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Channel: Los pasadizos del Loser
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Shane

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Es imposible saber qué le ocurrió a Shane allá, en el lugar de donde quiera que venga, o en la sucesión de lugares de los que se haya marchado camino, ahora, de cualquier otro sitio donde no haya estado antes. Huye de ello: no precipitadamente, no con miedo, no como acuciado por una persecución. No temiendo la muerte, por ejemplo, al menos no la suya.  Acaso sí las que sin poder evitarlo acaba por provocar. Es un hombre emocionalmente cansado cuando llega al valle, solitario, errabundo, con una marcada expresión de melancolía en la corta sonrisa. Lo que sea aquello de lo que huye, la suma de sus pasados violentos, le impulsa instintivamente a buscar el revólver si de pronto se produce un ruido, incluso allí, en la granja de los Starrett, buena gente, campesinos intentado echar raíces en tierras que los rudos ganaderos que les precedieron consideran suyas. Por qué no aceptar quedarse un tiempo con ellos, trabajar en la cerca y en los sembrados, ayudar a talar ese viejo tocón con el que Joe Starrett lleva batallando más de dos años. El pequeño Joey es un chico despierto, y ella, la madre, Marian..., bueno, su voz fue lo primero que oyó cuando se acercaba a la granja montado en su caballo: para él, antes que a una familia, aquella granja estuvo ligada a una bella canción.

Es bien sabido que Shane (George Stevens, 1953), o Raíces profundas, como se tituló –felizmente, a mi juicio- en español, está contada a través de los ojos de un chico, Joey Starrett (Brandon De Wilde). Se trata de uno de los más célebres casos de narración subjetiva en cine: son sus ojos los que ven llegar al desconocido en el primer plano de la película y sus ojos los que le ven marchar en el último; los que asisten a la tumultuaria pelea en el bar de Grafton, en la que su padre y Shane vencen a un número muy superior de rudos cowboys, y también los que contemplan por debajo de una puerta batiente el duelo final. De su creación es, por tanto, la imagen legendaria que nos queda de ese pistolero en busca de redención interpretado por Alan Ladd, incluido el arabesco giratorio que realiza con el revólver antes de enfundarlo tras matar a dos hombres (esa huella imborrable que es el asesinato). Pero nosotros vemos más, vemos la soledad en su rostro, vemos las miradas que se cruzan él y Marian Starrett (Jean Arthur), la compenetración en el baile, la aceptación por parte de Joe Starrett (Van Heflin) de una situación para la que no encuentra culpables, al fin y al cabo ella es la chica más honesta con la que ha vivido; vemos la renuncia de Shane, que nunca fue un cobarde, o quizá sí, quién puede saberlo, no lo deja claro bajo la lluvia y enmarcado por el ventanuco del dormitorio del niño: sería largo de contar, Joey (It’ a long story, Joey). Vemos, en fin, su condición de perdedor donde el muchacho ve la invencibilidad de un gigante.


Todo sucede al otro lado de las montañas, que aquí, en el valle, es este lado de las montañas, donde una forma muy elemental de civilización lucha contra el espíritu de conquista que empujó a los primeros hombres blancos a arrebatarles aquel territorio a los indios. Es un valle fértil: la geografía juega un papel fundamental en la película, y la textura del sonido, y la madera, ese material a medias entre la naturaleza y la mano del hombre: de madera son las granjas y casi todo lo que contienen, y las cuatro o cinco edificaciones a las que llaman pueblo, todas levantadas a un solo lado, sin calle propiamente dicha, con el bazar y el bar de Grafton dominando el conjunto, y un hotel, y una herrería, y lo que parece una peluquería; de madera son los troncos con que están construidas las paredes y el tejado, y las tablas del suelo, y las puertas batientes, y las escaleras, y los toneles, y los estantes, y las cercas. A veces madera podrida, como en algunas sillas que se desbaratan contra una espalda; a veces de la mejor madera de la que puede estar hecho un hombre.

Dicen que Jack Wilson (tenebrosamente magnético Jack Palance) viene de Cheyenne, que es un pistolero contratado por los Ryker para acabar con quienes ellos llaman intrusos, no colonos. Pero es la muerte, en realidad, que le da alcance a Shane. Wilson, rápido, muy rápido con el revólver, enjuto como la propia vieja dama, oscuro como la sombra de sí mismo, lento, de ojos hundidos y risa cadavérica, capaz de eternizar el momento de un disparo después de haber desenfundado antes, como para que el pobre diablo que acabará tendido en el barro tenga tiempo de pensar en su muerte. Shane conoce a Wilson, pero Wilson no conoce a Shane. ¿Quién es, entonces? Aquel tipo que llegó vestido como un trampero, con una cartuchera de gruesos remaches de plata y un revólver también plateado y de cañón largo, la funda a la cadera para que al sacar quede ya en posición de disparo, ¿quién diablos es? Imposible saberlo.


Hace tiempo que acepté que George Stevens es el director de cine al que más admiro, por pura lógica: varias de mis películas favoritas llevan su firma, empezando por Un lugar en el sol y Gigante. Raíces profundas es uno de los westerns que más amo, por esa carga de poesía en imágenes que destila cada plano. Esa mezcla de aparente sencillez y hondura poética y psicológica fue resumida en una frase por el historiador Edward Countryman, quien escribió que Shaneno es más que una película del oeste en la misma medida que Romeo y Julieta no es más que una historia de amor... La fotografía de Alan Ladd está colgada en las paredes del Loser junto a la de Tom Doniphon, no porque el actor resista una comparación con John Wayne (aunque la imperturbabilidad interpretativa de Ladd encuentra su razón de ser en este personaje), sino porque ambos personajes son hombres de puerta batiente, capaces de disparar contra el pistolero más rápido, salvando con ello al hombre que sin duda habría muerto en el duelo y renunciando, al mismo tiempo, a la mujer que aman.

Cuando yo era niño, la escena final de Raíces profundas, con la voz de Brandon De Wilde resonando en el valle mientras la figura del buen pistolero se empequeñece camino de otras montañas (¡Vuelve Shane, mamá te aprecia!) estaba entre las más recordadas de la historia del cine. Por películas así nos convertimos algunos en carne de celuloide.




Despedida en clave de Julio

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Es como tocar la boca de la ciudad a la que amas, caminando despacio y mirándolo todo: como tocar el borde de su boca, como ir dibujándola con tus pasos y tus ojos, como si por primera vez la boca de esa ciudad se entreabriera, y te basta recordar que estás despidiéndote de ella tal vez para siempre, o que lo harás en apenas un par de meses, para deshacerte por dentro y recomenzar a llorar. Uno hace nacer cada vez la ciudad que ama, y su boca de calles que se abren a tu deambular, calles que se desearía no perder nunca y que tus pasos y tus ojos eligen y dibujan en el plano de la nostalgia, cartografía de calles elegidas para tu nacimiento hace ya tanto, perdidas luego, recuperadas una o dos veces al año siempre, y que tal y como sabías que ocurriría algún día coincide exactamente con las calles que no sonreirán más por debajo de las que mis pasos y mis ojos dibujan.

