogos rápidos y cargados de cinismo, el olor a pólvora en el aire, el estallido cegador de un flash sobre un cadáver tendido en un callejón, un grito femenino en mitad de la noche, el aullido metálico de una sirena.

Ocurre que si el Gimlet está considerado el cóctel noir por antonomasia es específicamente por la novela El largo adiós (The Long Goodbye), de Raymond Chandler, 1953, y no por ninguna otra. La bebida en cuestión está vinculada a esa parte del libro –los primeros capítulos- que se apoya en la amistad entre el detective Philip Marlowe y Terry Lennox, una amistad a primera vista, breve y no tan íntima que les permita tutearse. La primera vez que Marlowe le vio, Lennox estaba borracho en un Rolls Royce y la muchacha que lo acompañaba le dejó abandonado en el asfalto. Se vieron unas cuentas veces, no demasiadas. Iban a algún bar, sobre todo el Víctor, y tomaban Gimlets. Según Lennox “el verdadero Gimlet está hecho mitad de gin y mitad de jugo de lima de Rose y nada más. Deja chiquito al Martini” (“a real gimlet is half gin and Rose’s lime juice and nothing else. It beats martinis hollow”). Si Marlowe le hubiera preguntado más sobre su vida, o incluso sobre las cicatrices de su cara, antes de ayudarle a huir a México, tal vez se hubieran podido salvar un par de vidas, pero no más.

Raymond Chandler (1888-1959)
Identificamos a Marlowe con el rostro de Humphrey Bogart, sobre todo (El sueño eterno, 1946), aunque también lo encarnaron, entre otros, un maduro Robert Mitchum en 1975(Adiós, muñeca) y Elliot Gould, en una decepcionante adaptación de El largo adiós dirigida por Robert Altman en 1973. Sin embargo, Raymond Chandler afirmó que el actor que mejor lo representaba físicamente era Cary Grant, tal y como se recoge en la magnífica biografía escrita por Frank MacShane. Chandler, un hombre desdichado, sensible en lo personal y asombrosamente duro en lo literario, tímido y por tanto sarcástico y hostil con los extraños, alcohólico y “ferozmente romántico”, según señaló él mismo, escribió El largo adiós en penosas circunstancias, pues su mujer estaba gravemente enferma. Pretendía, además, que fuese su gran novela, la obra que le permitiera ser considerado algo más que un buen autor de historias de crímenes: no le importaba que el misterio resultara obvio, le importaba “la gente, el mundo corrompido en que vivimos y el hecho de que cualquier hombre que intente ser honesto acaba pareciendo sentimental o sencillamente insensato”. La novela nacía de la necesidad de la amistad y el amor, aunque eso significara cambiar el carácter de Marlowe, hacer que se involucrase personalmente en la trama. Y el resultado fue la mejor novela negra que se haya escrito nunca.

Respecto al Gimlet, ese trago moderadamente ácido que no admite demoras, al parecer sólo en el Loser respetamos aún la fórmula magistral que se propone en El largo adiós. Fuera de aquí, hay consenso a la hora de desdeñar la proporción a partes iguales de ginebra y lima establecida por Raymond Chandler (o por Lennox): el Gimlet se prepara en coctelera, con hielo, dos tercios de ginebra y un tercio de lima, preferentemente Rose’s, dicen, aunque el que servimos en el Loser está elaborado con Lima Tropic Rives y ginebra al cincuenta por ciento. José Luis Garci, en ese vademécum de coctelería fílmica que es su libro Beber de cine, propone trocear una lima y machacarla previamente en la coctelera; asegura Garci que “el Gimlet es a los cócteles lo que la voz en off a las películas negras”, y advierte de los efectos de su ingesta: “si quieres descubrir en qué grado eres un tipo duro, atrévete con dos; pero no olvides apuntar en el espejo de tu baño lo que el asesino de Fritz Lang: «Por favor, captúrenme antes de que beba el cuarto»”.

En cuanto a su origen, corren varias historias. Se cuenta de un cirujano de la Marina Real Británica llamado Thomas D. Gimletteque en torno a 1879 se lo administraba a los marineros para aumentar el consumo de vitamina C y combatir así el escorbuto. Se habla también de ciertos carpinteros sin identificar que en 1928 bebían, al parecer frecuentemente, una mezcla simple de ginebra y jugo de lima, a la que llamaron gimlet, ‘barrena de mano’, y hay quien se refiere a la herramienta con la que los camareros abrían un orificio en los barriles de los licores espirituosos; desde luego, la idea de una pequeña taladradora ofrece una imagen algo exagerada de los efectos del bebedizo en cuestión, y yo prefiero pensar en este cóctel como símbolo de la amistad, aunque sea una amistad triste, solitaria y final, igual que aquel adiós que Marlowe se niega a pronunciar en el desenlace de la gloriosa novela de Raymond Chandler.


Bogart y Bacall derrochan clase en una escena de El sueño eterno, dirigida en 1946 por Howard Hawks a partir de la primera novela de Raymond Chandler, con guión de William Faulkner... Si, el cine fue esto una vez...