Oh, Julio, cómo imaginar que aquel capítulo siete con que me atrapaste para siempre en tu rayuela me serviría algún día para despedirme de mi ciudad amada, para llorarla antes de lo que esperaba, de repente. Las ciudades no corresponden al amor que se las tiene más que cuando sabemos mantener vínculos con sus gentes, de otro modo son este cíclope indiferente que no me dirige la mirada, son edificios que seguirán habitados, teatros que anunciarán año tras año el programa de obras para las fiestas, monasterios góticos tras cuyos muros dicen que le crece el cabello y las uñas a un Cristo de madera, puentes de hierro, o mayores, o puentecillos romanos donde tardará en inscribirse mi silueta ya no tan delgada, pero eso es otro número de la rayuela, palacios de Diputación en cuyos patios seguirá sonando todos los veranos música a cielo abierto, gárgolas catedralicias sujetando cámaras de fotos, cigüeñas que están o no están, depende de la inutilidad de quienes se dicen protectores del medio ambiente, criptas visigodas. Mi ciudad se va de mí, no yo de ella, me deja perdido, sólo queda un último acto, y yo ya siento temblar esa fecha contra mí como una luna en la superficie del río Carrión, por donde, según aquella rumba, pasaba un submarino cargado de borrachos y todos palentinos...







Eclipse

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21:05 h. Tomo posición en la ventana del dormitorio, observatorio privilegiado aquí en las alturas, desde donde esperaré la salida de la luna. Se supone que esta es la hora, y confío en que un golpe de suerte la haga aparecer justo tras esa franja de horizonte montañoso no ocultada por los edificios. En cualquier caso, mi compañera de observación, situada en un mejor emplazamiento (a unos pocos kilómetros, en lo alto de un acantilado, ella puede ver la ciudad completa y, detrás, adentrándose en el mar, el Cabo de Gata), me dará aviso: es una operación a la vez solitaria y conjunta.

21:15 h. Sin rastro de la luna llena, que esta noche estará anaranjada a causa del eclipse: es Luna de sangre. Sin duda ya es visible, pero no para mí. Tal vez una formación de nubes bajas nos dificulte la experiencia.

21:25. Mi compañera de observación me envía al móvil la primera foto. Es raro que yo no pueda verla aún, pues ya está algo elevada. Calculo la posición que ocupa en la fotografía, miro mejor el cielo, y, ¡diablos!, si está ahí, cómo no la he visto hasta ahora. Ha jugado al escondite con una chimenea de ventilación. Pero ahí está. Cojo los viejos prismáticos paternos de doce aumentos y la Luna se me revela cercana en todos sus hipnóticos detalles, perfectamente iluminados a pesar del tono rojizo que le imprime el eclipse: el juego de matices claros y oscuros de su superficie, las manchas de los llamados mares, los amplios continentes argénteos más elevados, los cráteres, Tycho, sobre todo. Aviso a mi hija y le paso los binoculares. Mira ella también y luego me los devuelve. Vuelvo a ser yo quien la observa de cerca, tan nítida, tan rodeada de oscuridad creciente. Me fascina la rotunda evidencia de su condición esférica, sólida, como flotante, y apenas me paro a considerar hoy todos esos misterios que la envuelven, las características extrañas que ponen en cuestión lo que la astronomía oficial nos dice de ella: lo asombroso de su enorme tamaño en proporción con el de la Tierra, de la que es satélite; el hecho de que siempre nos muestre la misma cara, a pesar de que también gira alrededor de sí misma (por más que leo y releo sobre la sincronicidad rotatoria no acabo de entenderlo); su órbita circular, y no elíptica; que todos los cráteres, desde los más pequeños a los más grandes, tengan más o menos la misma profundidad, no demasiado acentuada; lo increíble que resulta que la precisa combinación de su diámetro, la distancia al Sol y el diámetro de éste haga posible que en los eclipses solares totales el tamaño de una coincida exactamente con el tamaño del otro para ocultarlo. Por cierto, que este eclipse lunar que contemplo es el primer paso de un baile de sombras en el que participamos los tres, estrella, planeta y satélite, este mes de agosto. En apenas 14 días, el día 21, será la Luna quien se interponga para tapar al Sol, en un eclipse que sólo será visible, como total, en Estados Unidos, una mancha oscura que cruzará el país a 1.700 millas por hora, desde la costa Oeste a la costa Este en diagonal descendente. Tomo la cámara. No tengo trípode, y el peso del teleobjetivo hace que me resulte más difícil mantenerla inmóvil. No será una foto perfecta, pero será mi foto del eclipse.




Foto: JFH

Tras los últimos pasos de Jorge Manrique

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Jorge Manrique en Paredes de Nava

Reconozco en mí una marcada naturaleza manriqueña, y no sé cuánto puedan pesar en ello razones geográficas. Mi alma no ha de despertar a la evidencia de lo velozmente que passa la vida, pues es cosa que no deja de asombrarme cada día, y más me asombra aún a medida que voy amontonando años. Vivo instalado en el dolor de comprobar cuán presto se va el plazer, y temo que también a mi parescercualquiere tiempo pasado fue mejor, y si no cualquier tiempo, sí al menos los tiempos que yo he conocido. No soy de los que se engañan pensando que lo que espero ha de durar más de lo que ya que vi (y viví, y a su tiempo esperé), y no me cabe duda de que más allá de la desembocadura de nuestras vidas todos seremos iguales, de que la frescura de la cara y la ligereza y la fuerça corporal desaparecen al llegar al arrabal de la senectud (¡qué bella y terrible expresión!), de que la vida se va apriessa, como un sueño, tempus fugit.

Pero hablé de razones geográficas –y me callé las que acaso sean más importantes aún: las literarias-. Mis padres nacieron en Paredes de Nava, y los padres de mis padres, y los padres de mis abuelos, y así hasta quién sabe qué generación. En esta noble villa palentina brotó el manantial de la vida de Jorge Manrique alrededor del año 1440 (no se sabe con precisión). Recuerdo que cuando era joven soñaba con encontrar algún día, indagando en archivos y colecciones privadas, alguna obra no conocida hasta entonces de quien es autor del mejor poema –quizá- de la lírica castellana, las Coplas a la muerte de su padre. Estudié Filología Hispánica pensando que el mero hecho de hacerlo me acercaba a la consecución de tal anhelo, pero como me ocurrió más tarde con tantas otras cosas, no fue posible llevar a cabo aquella empresa sin poner en ella un mínimo de voluntad, ah, la pereza, la inconstancia, la ingenuidad, todo ello tan poco manriqueño y sin embargo también propio de mi naturaleza.