Don Quijote, segunda parte: 1615 - 2015

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Había oído muchas veces que al llegar al final de El Quijote el lector no puede reprimir las lágrimas o, en los más endurecidos, evitar el nudo en la garganta, y mi hija pude dar fe de que hace un par de meses fui incapaz de leer en voz alta, de una manera inteligible, esas palabras de Sancho con las que, también él llorando, le pide a un moribundo y ya devuelto a la cordura don Quijote que no se muera, que "la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”, y que no sea perezoso, y que le eche a él la culpa de haber sido derribado de Rocinante en ese último enfrentamiento entre caballeros andantes…. 

No me atrevo a estas alturas a tratar de decir algo original sobre esta magna obra literaria, “the world’s best work of fiction”, que así ha sido elegida y así se refirió a ella el New York Times, según nos recuerda Francisco Rico en una de las muchas ediciones de la novela que se han llevado a cabo recientemente: la mejor obra de ficción jamás escrita. Tan solo puedo aportar mi propia experiencia. Quise leerla de niño y también de adolescente, pues me fascinaban las ilustraciones que traía el pequeño ejemplar de la primera parte que había en casa, de Gustave Doré, a mi juicio el artista que mejor captó el espíritu del libro y de su héroe, pero una y otra vez fracasaba en el intento, y siempre en el mismo punto, en la narración del desdichado amor de Grisóstomo hacia Marcela y el entierro del primero. Ya en la universidad leí infinidad de pasajes y no menos ensayos críticos, y con eso di por ampliamente conocido el texto. Fue hace unos doce años cuando determiné leerla cabalmente, en una maravillosa edición a cargo de Vicente Gaos que tiempo atrás había entrado en casa como providencial regalo de bodas: leí con enorme y fructífero placer la primera parte y la mitad de la segunda, dos veces cada capítulo, una acudiendo a las múltiples notas a pie de página y otra ya de corrido. A la mitad de la segunda parte, la de 1615, y temiendo saturarme, creí necesitar abrir un paréntesis y evadirme en otras lecturas que también me apetecían, y el paréntesis se amplió, burla burlando, estos doce años. 

Es la primera vez que le saco provecho a un centenario: en mayo regresé a esa segunda parte justo en el lugar donde la dejé, a punto de que don Quijote y Sancho, víctimas de una estúpida chanza de los duques (a quienes por su insufrible necedad Cervantes condenó al anonimato) suban a lomos de Clavileño. Para mi sorpresa, no necesité ya acudir a las notas, salvo para averiguar el significado de alguna palabra en concreto. El resultado ha sido el deslumbramiento, la emoción extrema, la risa, la rabia hacia los burladores del caballero y de su escudero: la vida toda en un libro.

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros... (grabado G. Doré)

Lo he dicho y escrito muchas veces: cada libro tiene, para cada uno de nosotros, su exacto momento. Nada más emocionante que ese encuentro en el momento oportuno. Y éste era mi momento, no ya porque mi edad frise también con la de del ingenioso hidalgo, sino porque la derrota vital en uno y otro se produce con parecidas razones, como parecida fue también la locura que a don Quijote le llevó a creerse uno de esos personajes que leía en los libros y a mí  a soñar ser quien los escribiera. 

Todo lo que se ha dicho a lo largo de los siglos, en todos los idiomas, sobre la excelencia de esta obra es rigurosa y asombrosamente cierto. Ya no se trata sólo de que sea la primera novela moderna de la historia, sino que al mismo tiempo es la superación de sí misma, un paso más allá: la primera posmoderna, la que inventa verdaderamente un género para, al mismo tiempo, jugar con él de un modo en que no se atrevería a hacerlo ningún otro novelista hasta varios siglos después, aunque ya sin tanto acierto. 

Luis Landero, el escritor más cervantesco de cuantos escriben hoy, decía en sus clases de literatura que El Quijote es uno de esos pocos libros cuya vocación es contener cantidades ilimitadas de realidad, y citaba también la Biblia y Las mil y una noches; pero, añadía, en estas dos obras intervinieron varias generaciones, en tanto que El Quijote fue escrito por una sola persona. Es, decía, como si nos contaran que una única persona había construido las pirámides de Egipto.

Hay en El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, en la unidad que forman esos dos libros escritos con diez años de separación (1605 y 1615) escenas que parecen anticipar recursos técnicos más propios de otras artes no nacidas aún, como el cine, y ahí está ese memorable momento en el que quien hasta ese momento parecía narrador (si bien es cierto que sumado a otros autores “que deste caso escriben”) deja suspensos, literalmente congelados, a don Quijote y al Vizcaíno con las espadas en alto y a punto de golpearse con ellas mutuamente, para explicarnos en un inserto asombrosamente audaz que cuanto lleva contado, apenas ocho capítulos, proviene del relato de un primer narrador, y que tal relato llega hasta ese punto, no más, para, a continuación, referirnos las indagaciones que hace para encontrar el resto de la historia, y cómo da con la autoría de un árabe llamado Cide Hamete Benengeli, y cómo lo manda traducir, y cómo prosigue de este modo el relato. 