Este verano sí he podido llevar a cabo otro viejo propósito relacionado con D. Jorge Manrique, grandioso poeta y aguerrido soldado: visitar el castillo de Garcimuñoz, a cuyas puertas el río de su vida vino a dar al estuario de una herida mortal. ¡Tiempo turbulento el del reinado de Enrique IV! Hijo de D. Rodrigo Manrique de Lara, D. Jorge tuvo siempre como meta no desmerecer la fama de su padre, aquel segundo Cid, maestre de la Orden de Santiago, comendador de Segura de la Sierra y primer conde de Paredes de Nava. En la guerra contra los “moros”, para los Manrique hubiera tenido pleno sentido hablar de Reconquista, pues por sus venas corría sangre de Godos, así de antigua era la nobleza de su linaje. Pero la batalla en la que perdió la vida a los 39 años no se libró en la frontera con el reino nazarí de Granada, sino en los campos de Cuenca y como parte de una de tantas guerras civiles que han asolado nuestra historia. Fue la suya época de conspiraciones, de farsas en que se derrocaba a un rey en efigie y se entronizaba a otro, apenas un niño, hermano del rey indeseado. Dos reyes en Castilla y una hija del primero de ellos, Juana, a la que una parte de la nobleza le negaba legitimidad. Muerto repentinamente el niño rey Alfonso -“el innocente”, en las Coplas de Manrique-, sus partidarios abrazaron la causa de su hermana Isabel, quien ya sin farsas subió al trono a la muerte de Enrique. Pero la guerra entre unos y otros continuó.

Castillo de Garcimuñoz

Puerta del castillo

Nombrado capitán de la Hermandad del Reino de Toledo por los Reyes Católicos, Jorge Manrique pretendió rendir el castillo de Garcimuñoz, del que era señor su enemigo, el marqués de Villena. Era en la primavera de 1479. D. Rodrigo Manrique había muerto apenas tres años antes. Jorge Manrique cae en una emboscada frente a la fortaleza, sus tropas y las del marqués entablan combate, D. Jorge lucha contra el capitán Pedro de Baeza, y en la desordenada refriega de tantos hombres embravecidos, a pie unos y a caballo otros, una lanza le entra al poeta por los riñones. Se le traslada a la cercana localidad de Santa María del Campo Rus. Entre sus ropas, escrito en papeles ensangrentados, sus últimos poemas, dos coplas no contabilizadas entre las dedicadas a la muerte de su padre (“¡Oh, mundo!, pues que nos matas…”, empieza el primero). El marqués de Villena le envió a dos de sus cirujanos, que nada pudieron hacer tampoco para salvarle la vida.

Uclés, que fuera en su tiempo cabeza de la Orden de Santiago, dista 66 kilómetros del municipio de Castillo de Garcimuñoz. Allí se alza un monasterio al que merecidamente se conoce como El Escorial de La Mancha, y que impresiona ya en la distancia. Tan solo unas décadas antes de ser construido, Jorge Manrique fue enterrado en la capilla del convento que entonces formaba parte de la gran fortaleza, junto al sepulcro de alabastro bajo el que reposaba el cuerpo de D. Rodrigo (“Aquí yace muerto un hombre / que vivo dejó su nombre”). La tumba del poeta estuvo cubierta tan solo por una losa negra. Cincuenta años más tarde se dispuso la construcción en aquel mismo lugar de un gran monasterio, el actual. Los restos del padre y del hijo se trasladaron a su iglesia, y fueron enterrados bajo sendas losas, leyéndose en la que cubría al poeta: “Aquí yace Jorge Manrique, el que hizo las Coplas". En 1809 las tropas francesas saquearon el monasterio, aunque no es seguro que fuera entonces cuando se perdieron los huesos de los Manrique. A quien visita hoy el imponente monasterio de Uclés se le indica que, en efecto allí, está enterrado el poeta, pero que nadie sabe dónde.

Monasterio y fortaleza de Uclés

Monasterio de Uclés

¿En qué lugar de esta iglesia del Monasterio reposan
los restos de Jorge Manrique?

La Edad Media resbalaba hacia el Renacimiento cuando Jorge Manrique escribió y luchó y amó. Fue época de “huestes innumerables”, de “pendones, estandartes e banderas”, de “castillos impugnables” de “muros e balüartes e barreras”, pero también, como señala Antonio Serrano de Haro en su magnífico libro Personalidad y destino de Jorge Manrique (1966), “Era aquel un mundo fantasmagórico y divertido, lujoso e inmoral. Oscilante luz de hachones. El vino circulando en ricos vasos. Manjares muy condimentados con especias. Perfumes intensos. Juegos de manos. Ingenio, requiebros y proposiciones. Danzas. Y un fondo musical de ministriles y cantores”. 

La primera palabra de las Coplas es “Recuerde”, la última “memoria”. Garcimuñoz y Uclés serán ya para mí, manriqueño por carácter y geografía, lugares inolvidables.


Fotos: JFH

Esas puertas musicales al pasado

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Hay canciones que tuvieron un significado muy importante en algún momento de nuestras vidas y que luego, sin saber por qué, dejamos de escuchar durante años, décadas incluso. Un día, una noche, tal vez al calor de un buen vino e iluminados por unas cuantas velas nada más, jugamos con alguien que formó parte de nuestra infancia y juventud a rescatar viejas canciones, y entre todas ellas aparece de pronto esa que desborda los recuerdos más que ninguna otra. Una canción que por no haber sido oída después conserva íntegramente el valor que tuvo, sin que otras experiencias, otras edades, otras circunstancias pudieran añadirle nada más a lo que ya significó, como en una preservación geológica de la memoria, enterrada tal cual en un aparente olvido. Yo fui, fuimos mi hermana y yo, grandes admiradores de Supertramp en nuestra lejana primera juventud. Teníamos varios de sus discos grabados en cintas de casete, y también el libreto a todo color del memorable concierto en París. Desde entonces he seguido oyendo muchas de sus canciones, pero sin saber por qué, ya digo, no, precisamente, la que más nos impresionó entonces; un extenso “tema” que además rondaba el territorio que parecía propio de Pink Floyd, donde largos pasajes instrumentales e inquietantes efectos acústicos anticipaban la voz que después de varios minutos empezaba a contar una historia, no sabíamos cuál, no entendíamos inglés. Esa canción es Fool's Overture, incluida en el disco Even in the quietest moments–del 77, el del piano de cola cubierto por la nieve-, y también en el mítico concierto de París. Hace apenas una semana, con velas y vino y el mar ahí cerca, y siendo ahora mi hermana perfectamente bilingüe, La obertura del loco regresó a nuestras vidas como el mapa del tesoro de nuestra adolescencia, y de pronto se obró el prodigio del viaje en el tiempo, que sí, que es posible, vaya si es posible. History recalls, how great the fall can be, dice en su primer verso: La Historia cuenta cuán de grande puede ser una caída.