Luego está el pasmo ante audacias narrativas no por mil veces señaladas menos fascinantes de comprobar, como el hecho de que en la segunda parte don Quijote, que se hizo caballero andante a causa de los libros que leía, se lee ahora él mismo convertido en personaje de novela, la de la primera parte, y con él el resto de los personajes principales, y lee además ese otro Quijote apócrifo publicado en 1614, un año antes, el de Avellaneda, y lo denigra por falso, y encontrándose en el camino con un personaje de esa mentirosa continuación de las andanzas de nuestro caballero le hace declarar mediante documento jurídico que él es el verdadero don Quijote, y no aquel otro a quien él tomó por el auténtico... ¡en otro libro! En esta segunda parte nuestro héroe llega a variar el rumbo que había puesto hacia Zaragoza al saber que es allí donde tiene lugar una justa en El Quijotede Avellaneda, y se encamina en su lugar a Barcelona, en cuyas playas es vencido por el Caballero de la Blanca Luna, quedando comprometido a regresar a casa y abandonar el ejercicio de la caballería durante un año. Lo que sigue es el  penoso retorno al que le obliga la derrota, quijotizado ya Sancho y sanchificado don Quijote, con algo de ese futuro retorno de Napoleón en su retirada de la campaña rusa, retratado magistralmente por Tolstoi doscientos cincuenta años más tarde. Y en el camino a casa aún proclama su voluntad de ir a Berbería a liberar cristianos cautivos, para de inmediato caer en la cuenta de su rendición: “Pero ¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el vencido? ¿No soy yo el derribado?”, al tiempo que, poco más adelante, reconoce traer “alborotado y trastornado el juicio” y no estar ya “ni para dar migas a un gato”…

Muerte de don Quijote, según Gustave Doré

No seré yo quien trate de añadir más páginas a las muchas que se han escrito ya sobre esta obra. Al terminarla al fin, tengo una intensa sensación como de haber consumado algo que me era imprescindible para ir completándome como persona, un poco como hacer el Camino de Santiago, según dicen, proyecto que yo tenía para este mismo año y no ha sido posible llevar a cabo. Para otro será; éste que ya entró en su agosto he alcanzado a leer el epitafio del inmortal hidalgo según redacción de Sansón Carrasco y la prudente despedida de Cide Hamete, hecho lo cual, y como no podía ser de otro modo, tomé de nuevo la primera parte e inicié su lectura desde el principio, ya sin notas ni entretenimientos: no hay mejor libro que éste, ni para el verano ni para otra estación. Y vale.

"Apuntes taurinos"

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Publicado en el suplemento especial de Feria de La Voz de Almería, 22/8/2015


"Mi despertar a la afición por el arte de torear tuvo lugar entre la primera vez que acudí a una plaza de toros y la segunda, ambas en Almería. De la primera no guardo ningún recuerdo grato. Debía de ser finales de los ochenta, e iba tan sólo para conocer el ambiente. Llegamos tarde y me perdí el primer toro. Nuestras localidades estaban justo delante del personal que toca clarines y timbales, y en el difícil trance de intentar ocuparlas entre las apreturas del público entorpecimos su labor de anunciar la salida del segundo toro. Luego Espartaco, Roberto Domínguez y un tercero fueron abucheados. Nada. Una mala tarde. La segunda vez ya fue cosa muy distinta. Era la Feria del 94 y yo anhelaba ahora ver al joven matador al que le debía la revelación del toreo, Enrique Ponce, cuya actuación en la corrida de Beneficencia de dos años antes, televisada, supuso para mí un absoluto deslumbramiento.

En estos años he tenido la oportunidad de ver al maestro de Chiva muchas veces, de disfrutar de su excelsa e inagotable tauromaquia, de su temple prodigioso, de la elegancia que imprime a cada gesto, de su asombrosa sabiduría. Es el diestro que más Capotes de Paseo de la Virgen del Mar ha conquistado, cinco, lo que explica la importancia de su paso por Almería; que medien nada menos que 24 años entre el primer Capote, que obtuvo el año de su alternativa, y el quinto, la pasada Feria, habla de la dimensión histórica de su magisterio taurino.

Más allá de la infinidad de detalles sublimes que Ponce ha dejado en mi memoria, son muchos los recuerdos taurinos de gran carga emocional que debo a otros matadores. Y es que se han visto grandes cosas en nuestra plaza. Es una gran Feria. En los noventa mereció la consideración de mejor plaza de segunda categoría de España, y en la actualidad concita el interés de los mejores aficionados del mundo, como pudimos contar el año pasado desde las páginas de La Voz de Almería, dando cuenta de la presencia en el coso de la Avenida de Vilches de los presidentes de los Clubes Taurinos de Nueva York, París y Milán.

En estos veinte años he visto a Joselito atornillar las zapatillas a la arena, parar la música, tirar el estoque y torear al natural con la derecha entre el clamor del público. He asistido con el corazón en un puño al valor impávido de José Tomás, y jamás olvidaré un magno duelo de toreo con la mano izquierda que protagonizaron él y Morante de la Puebla la tarde en que el primero pudo cortar un rabo. He visto a Manzanares padre sufrir un revolcón y luego hacerle al toro una gran faena con su inconfundible sello, y a su hijo ligar los pases como no parecía posible ligarlos y levantar, él sí, los máximos trofeos después de treinta años sin que tal cosa sucediera en Almería. He visto una eterna media verónica de Curro Vázquez en el centro del ruedo que provocó en los espectadores un estremecimiento unánime. En fin, decenas de instantes mágicos. Curiosamente, la faena que más hondamente atesoro en la memoria no lleva la firma de Ponce, sino la de Manolo Sánchez, aquella tarde del 94 en que por primera vez acudí a los toros como verdadero aficionado: inspiradísimo el vallisoletano, de celeste y oro, en una faena que le convirtió en el triunfador de la Feria: aquellos portentosos y lentísimos naturales son mi primer recuerdo de emoción extrema en una plaza de toros.