Traigo al Loser no la versión original de estudio ni la del directo de París, sino una posterior, con un Roger Hodgson (que junto con Rick Davies lideró Supertramp) ya apartado del grupo, y acompañado por toda una orquesta. Aparece también, cómo no, la breve arenga de Churchill: We shall never surrender.


Jane y Robert, sus almas en la noche

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Supongo que siempre di por sentado que nunca vería al siempre admirable Robert Redford en su ancianidad, que se retiraría antes, como hicieron otros actores, o que sencillamente quedaría detenido en una privilegiada madurez intocada por el más mínimo signo de decadencia física. Es cierto que le he ido viendo hacerse mayor, que en sus últimas películas la edad y la actitud de sus personajes parecen no corresponder del todo con sus movimientos, con su aspecto. Ahora, su feliz reencuentro con Jane Fonda en Our soulds at night, producida por y para Netflix, me sitúa en un plano emocional donde se cruzan lo personal y lo cinematográfico, pues sus ochenta años son los ochenta que también han entrado en mi propia familia, como de golpe, como si cada uno de los setenta y tantos no hubieran estado corriendo hacia ellos.

Que la práctica totalidad de los actores y actrices del cine clásico hayan desaparecido ya (que Kirk Douglas u Olivia de Havilland sean centenarios) es perfectamente consecuente con el recuerdo que conservamos de aquellas viejas películas, tan amadas, por otro lado. Pero uno siente, con un evidente error de apreciación, que Todos los hombres del presidente, por ejemplo, está como ahí mismo, en un pasado para nada remoto, con toda la vigencia estética y rítmica, apenas diferenciable de la reciente Spotlight. En la década de los ochenta vi en el cine, con mi chica de hoy y según iban estrenándose, El mejor, Memorias de África o Peligrosamente juntos. Redford ya había ganado un Óscar como director, y como intérprete (y también como hombre comprometido) disfrutaba de una posición privilegiada que apuntaba a lo que ya es desde hace tiempo, sin duda: una auténtica leyenda del cine. La distancia que media entre La jauría humana y Memorias de Áfricaviene a ser la misma que separa, por compararlo con Leonardo DiCaprio, Titanic y El renacido, pero la sensación no es la misma, no sé, como si DiCaprio simplemente fuera avanzando en su carrera y Redford, veinte años después de su irrupción en el cine, encarnara a aquel carismático cazador llamado Denys Finch Hatton ya en el dorado epílogo de la suya y como de vuelta de todo, y eso sin haber cumplido aún los cincuenta años.

Sin embargo, lo cierto es que no ha dejado de hacer películas (afortunadamente), delante y detrás de las cámaras, ni de impulsar el cine independiente desde su célebre Festival, el Sundance. Como actor, aportando siempre a cada película el prestigio de su intocable veteranía, en los noventa y luego en el nuevo milenio, del que hemos recorrido, como el que no quiere la cosa, diecisiete años, los que van de sus 63 a los 80 de este Nosotros en la noche (yo prefiero Nuestras almas en la noche, más literal, pero sobre todo más significativo), donde se muestra ya, abiertamente, como un anciano, sin duda más atractivo que el resto de ancianos con los que se reúne en una cafetería, más apuesto, en mejor forma, pero anciano al fin. Gloriosamente anciano.


Nosotros en la noche, basada en una novela publicada en España con el título así traducido, es una película sencilla y conmovedora. La sencillez es un valor escaso en las películas de hoy, como lo es la hondura en el mensaje, o la propia existencia de mensaje. Aunque realizada para no ser exhibida en salas de cine, tiene una factura impecablemente cinematográfica. Los personajes que interpretan Redford y Fonda no andarían ya descalzos por el parque ni jugarían al jinete eléctrico. Están el final del otoño de sus vidas. Son viudos, viven solos y están apegados a la pequeña y plácida localidad de Colorado donde han vivido, probablemente, desde siempre, y tal vez llevan años sin recordarse a sí mismos esos fantasmas del pasado que enrarecieron sus respectivos matrimonios, una infidelidad, un accidente. Una noche, ella, Addie, llama a la puerta de él, Louis. Se conocen de antes, claro, pero no se han tratado nunca, no de una manera cercana, al menos. Louis la invita a pasar, Addie se sienta en un sillón, la tele está encendida, él se disculpa, la apaga. No tienen mucho de qué hablar, así, de repente. Bueno, ella sí, ella tiene algo que proponerle, y lo hace de forma directa y algo insegura: ¿Querría él dormir con ella por las noches? Nada sexual, solo compañía; solo dos y no uno en la cama.

Me alegro de que el siempre admirable Robert Redford no se retirara, por coquetería o cansancio, y que se haya reencontrado con Jean Fonda. Escribí en un relato que la vejez es en nuestro tiempo una de las formas de la invisibilidad social. Es justo que de tarde en tarde el cine o la literatura se sobrepongan a la tiranía de la juventud, y que lo hagan con una mirada de esperanza.

Polidori

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John William Polidori (por F. G. Gainsford)
National Portrait Gallery, London

Ha sido una de mis historias literarias preferidas desde que tenía menos edad aún que sus lejanos protagonistas: ocurrió en junio de 1816, en una mansión suiza enclavada a la orilla del lago Lemán: Villa Diodati. Aquel año, el volcán Tambora, en Indonesia, junto con un acentuado mínimo solar, suprimieron el verano. Encerrados a causa de una sucesión de días y noches de tormenta, un grupo de jóvenes leía en voz alta historias de fantasmas para vencer el tedio. Eran el poeta Lord Byron, de veintisiete años, su entonces médico personal, John William Polidori, de veinte, el también poeta inglés Percy B. Shelley, de veintitrés, y quien aún no era esposa de éste pero sí su amante, Mary W. Godwin, de tan solo dieciocho. Fue Byron quien propuso que cada uno de ellos escribiera su propia historia de espectros y aparecidos. De aquel desafío surgirían dos de las figuras esenciales de la literatura de terror: el monstruo de Frankenstein, que le proporcionó a Mary Shelley la inmortalidad tras la publicación de su novela dos años después, y el vampiro, surgido de la imaginación de Polidori, pero que no le trajo a su autor gloria alguna: titulado así, El vampiro, el relato se publicó 1819 (setenta y ocho años antes que el Drácula de Bram Stoker) sin su consentimiento y atribuido a Lord Byron, quien se apresuró a desdeñarlo como obra ajena y mal escrita.