Este año, como los últimos tres o cuatro, seré imprecado de nuevo por un grupo de antitaurinos cuando llegue a las inmediaciones de la plaza. Lo seremos todos los aficionados, hombres y mujeres, ancianos y niños, adinerados y humildes, de derechas y de izquierdas, monárquicos y republicanos: el gusto por la Fiesta de los toros no sólo viene de muy atrás en el tiempo, sino que alcanza a todos los estratos sociales, a todas las edades, a todas las ideologías. Con voces iracundas me llamarán –nos llamarán- crueles y bárbaros; nos gritarán que nos cortemos las venas si queremos ver sangre, y yo volveré a sentirme injustamente vilipendiado en el ejercicio de mi libertad y como agredido en lo íntimo. Cuánto bien han hecho a lo largo de los años quienes se ocupan de impedir el maltrato animal, pero hasta qué punto se equivocan en su lucha contra las corridas de toros. Tal vez consigan algún día que los derechos de los animales sean equiparados a los de los seres humanos, todo un despropósito al que podría ayudar la tiranía de lo políticamente correcto, y entonces ya sería tarde para explicarles lo terriblemente equivocados que están. Yo por mi parte espero que este increíble espectáculo de arte, rito y sensibilidad siga existiendo aún muchos años más, entre otras cosas porque, paradójicamente, de ello depende la conservación de este animal único, el toro de lidia, que no es ni doméstico ni salvaje, sino bravo." 

Enrique Ponce y el toro “Espía” en la faena que le hizo merecedor al matador 
valenciano del Capote de Paseo de la Virgen del Mar en la pasada Feria. Foto: JFH

Una aproximación a “Interstellar”

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La (digamos) actualidad cultural, que tanto interés llegó a despertar en mí durante tanto tiempo, cada vez ha ido preocupándome menos, conocedor de que, tratándose ya de un mero sector económico, toda expresión artística o literaria está por ello mismo envuelta en la mentira, el espectáculo, la superficialidad. A cambio, cada vez me he ido volviendo más hacia el espacio, hacia el cielo: he dejado de mirarme los pies y miro ahora a las estrellas, tal y como aseguró Stephen Hawking que le convenía hacer a la humanidad. Acudo, antes que a ninguna otra notica, a las de ciencia, y de entre ellas a las de astronomía: me fascina la información que genera la exploración espacial: la búsqueda incesante de exoplanetas que pudieran tener unas condiciones similares a las de la Tierra, a través, por ejemplo, del telescopio espacial Kepler; el increíble viaje de la sonda Voyager 1, lanzada en 1977, que en 2012 salió de los límites del sistema solar y navega solitaria en el espacio sideral llevando en su interior un disco de oro con imágenes de la vida y la cultura en la Tierra, mensajes de saludo en cincuenta y cinco idiomas, diferentes sonidos, música, todo ello de acuerdo con la selección llevada a cabo por un comité presidido por Carl Sagan; me fascinan las distintas misiones a Marte, no tripuladas, de las que forman parte los astromóviles que se han desplazado por la roja superficie marciana, dos de los cuales, el Curiosity y el viejo Opportunity, siguen moviéndose ahora mismo allí; la misión de la sonda espacial europea Rosetta y del módulo de aterrizaje Philae, anclado en el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko, en el que ha hallado ya moléculas precursoras de la vida… Todo esto que debería ser la primera noticia todos los días aparece en los medios de comunicación tradicionales de tarde en tarde, y hay que seguirlo fundamentalmente en las ediciones digitales de los periódicos.

No es extraño, pues, que me haya sentido arrebatado por la película Interstellar, arrebato que por cierto no se produjo cuando la vi en pantalla grande hace meses: se ha producido este verano, en el salón de mi casa, bajo circunstancias mucho más favorables. Tengo para mí que la película de Christopher Nolan va ganando con cada visionado, al contrario que la práctica totalidad de las películas que se hacen hoy. La primera vez quedé atrapado en la historia de un padre y una hija de una edad parecida a la de mi propia hija, en la importancia de cumplir las promesas que se les hacen, y atrapado también en las potentísimas imágenes de los planetas que visitan Matthew McConaughey y Anne Hathaway en busca de un nuevo hogar para la humanidad, y en la excitante tensión que provoca la música de Han Zimmer (que tanto recuerda en algunos pasajes a la que compuso para Origen...)

Y a lo mejor cuando vuelva tenemos la misma edad...

Mi segunda experiencia, sin embargo, ha sido más intensa, al entender que desde un principio la historia de Nolan plantea una situación límite a la que se enfrentan los dos caracteres elementales, primigenios, en que se dividen los seres humanos, según vengo proponiendo desde hace años a partir de mi experiencia familiar: o nómadas o sedentarios. A los sedentarios les debe la humanidad pasar de la recolección a la agricultura, de la caza a la ganadería, les debe la creación de núcleos urbanos, la distribución de tareas, la estructura social, la civilización, en suma; a los nómadas, que miraban el horizonte y se preguntaban qué habría más allá, y que partían en su exploración, les debemos la expansión de la especie.

El fundamento de Interstellar podría explicarse así: colonizado ya todo el planeta, el ser humano ha quedado retenido en la última frontera, la que limita con el espacio, y justo cuando las condiciones de la Tierra, en un futuro indeterminado pero aparentemente no demasiado alejado de nuestro tiempo, se están volviendo inhabitables. El interés exclusivo de quienes detentan la autoridad recae ahora en la agricultura: todos son granjeros, incluso los ingenieros /pilotos como McConaughey, que asume su nuevo estado a duras penas: el hombre, dice, es explorador, pionero, no cultivador, y se lamenta de que la humanidad haya dejado de mirar hacia arriba preguntándose qué lugar ocupará en las estrellas, para mirar hacia abajo, angustiada, pensando en cuál será su lugar entre el polvo (que es otra manera de citar a Hawking).

Pero la vida en la Tierra tiene los años contados, en la película. Cada ciclo agrícola se pierde la cosecha de un nuevo tipo de cultivo, y todo parece abocado a la producción única de maíz, cereal que también acabará por morir. Los últimos en pasar hambre serán los primeros en asfixiarse, anuncia el personaje interpretado por Michael Caine.

Escribió Arthur C. Clark, autor de 2001: Una odisea del espacio, que tal vez la bella Tierra no sea más que un lugar de descanso entre el mar de sal del que procedemos y el mar de los astros. El propio Stephen Hawking ha asegurado que la humanidad tendrá que colonizar otro planeta en los próximos mil años o no sobrevivirá. Interstellarparece una llamada de atención sobre el hecho de que hayamos abandonado el empeño de alcanzar otros mundos: al comienzo de la película se comprueba que ha prevalecido (aparentemente) el instinto de los sedentarios, y que las sociedades se aferran a un planeta enfermo. De este lado, del lado de la realidad, sabemos que desde julio de 2011, cuando despegó de Cabo Cañaveral el último transbordador de la NASA, Estados Unidos no ha vuelto a enviar un ser humano al espacio: carece de medios para ello, como nos contaba El País Semanal de 14 de agosto. Muy atrás quedan los programas Mercury (qué gran película Elegidos para la gloria, de Philip Kaufman) y Apollo, que en poco más de diez años, de 1958 a 1969, lograron desarrollar la tecnología que hizo posible poner al hombre en la Luna. Desde 1972 ningún ser humano –que se sepa- ha puesto un pie en otro astro, y la idea de empezar a colonizar Marte parece vaga: hasta 2035 no está previsto enviar un vehículo tripulado a la órbita del Planeta Rojo.


Ahora un grupo de científicos ha recomendado, desde las páginas de dos prestigiosas revistas especializadas, que Interstellar (de cuyo complejo y apasionante argumento tan solo he trazado un breve apunte) sea utilizada como material didáctico en los colegios, sobre todo por su representación de los agujeros negros y los agujeros de gusano, así como por la transmisión de conceptos básicos de la Relatividad. No en vano participó en su concepción una autoridad en astrofísica, órbitas gravitacionales y en la curvatura espacio tiempo, el profesor Kip Thorne. De manera que el porcentaje de ciencia en la ecuación ‘ciencia-ficción’ es, en Interstellar, mayor que en ninguna otra película del género.

Bien, creo que es fácil entender lo lejos que estoy de preocuparme por conocer con qué agencia literaria ha negociado la editorial de turno el último premio de novela, o la bisutería narrativa que colma la sección de novedades de las librerías, los olvidables estrenos cinematográficos de cada semana, hasta qué punto la pintura ha dejado de ser algo que merezca ser mirado, qué innovación gastronómica se le ha ocurrido al cocinero de turno (la cocina es alta cultura ahora)… A quién le importa. Tomo los versos de Dylan Thomas que con tan conmovedor entusiasmo recita Michael Caine en Interstellarpara decir que no quiero entrar “dócilmente en esa noche quieta”: “Rabia, rabia contra la agonía de la luz”. 


Un cuento en El Toro Celeste

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“Como mancha negra” es el último relato que escribí antes de que ese personaje llamado Juan Herrezuelo hiciera una garbosa reverencia con su empenachado sombrero de ala ancha y se retirara por el foro de los Bartleby y compañía. No quise dejar sin desarrollar una vieja idea cuyo borrador fue separado en su momento de un manuscrito mayor al resultar incompatible con otra escena en la que también se jugaba con las figuras retóricas. Como ya me ha pasado otras veces, la posibilidad de convertir aquella idea en una historia que pudiera ser contada no me abandonó nunca, y en octubre del año pasado me puse a la tarea. Fue un trabajo rápido y gratificante, como si el cuento hubiera querido salir fuera de mí desde hacía años tal y como iba creciendo en la pantalla, y ni siquiera me extrañó que al llegar al final, de manera casi inevitable, esta historia más bien desasosegante desembocara en un homenaje al libro que hizo de mí, en mi infancia, este eterno rehén de la lectura que aún sigo siendo. El cuento aparece ahora publicado en el número 12 de la revista El Toro Celeste, un magnífico espacio digital de arte y literatura, y me complace proponer de nuevo un pasadizo hasta sus páginas, como ya hiciera con el número inicial.