Tal vez no hubiéramos sabido nunca acerca de aquella velada en Villa Diodati de no ser porque Mary Shelley se refirió a ella en el prólogo de su Frankenstein; or, The Modern Prometheus. También Polidori escribió sobre el asunto -más o menos- en su diario de aquellos días, pero quién lo ha leído. De hecho, es posible que tampoco hubiéramos sabido gran cosa del doctor sin ese prólogo, donde Mary le menciona con un compasivo “pobre Polidori” y le imputa para el reto de Byron, falsamente o por olvido, un argumento grotesco sobre una dama con cabeza de calavera que acabó abandonando. ¿Cómo aspirar a ser tomado en serio por editores o lectores después de aquello, después de ser presentado de manera tan ridícula en un libro de tan descomunal éxito? ¿Cómo reclamar la autoría de El vampiro, si el escritor más famoso de Inglaterra ya había menospreciado la obra?

Es John W. Polidori uno de los más desdichados perdedores de la historia de la Literatura. Y sin embargo fue un joven de talento, debió de serlo, pues se licenció en Medicina a los diecinueve años. Y no sólo le interesaba la ciencia: su principal anhelo era alcanzar el éxito también en el terreno de las humanidades. Cuando en 1816 Lord Byron le eligió como el médico que habría de acompañarle en su largo viaje por Europa, Polidori sin duda imaginó que se le habrían los cielos: qué mejor forma de ver impulsada su carrera de escritor que estar cerca del más leído, el más extravagante, el más carismático poeta del mundo. Pero donde esperaba amistad y respaldo, el joven doctor encontró la burla, el desafecto, el trato degradante, actitudes que Byron contagió a sus invitados, los Shelley. Tras ser finalmente despedido, Polidori anduvo rodando de acá para allá un tiempo, publicó sin fortuna algún poema, siguió atrapado en los efectos del opio y acabó suicidándose en Londres, en 1821.

Todo esto lo cuenta Emmanuel Carrère en su novela Bravura, aparecida en España en 2016, aunque publicada inicialmente en 1984. Llevo leída más de la mitad, y aunque me costó entrar en ella ahora estoy ya plenamente enganchado a sus páginas. Es una obra audaz, que juega con el tiempo y hace de Polidori y los personajes de Frankenstein materia de una entretenida intriga literario-policial que salta de comienzos del XIX hasta nuestros días.



En cine, nadie ha contado mejor la historia de Villa Diodati y sus inquietantes derivaciones que Gonzalo Suárez en la excelente Remando al viento, de 1988, una de mis dos o tres películas españolas favoritas, obligatoria para todo estudiante de Literatura que quiera conocer el Romanticismo. José Luis Gómez encarnó a un desasosegado, rencoroso y en absoluto veinteañero Polidori, incapaz de hacerse respetar por aquel a quien tanto admiraba, ese Byron-Hugh Grant que en el lago, de noche, mientras el bote se desliza por la superficie de las aguas envueltas en brumas, interpreta con desgarro un antiguo canto albanés reducido a un largo grito.

Para divertirse a expensas de los mortales”, escribe Carrère, “los dioses eligen a veces a un auxiliar humano que, en consecuencia, se cree instalado en el Olimpo, y cuando los amos se cansan de sus servicios, él se siente un extraño entre sus semejantes”. (Traducción de Jaime Zulaika para Anagrama).



Volver al olivo

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-Este viejo árbol, aquí donde lo ves, rehusó ser rey de todos los árboles –le dice el hombre al niño que le observa varear las ramas más altas mientras, casi distraídamente, él ordeña las más bajas y delgadas-. ¿Sabes lo que es rehusar? Que no quiso serlo. Fue el primero al que los demás árboles se lo pidieron, hace miles de años, por aquellas tierras de Oriente donde ocurren las historias de la Biblia. Buscando quien los gobernara, los árboles acudieron después a la higuera y a la vid, que tampoco aceptaron ser reyes. Pero el olivo… el olivo fue… el primero-. Su voz se entrecorta en el esfuerzo de golpear, pero no está fatigado, y el niño va soltando puñaditos de aceitunas moradas y hojas blanquiverdes en la tela que su abuelo ha tendido en el suelo. -Ninguno de los tres quiso dejar aquello que le daba sentido para, en su lugar, elevarse por encima de los otros: dejar el aceite con que se honra a Dios, dijo el olivo, dejar la dulzura del fruto, en el caso de la higuera, dejar el vino que proporciona alegría a los hombres. Y en efecto, ninguno de los tres árboles es demasiado alto, pero los higos y las uvas se toman cuidadosamente de las ramas, en tanto que a las aceitunas, ya lo ves, hay que bajarlas a palos, o como haces tú ahora, pasándose las ramillas más bajas por las manos cerradas. Yo no es que sea muy religioso, ya sabes que a mí los curas, en fin, ahora que no me oye tu abuela: qué sabrán los curas de Dios, o de los hombres, o de las mujeres. Pero he leído la Biblia, o me la leyeron de niño, más bien, y esa historia me quedó grabada en la cabeza, aunque nunca supiera nadie explicarme el final: por qué la zarza amenazaba con arder si no se cobijaban todos los árboles bajo su sombra. Bueno, hay muchas cosas de ese libro que no entiendo, ¿sabes? A mí lo que me gustó siempre era saber que los olivos que mis mayores vareaban en esta época del año habían preferido seguir dándonos el aceite que sale de sus frutos, entiendes, no renunciar a ser ellos mismos para ser más que otros, aunque eso supusiera, ya ves, que le dieran de palos. Que no son palos de castigo, eh, y ellos lo saben, ni le duelen a sus ramas más que un pedrisco o un tormentón. En cada varetazo hay respeto, y la dignidad del trabajo. Porque al negarse a ser rey de los árboles, el olivo se convirtió para nosotros en mucho más que eso, y nosotros le correspondemos así, con nuestro esfuerzo.

La vida pasa en un suspiro, y el niño es ahora un hombre adulto, un hombre que ha regresado después de una larga ausencia y camina despacio al borde del olivar desatendido. El cortijo lleva años en venta, la tierra no se riega desde mucho antes y en las ramas de los olivos fueron poco a poco escaseando las aceitunas, hasta desaparecer del todo. Deja el camino, se acerca a un árbol y se agacha para poder sentarse en el suelo y apoyar la espalada en el tronco: uno no se pone debajo de un olivo, se interna en él. Y desde dentro, con las piernas extendidas y cruzadas sobre los secos terrones, se abandona al recuerdo: la voz todavía robusta de su abuelo, el hormigueo en sus manos, y el rocío y el polvo de las hojillas mezclados en ellas, y la imagen del acarreo de la tela colmada, que él miraba algo apartado. Y acaso por estar así, tan aislado de todo lo que le rodea, sus propios recuerdos acaban confundiéndose con los recuerdos del árbol, mucho más antiguos. 



Cierta distancia, de Miguel Sanfeliu

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Una parte importante de lo que somos se la debemos
 a los libros que hemos leído

MIGUEL SANFELIU



Apenas leí las primeras páginas de Cierta distancia. Manual de supervivencia para amantes de la literatura, supe que entre este último libro de Miguel Sanfeliu y yo iba a haber algo personal. Acabado ya el libro, disfrutado plenamente hasta la última línea, ahora que quiero escribir sobre él importa mucho menos ese vínculo especial que se ha establecido entre nosotros que mi deseo de llegar a todos aquellos que en sus páginas podrían también encontrar ese algo personal, tan personal como pueda serlo la huella de un pie descalzo en la arena de una isla en la que nos creíamos solos.