Para abrir boca, dejo aquí el primer párrafo de “Como mancha negra”:

«En cuántas manos habrá temblado el papel en el que está escrito el poema antes de llegar a las mías, en cuántas habrá temblado desde que me deshice de él, cuántos hombres y mujeres llevarán ahora esta misma vida de fugitivo que me empuja de un lugar a otro, quiénes son y a qué ciudades han huido ellos, sobresaltándose cada vez que oyen una voz a la espalda, temiendo siempre que alguien vuelva a tenderles una hoja doblada, que todos los versos estén hechizados, que toda lectura, aún la más distraída, la del peatón que cruza ante un puesto de periódicos, desemboque en el horror, otra vez. Me pregunto si, como yo, pasan la mayor parte del tiempo encerrados en habitaciones de hotel y si en ellas también penetra a intervalos regulares la luz de un rótulo de neón para iluminar la soledad absoluta de las noches sin sueño. He jugado a imaginar sus caras, pero todos ellos acaban teniendo los rasgos de los únicos dos que he conocido, el viejo que me precedió y la mujer en quien yo prolongué el encantamiento del poema. Alguna vez, en el vestíbulo de un hotel, en cualquier calle, en uno de tantos trenes y autocares, un rostro torturado por el miedo me ha hecho reconocer la naturaleza de mi propio miedo, y en cada una de esas ocasiones, a pesar de todo, he sentido la tentación de acercarme a él, o a ella, y preguntarles; una tentación muy fugaz, claro está, porque más que de ningún otro ser humano huimos de todos nosotros, y quién nos asegura que ese hombre o esa mujer que parecen sufrir nuestro mismo desasosiego no acaben por poner de nuevo en nuestra mano ese papel.» SEGUIR LEYENDO...



La derrota de nunca acabar, de Miguel Naveros

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Acaso todas las guerras sean la misma guerra, como todos los fuegos el fuego, una guerra inacabable, estallando aquí o allá y dejando periodos transitorios de paz en lugares de la Tierra donde ya cargaron los ejércitos y donde antes o después volverán a arder las calles, fragmentos de una misma contienda sucediéndose en el tiempo, afectando a distintos territorios y distintos dioses y distintas lenguas pero amasando un mismo terror, empujando a hombres y mujeres en una huida que acaso sea también la misma huida, padres con sus hijos en brazos, madres implorando con las manos tendidas, una única e incesante diáspora en la que un día se vieron envueltos nuestros abuelos y que quizá nos arrastre mañana a nosotros mismos.

Cuenta Jeffrey Eugenides en su magnífica novela Middlesex que a comienzos de los años veinte del pasado siglo miles de ciudadanos griegos enraizados en aldeas próximas a la ciudad de Esmirna decidieron expatriarse a América como consecuencia de la guerra greco-turca: en una de las imágenes más conmovedoras que he leído nunca, nos dice Eugenides que quienes embarcaban para Estados Unidos sostenían en sus manos un carrete de hilo, en tanto que los parientes que se quedaban en el puerto sujetaban el otro extremo; cuando el buque comenzaba a separarse del muelle, cientos de hilos de colores se tensaban sobre el agua, había gestos de despedida entre quienes probablemente no volverían a verse nunca, se agitaban pañuelos, los carretes comenzaban a girar en cubierta, al principio despacio, luego más rápidamente, hilos azules, rojos, amarillos, verdes con los que unos y otros mantenían un último y finísimo contacto, hasta que la última vuelta de hilo dejaba los colores abatiéndose con levedad en el aire, y la separación se consumaba definitivamente.

Me vino a la cabeza esta escena al acabar el libro de relatos La derrota de nunca acabar, de Miguel Naveros, y me figuré una España deshilachada en su contorno por el desgarrón del exilio, porque también este país sucumbió en su momento al vendaval de esa guerra interminable, tan interminable como la memoria de los vencidos, de la cual se alimentan estos once cuentos. Once historias, en parte reales y en parte trabajadas por la imaginación del escritor, que son once maneras de experimentar cómo la guerra modifica para siempre el curso de unas vidas, a las que bien podría añadirse una duodécima no escrita y por tanto no incluida en el libro, aunque esté presente entre cada una de las líneas: la de un niño llamado también Miguel, como los protagonistas de todos los relatos, que escucha con fascinación a los amigos de su padre, derrotados como él, contar una y otra vez las mismas historias sobre la guerra perdida, fecundando así, en la infancia, lo que el autor llama en sus reconocimientos finales “mi pulsión literaria”.