En cierta ocasión le preguntaron a Ignacio Aldecoa qué haría si no pudiera escribir: “Intentar escribir”, respondió. Cierta distancia, que fue primero el título de un extenso artículo, luego de un blog literario de referencia y ahora lo es de este libro –supermanual de vivencias, propias y ajenas-, indaga en las razones de esa inclinación ciega a construir historias, a pelearse con las palabras, a tirar del hilo de una frase, de una imagen, de un personaje posible, de un determinado recurso estilístico que se nos ha ocurrido para desarrollar un argumento, todo aquello que puede ser la chispa que encienda la imaginación, tal y como detalla Sanfeliu, con sus palabras y con las palabras de otros muchos escritores, en quienes se apoya para tratar de dar una respuesta al porqué se escribe literatura.

Y no sólo por qué se escribe: por qué robarle tiempo a la familia para hacerlo, sobre todo si no se trata del oficio del que uno vive, sino “una pulsión casi física”, un estar cavilando todo el tiempo, un tratar de retener en la memoria un hecho concreto de nuestro vivir cotidiano para llevarlo luego al papel, un permanente esto tengo que escribirlo, un estar en todo momento como en otro sitio, componiendo historias o fragmentos de historias en la cabeza, eso que hace de uno un excéntrico, un insociable, sabiendo además que “si no has publicado nadie entiende que sigas escribiendo, que te sigas sacrificando”.

Me gusta pensar en Kafka como alguien capaz de comprenderme cuando siento que nadie me entiende; alguien para quien la literatura era el único lugar en el que se encontraba a salvo”, señala Sanfeliu. La literatura como refugio, como forma de vida, como mundo privado en el que obtener “ventajas a cambio de mi fracaso en la vida cotidiana” (George Orwell), como medio y fin de todo, como “razón sobre la cual gira toda la existencia”, como laboratorio en el que experimentar con las reacciones de los personajes, por ejemplo; la literatura como necesidad, como herramienta para evadirnos de la realidad o para cuestionarla o para intentar explicar el mundo; la literatura como enfermedad y como terapia. Todo ello está en el libro de Miguel Sanfeliu y por todo ello se escribe. Y por el gusto de escribir, también. Y porque no hacerlo nos hace sentir culpables. En una entrevista reciente, Peter Handke afirma que “El escritor debe ser un niño, un ser confuso, un buscador”. Diablos. Por eso no se puede dejar de escribir sin correr el riesgo de perder para siempre esa excitante sensación.

Rainer María Rilke le aconsejó a un joven poeta que no escribiera si no le era absolutamente necesario hacerlo, y Miguel Sanfeliu hace suyo este consejo, a través también de José Luis Sampedro: sí, dejar de escribir, demostrase a uno mismo, de este modo, si se es o no escritor: “El verdadero novelista es el que no renuncia”, cita Sanfeliu de un manual literario escrito por John Gardner. En este punto es donde no he podido evitar recordar cierto juego que teníamos hace años una amiga mía y yo: si uno confesaba haber dejado de hacer algo el otro preguntaba: ¿Y se puede vivir?, siendo la respuesta pactada entre ambos la siguiente: Si a esto le llamas vida…

Termino por donde habría debido empezar, por el título: esa “cierta distancia” alude al apartamiento que el escritor adopta respecto de sí mismo, de su propia vida, según señala Sanfeliu, incluso de la propia realidad, añado, para buscar otra perspectiva de las cosas, cuestionarlas, reinventarlas. Y como “Manual de supervivencia” lo es, de una forma documentada, amena, placentera, útil, no solo para “amantes de la literatura”, sino también, y sobre todo, para quienes tienen la literatura como amante, como el centro de su otra vida. El 7 de junio de 1912 Kafka escribió en su diario: “Fatal. Hoy no he escrito nada. Mañana no tendré tiempo”. La cita aparece en el libro de Miguel Sanfeliu, y no concibo una manera más exacta de explicar esa desazón que nos provoca no disponer de todo el tiempo del mundo para entregarnos a la escritura, y saber que el encuentro con la inspiración habrá de plantearse en términos de discontinuidad. ¿Que por qué escribimos? Por eso, porque es otra vida que llevamos, y en esa otra vida alternativa somos más nosotros mismos.


Cierta distancia. Manual de supervivencia para amantes de la literatura 
está publicado por Silex Ediciones.

Desde la cubierta de la Nao Victoria

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Cuando hace un mes tuve oportunidad de subir a bordo de la réplica de la Nao Victoria y del Galeón Andalucía–réplica, a su vez, de los galeones españoles del siglo XVII-, recordé una frase que me dijo una buena amiga en cierta ocasión (pongamos que en un pasado increíblemente remoto ya): «Los barcos están más seguros en el puerto, pero no se hicieron para eso». Lo dijo en sentido figurado, en un contexto nada marítimo, pero aún así lo recordé de pronto al sentir en el cuerpo el débil pero perceptible balanceo del Victoria, incluso atracado en el muelle. No es, desde luego, un movimiento que te haga dudar de la estabilidad de la superficie que pisas, pero uno puede sentir que la cubierta de un barco no es tierra firme, y que el casco es cáscara mecida por el vaivén del agua que se oye chapotear entre la madera y la piedra.

Y como llevo la infancia a flor de piel, y además estoy hecho de literatura casi tanto como de materia biológica, me acordé también de todos los navíos en los que alguna vez navegué con la imaginación: el Unicornio el primero de todos, del que fue capitán el caballero Francisco de Hadoque, bravo antepasado del capitán Haddock; luego la goleta Hispaniola, en la que nos embarcamos para buscar la Isla del Tesoro, y a bordo de la cual leí fascinado los primeros términos navales: toldilla, mamparo, combés, bauprés, foque, castillo de proa, trinquete, mesana, obenques, botavara… Luego volé sobre las olas en aquel bajel pirata llamado por su bravura el Temido, y más tarde aún pasé zozobrantes aventuras enrolado con Arthur Gordon Pym en el Grampus y en la Jane Guy, y fui de los que llamé Ismael a quien vivió para contarla aquella enloquecida persecución de la ballena blanca en el Pequod.

La de la nao Victoria, sin embargo, supera a todas las aventuras de ficción, e incluso a todas las aventuras emprendidas por el hombre, o tan solo imaginadas. Escribió Alberto Manguel que viajar hoy ya no consiste en descubrir, sino en confirmar la información de un mapa. El primer viaje alrededor del mundo pertenece a otro tiempo: no fue para confirmar, sino para darle forma casi definitiva a todos los mapas, para demostrar ya sin género de dudas que la Tierra es redonda, y que todos los mares son en realidad uno solo, y al mismo tiempo, con la pérdida de un solo día en la meticulosa contabilidad de todos los que ocupó el viaje, para descubrir también un secreto formulado de este modo por Stefan Zweig en su libro sobre Magallanes: «que la esfera del mundo no permanece fija en medio del universo, sino que se mueve con ritmo regular sobre su propio eje, y que quien la sigue en su giro navegando hacia Occidente puede arrebatar tiempo a la eternidad». O puede ganar una apuesta, como la de Phileas Fogg sobre otra vuelta al mundo trescientos cincuenta años más tarde.

Victoria
Aquella primera circunnavegación fue fruto de ese asombroso viaje para el que un terco navegante portugués llamado Fernando de Magallanes puso todo su empeño, emprendido el 10 de agosto de 1519 por cinco naves y doscientos sesenta y cinco hombres a su mando y finalizado tres años más tarde por Juan Sebastián Elcano y otros diecisiete extenuados, famélicos, envejecidos supervivientes a bordo del Victoria, solamente el Victoria, solamente dieciocho hombres. Después de leer sobre aquella odisea (el libro de Zweig es magnífico) o de ver alguno de los documentales que dan cuenta de sus vicisitudes, resulta, para un cinéfilo, inexplicable que tal hazaña no haya merecido una gran película, ni siquiera una pequeña.

Se trataba, en una primera etapa, de atravesar el Atlántico hacia el ya conocido nuevo mundo. El almirante de la flota guardaba celosamente el secreto que animaba su propósito: un mapa mediante el cual podría descubrir al sur la manera de alcanzar con las naves el océano ya divisado por Nuñez de Balboa desde la cima de los Montes Urrucallala, en Panamá, y de este modo llegar a las islas de las especias por una ruta distinta a la que seguían los portugueses de acuerdo con la partición de la Tierra que había hecho el Papa. Tormentas y fuego de San Telmo, como respuesta a las oraciones; ilusión de haber encontrado ese paso al otro lado, navegarlo durante días para darse cuenta al fin de que el agua era dulce y que por tanto estaban en un río, en la inmensa desembocadura del Río de la Plata; desaliento; conspiraciones; sublevación de los capitanes españoles de los otros barcos, juicio y castigo a los rebeldes; navegación más hacia al sur, hacia los hielos; primeros naufragios en la flota; exploración de cada bahía, de cada ensenada, de cada desembocadura, de cada mordisco en la costa que pudiera ser entrada de ese paso; meses de espera en puerto natural hasta la llegada de la primavera austral; y luego más hacia al sur, y al fin un acceso, o lo que parece un acceso, no un canal recto, sino un laberinto de islotes, de vueltas y revueltas, de meandros, de recodos sin salida, entre montañas donde de noche ardían fuegos, y al fin, después de otro mes, mar abierto: ¡el otro lado!

Han pasado más de catorce meses desde que salieron de Sevilla, y una vez atravesado el que será conocido como Estrecho de Magallanes, uno de los barcos, el San Antonio, el más grande y mejor aprovisionado, deserta y regresa a España. El viaje entra en otra etapa: son ahora tres naves, que habrán de surcar el Pacífico, mucho más extenso de lo que nadie hubiera podido concebir: un «infinito desierto líquido», escribe Stefan Zweig, tres meses y veinte días más, con sus noches inacabables, de agua y agua y agua y agua y no otro horizonte que el agua, y hambre, y escorbuto, y muerte: «el viaje marítimo tal vez más terrible y lleno de privaciones que registra la eterna crónica del dolor humano y de la humana capacidad de sufrimiento que llamamos Historia».

Galeón Andalucía a popa de la Nao Victoria
Y al fin unas islas, desconocidas, las Filipinas, donde sus habitantes jamás habían visto hombres como aquellos que llegaron, ni oído el retumbar de unos cañones, ni se habían admirado con la invulnerabilidad de las corazas. Como a Moisés, tampoco a Magallanes le será dado alcanzar la tierra prometida estando ya tan cerca, y encuentra la muerte en una escaramuza con los nativos de otra isla. Habrán de ser otros capitanes quienes alcancen en dos de los barcos, tras quemar el otro por falta de marinería que la tripule, las Molucas. Después de cargar las bodegas, descubren que el Trinidad, la nave que Magallanes eligió como capitana, hace aguas. Habrá de ser el Victoria quien trate de culminar el viaje y Elcano quien la guíe a través del Océano Índico, quien la haga doblar el peligroso cabo de Buena Esperanza, quien ascienda la costa de África sin tocar nunca tierra para evitar a los portugueses, y al fin, el 6 de septiembre de 1522, casi hundido, arribar a Sanlúcar de Barrameda, y el 8, remolcado por el Guadalquivir, al puerto de Sevilla.

¿Todo esto en un barco del que es réplica este en que me encuentro? No parece tan grande como para soportarlo. Hubiera sido más comprensible en el galeón que está atracado justo detrás, y al que subo más tarde. 

Y en uno y otro, qué ganas de soltar amarras de todo, de mí mismo antes que de ninguna otra cosa, y de desplegar velas, y de salir a mar abierto, y de buscar también yo un cabo de Buena Esperanza que me lleve a las aguas de otro año distinto de este, y apuntar, con los cañones del galeón, a los problemas que me han perseguido durante toda la travesía del diecisiete, y volarlos por los aires, y seguir navegando, y no detenerme nunca… 

En el Galeón Andalucía

La Luna en la plenitud de su majestad

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Esta semana, primera del año 2018, la Luna ha sido noticia por dos extraordinarios motivos. En primer lugar, la NASA ha dado a conocer una imagen en la que comparte protagonismo con la Tierra: una asombrosa fotografía tomada en octubre del año pasado, a una distancia de cinco millones de kilómetros, por la nave Osiris-Rex en su viaje hacia el asteroide Bennu, en el que recogerá muestras para su análisis (¿habrá materia orgánica en este pedazo de roca? ¿Fue así como llegó la vida a la Tierra?).

Image Credit: NASA/OSIRIS-REx team and the University of Arizona
Image Credit: NASA/OSIRIS-REx team and the University of Arizona

La fotografía en cuestión es el resultado de combinar tres imágenes de diferentes longitudes de onda de color y de incrementar el brillo de la Luna para hacerla visible, pero esa es la distancia, esa es su lejanía mutua, o su inmediatez, cualquiera de las dos sensaciones está justificada cuando se observa. Es algo fascinante, hipnótico: tan solos ambos astros, tan encadenados el uno al otro, tan pequeños, después de todo, tan desproporcionadamente grande el tamaño del satélite con respecto al planeta alrededor del cual orbita.