Con este libro, pues, Miguel Naveros salda una deuda con aquellos hombres a quienes, por la vía de la rememoración oral, les debe buena parte de sus razones para escribir. Y lo hace a través de diferentes enfoques narrativos, porque distintos son los hombres y mujeres que sufrieron una derrota que les persigue allá donde vayan, pues, como dice uno de los personajes, “las derrotas tienden a no acabar”, afirmación que corrobora más adelante el cuento que da título al libro; en efecto, las derrotas se prolongan en los desarraigos de toda emigración forzada, en la invalidez de un futbolista represaliado, en el origen secreto de una fortuna, en el expolio llevado a cabo al amparo del desorden bélico que una generación más tarde pretende presentarse –y venderse- como lícito patrimonio bibliográfico, en el rabioso desencanto de quien pagó con veinte años de cárcel su fidelidad a la República y acogido al fin por la Unión Soviética descubre que es espiado por su camaradas, en los poetas, los ingenieros, los fotógrafos exiliados y en profesores italianos que participaron en nuestra guerra incivil y llegados a octogenarios regresan a sus escenarios más dramáticos, en las revanchas demoradas, en la nostalgia inacabable de todos los sabores y todos los sonidos de la tierra lejana…

Eso sí, en cada uno de los relatos, de una forma u otra, late la dignidad de la derrota, la dignidad e incluso el triunfo, como dice desde su título otro de los relatos, donde el autor de unas memorias de la guerra les da término agradeciendo “a los dioses del Olimpo la derrota, porque nos ha permitido caminar con la cabeza alta”, lo que remite a aquella frase de Fernando Pessoa citada por Juan Goytisolo en su discurso de recepción del Premio Cervantes: “Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”. Porque, en opinión de Miguel Naveros, que yo comparto, lo que separa al vencedor del vencido es que el maleficio del triunfo conduce al exceso.

Sé que la imagen del libro que al autor le resulta más reveladora es la de un campesino y su burro arando la tierra bajo el fuego cruzado de ambos bandos, impasibles los dos y como ajenos en apariencia a la guerra, sabedor el hombre que puede o no matarlo cualquiera de las bombas, pero que es seguro que lo mataría el hambre si abandonara las labores del campo. Junto a esta imagen, otras muchas igual de descriptivas, algunas emocionantes hasta las lágrimas, literalmente: la actriz María Botto, argentina de nacimiento, hija del exilio inverso, no fue capaz de evitar un breve acceso de llanto mientras leía en voz alta el primer relato del libro, durante su presentación en Madrid.

Por cierto que ese relato con el que se abre el libro, “Los dos exilios”, está entre los que a mí más me gustan, y sin duda es uno de los mejores textos literarios que jamás se hayan escrito sobre el exilio español, un relato para leer una y otra vez, recorriendo de nuevo, en cada lectura, ese pasillo de una casa en Ciudad de México empapelado a uno y otro lado con fotografías ampliadas de la calle Embajadores, la calle madrileña donde vivía el fotógrafo español que la habita en un doble exilio y que renuncia a volver a su país tras la muerte de su compañera, como poco a poco va renunciado a los sabores que le recuerdan a ella, a las lecturas de los clásicos que sólo concibe en su voz, a la música de un violín que la emocionaba tanto…

Este es el arranque de un libro cuyas historias también yo tuve el privilegio de escuchar antes de ser escritas, en mi caso en boca del propio autor, que es también un apasionado contador de historias (historias que, por asombroso que pueda parecer a veces, son siempre ciertas); un libro espléndido, sentido, necesario aún. 

Entre amigos en la presentación en Almería de La derrota de nunca acabar, el pasado abril

James Dean, la forma más perfecta de un mito

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El mecanismo de la memoria tiene su propios resortes, y por lo que a mí respecta no hay un solo 30 de septiembre, desde hace ya muchos años, que de manera automática no recuerde que en tal día de un cada vez más lejano 1955 James Dean se mató en una carretera de California a bordo de su flamante Porsche 550 Spyder. Uno de los recortes de prensa más antiguos que conservo es un reportaje publicado en el semanal de El País cuando se cumplían treinta años justos de aquel accidente, con el título “El mito de una muerte”. Este año serán otros treinta años más los que hayan pasado, y van sesenta: aquella rutilante promesa del cine hubiera cumplido los cincuenta y cuatro en el 85, que no estaba mal, y sería todo un anciano de ochenta y cuatro este 2015. Claro que ambas edades son absolutamente inverosímiles en su caso, pues el destino le tenía reservada una eterna parada en sus veinticuatro años.

A mis dieciocho y diecinueve yo era, o pretendía ser, un poquito James Dean, y una parte de la culpa la tienen aquel largo artículo y las muchas fotografías y semblanzas que se publicaron por entonces en otros medios. Entre otras cosas, gracias a él aprendí a aceptar mi miopía; tuve, incluso, una montura de gafas muy parecida a la de Dean. También hizo que me reafirmara en el hábito de fumar tabaco negro, Ducados, porque sus cigarrillos tenían el filtro de color blanco, como el de los que se le veía fumar en las fotos, y que adquiera ciertos gestos desmañados al andar y al apoyarme en las cosas. Su influencia, en cualquier caso, fue infinitamente más extensa que la que pudo calar en aquel chaval alto y tímido que vivía en Almería a mediados de los ochenta, y el James Dean style, estético e interpretativo, se ha prolongado hasta el presente, cuando lo siguen imitando hasta los más recientes ídolos juveniles, aunque bien es cierto que ya como una mera pose con fines publicitarios.

Curiosamente, el vigente atractivo del modelo de actitud que encarnó James Dean se debe a que todo en él era rabiosamente auténtico, a la par que moderno, moderno no sólo para su tiempo, sino incluso para el nuestro. Por regla general, resultan ridículas las biografías de estrellas del deporte, la música o el cine que no han cumplido aún los veinticinco. No es el caso de las innumerables que se han escrito sobre James Byron –por Lord Byron- Dean, y todas ellas se justifican, precisamente, a causa de su legendaria muerte. Tengo una de las primeras que se escribieron, encontrada al azar en un mercadillo callejero, James Dean. El inadaptado, de Yves Salgues, editorial Albor, Barcelona, 1957, significativamente traducida al español tan solo unos meses después de su aparición en Francia (su título original era James Dean, ou le mal de vivre). Es oportuno recordar que los franceses de la Nouvelle vague, con Truffaut a la cabeza, fueron de los primeros en sentirse fascinados por aquella nueva estrella de Hollywood desde su aparición en Al Este del Edén, la única de sus tres películas, por cierto, que se estrenó en vida del actor (rodó tres películas en apenas año y medio; Rebelde sin causa se estrenó un mes después de su muerte y Gigante un año más tarde).


La lectura hoy de esta temprana biografía novelada a cargo de Yves Salgues resulta muy reveladora, pues evidencia que los detalles de su corta vida y los rasgos de carácter que conocemos estaban ya perfectamente registrados antes de que se cumpliera el segundo aniversario de su muerte: la pérdida prematura de su madre, con esa escena macabra en que el niño le corta un mechón de cabellos a su cadáver, su llegada con ocho años a la granja de sus tíos, que habrían de cuidar de él, lo meteórico de su ascenso, desde un pueblecito de Indiana al Nueva York del Actor’s Studio, con su bohemia y su periodo de privaciones, de Broadway a Hollywood, de Gide a Steinbeck, y de una película de Elia Kazan a una de Nicholas Ray; su matrimonio imposible con Pier Angeli, malogrado por una mamma demasiado italiana; el Jimmy Dean solitario, huraño, rudo, con pésimos modales y cambiantes estados de ánimo, desaliñado siempre, impredecible, salvaje, vulnerable, irritante para unos, magnético para otros; su afición a la música afrocubana, a la escultura, a la fotografía, a las corridas de toros, su pasión por el bramido de los motores y la velocidad, sobre dos ruedas o sobre cuatro, el “Litlle bastard” que pintó sobre el aluminio de su nuevo Porsche y el Vive deprisa, muere joven y harás un bonito cadáver que se le quedó grabado de Llamad a cualquier puerta, dirigida por su amigo Nick Ray, el único de sus tres directores con el tuvo una buena relación, y con quien planeó una futura alianza artística; los pormenores del accidente, el nombre de su mecánico, que lo acompañaba, y el del tipo que conducía el otro coche, el lugar del choque, la despiadada explotación de un muerto llevada a cabo a partir de aquel 30 septiembre, el nombre del que compró los restos del Porsche para tratar de aprovechar el motor y que no encontró decente sacar beneficio a pesar de la multitud de admiradores que desfilaba ante el jardín de su casa, donde lo había depositado; la historia de los agentes de publicidad que se lo recompraron y no tuvieron tantos escrúpulos y lo expusieron cobrando la entrada: por 35 centavos uno no solo podía ver el coche destrozado, sino incluso sentarse al volante durante treinta segundos; los rumores que decían que había sobrevivido al accidente y estaba escondido, la mascarilla que colocaron en la Universidad de Princeton, los espiritistas que aseguraban que oían su voz, el robo de la ropa que había vestido en el rodaje de Gigante, las actividades de sus clubs de fans, que en 1957 sumaban ya 84 en todo el país y reunían nada menos que a 3.800.000 afiliados… Todo eso, y más, hasta enero de 1957, que es cuando Salgues pone punto final a su libro.

No es mi actor favorito, pero me reconozco rendido a sus tres interpretaciones y soy de los que juegan (uno de tantos) a imaginar cómo habría sido su carrera, qué películas habría interpretado y cuáles habría dirigido (era su aspiración), cómo habría sido la competencia con los consagrados Brando o Monty Clift, a quienes inicialmente había tomado de modelo, o la que se habría podido establecer con Paul Newman, seis años mayor que él y que también trataba de abrirse un camino en el cine, a quien le ganó el papel de Cal Trask en Al Este del Edén y que, a su vez, se quedó con los protagonistas de Marcado por el odio y El zurzo, que James Dean no pudo ya rodar, o con Steve McQueen, otro rebelde cool, herederos ambos de la pasión por las carreras de coches que le llevó a James Byron Dean hasta aquel cruce de la 466 (hoy 46) con la 41, en Cholame, California, a 128 millas de Salinas, hacia donde se dirigía, y a unos cientos de metros de donde hoy está ubicado un modesto monumento que le recuerda y un restaurante de carretera llamado Jack Ranch Café. Podemos imaginar que estamos allí, que hemos llegado en nuestro propio coche, que paramos en el arcén y bajamos y estiramos los músculos y sentimos el aire en la cara y miramos a nuestro alrededor…

 30 de septiembre de 1955

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