Por cierto, hago notar de nuevo el nombre de esta nave: OSIRIS-REX. Si tratan de averiguar por qué lleva el nombre del dios-rey egipcio de la Muerte, del Más Allá, del Inframundo, de la Resurrección, encontrarán que corresponde a las siglas de Origins, Spectral Interpretation, Resource Identification, and Security–Regolith Explorer. Y tal vez les baste con eso. Tal vez le encuentren sentido. En general, la gente no suele hacerse preguntas acerca de estas cosas: sobre el porqué hay un gran obelisco egipcio en el centro mismo de la plaza de San Pedro, en el Vaticano, por ejemplo, o por qué una escultura de Shiva, el dios hindú de la destrucción del Universo, está ubicada en el CERN, el Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire, es decir, Consejo Europeo para la Investigación Nuclear, en Ginebra, donde se encuentra el Gran Colisionador de Hadrones, el mayor acelerador de partículas conocido.

La otra razón por la cual la Luna ha sido noticia esta semana ha sido por el anuncio de la especialísima identidad que adoptará el próximo 31 de enero, de acuerdo con una triple circunstancia que no se producía desde hace ciento cincuenta años: será una superluna, la tercera consecutiva, un catorce por ciento más grande y un treinta por ciento más brillante; será también la segunda luna llena en un mismo mes, lo que se conoce como “Luna Azul”; y, finalmente, será totalmente eclipsada por la sombra de la Tierra, fenómeno que no se verá desde España, pero que, como sucede en todos los eclipses, hará que el satélite adquiera una luz misteriosa: durante el eclipse, la atmósfera de la Tierra dispersa la luz azul y verde y deja pasar la roja, de tal manera que la Luna se verá así, roja: una Luna de Sangre. Es decir: será una Superluna de Sangre Azul… ¿Quién podría resistirse a algo así? Será cosa de buscarla en el momento en que asome su enigmático rostro, de intentar cazarla con el teleobjetivo, de entregarse al misterio su majestad.

Son tiempos para estar atentos al cielo.

Idea para un cuento

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Un tipo de alrededor de cincuenta años acude a una biblioteca pública con intención de llevarse en préstamo Al faro, de Virginia Woolf, una escritora de la que aún no ha podido acabar ningún libro a pesar de que realmente lo ha intentado repetidas veces a lo largo de su vida. Al pasar por el expositor de novedades, un título le llama la atención: La biblioteca de los libros rechazados.

No conoce al autor, David Foenkinos, francés. Coge el libro, lee la contraportada y algunas páginas al azar, para conocer el estilo, y finalmente se lo lleva junto con la novela de Woolf (aunque ya sabe que este otro será el primero en caer).

En las primeras páginas, Foenkinos se refiere a Richard Brautigan, otro escritor, estadounidense, y a una novela suya titulada The Abortion, en la que el protagonista trabaja en una biblioteca que acepta manuscritos que no ha querido publicar ninguna editorial, con la condición de que el autor ha de llevarlo allí personalmente. Brautigan acabará suicidándose (como Virginia Woolf) en los años ochenta, y a comienzos de los noventa alguien crea como homenaje a él The Brautigan Library, una auténtica biblioteca para los libros rechazados. Poco después, un bibliotecario de Bretaña, Jean-Pierre Courvet, conocedor de la historia, decide hacer lo propio en Francia. Es un apasionado de la literatura que sueña con encontrar “un cómplice literario: una persona con quien pudiera intercambiar opiniones durante horas acerca del uso de los puntos suspensivos en la obra de Céline o mirar con lupa los motivos por los que se suicidó Thomas Bernhard” (y ya van tres). Courvet elige un lugar concreto dentro de la institución municipal de la que es responsable para depositar los originales rechazados y pone un anuncio en revistas nacionales. Muchas personas deciden recorrer el país para dejar allí su obra inédita y “acabar con la frustración de que no lo publicaran a uno”.

El tipo del que hablamos nosotros, el que ahora lee el libro de Foenkinos, se siente naturalmente inclinado hacia todo este asunto. En efecto: él mismo es autor de una novela multirechazada, de manera que, vivamente interesado, busca en Internet qué parte de todo aquello es real, si es que hay algo que lo sea. Descubre que Richard Brautigan fue un escritor de la generación beat y que The Brautigan Library existe de verdad, está en el Clark County Historical Museum de Vancouver (Washington), aunque inicialmente fue abierta en Vermont por el fotógrafo Todd Lockwood. La de Crozon, en Bretaña, es ficticia, como toda la trama de la entretenida novela de Foenkinos.




El tipo del que hablamos nosotros acaba por sentirse irresistiblemente atraído por esa Brautigan Library ubicada en una ciudad de Estados Unidos con nombre de metrópoli canadiense. Poco a poco va arraigando en su cabeza la idea de llevar allí el original de su novela. Ya hemos dicho que es una obra multirechazada; digamos también que esa maldita novela maldita ha sido decisiva en su vida: tardó cuatro años en escribirla y estuvo otros diez intentando que viera la luz, y en aquellos catorce años pasó de ser un joven con posibilidades de triunfar en cualquier cosa que emprendiera a convertirse en un hombre maduro, casado, que no se había preocupado de encontrar un trabajo estable y que sabía que ahora, tres años después de haber enterrado el texto en el fondo de un cajón, ya era tarde para todo. Incluso aunque llegara a publicarse algún día, ya era tarde. Aunque desde luego, sabía que no se publicaría jamás: no en este universo.

Su novela rechazada trataba de las dos vidas paralelas de su protagonista: la que creía única y otra que en algún momento empieza a atisbar muy fugaz y fragmentariamente, sin saber cómo: una vida mucho mejor que la que lleva y que debió desviarse del camino principal a partir de una ruptura sentimental –de una no ruptura, en realidad- para seguir mejores derroteros. Su novela no tenía nada de ciencia ficción, entre otras cosas porque cuando la concibió no sabía nada de física cuántica ni de la teoría de cuerdas y su interpretación de los universos paralelos era puramente intuitiva y estaba más emparentada con lo real maravilloso. El caso es que le había dado por pensar que la novela se había vengado de él, como algunos escritores dicen que pude suceder, y sí que había sido publicada, pero no “de este lado”. Cómo explicar todas las veces que se había desvanecido de manera extraña la posibilidad de ser aceptada por un editor o incluso de ser premiada, cómo explicar lo inexplicable, todas esas situaciones extrañas, de puro relato fantástico, que se habían encadenado año tras año para hacer imposible la publicación. En una novela de Stephen King, en la que alguien viaja al pasado varias veces para tratar de evitar el asesinato de Kennedy en Dallas, se cuenta lo difícil que le resulta al protagonista cambiar cualquier hecho del pasado, lo tercamente que lo ya sucedido se resiste a suceder de otra manera. Tal vez lo de la novela escrita por el tipo del que hablamos nosotros sea el mismo caso, y el pasado y el futuro no existan, sean una misma cosa, un mismo instante.

La confirmación de esta sospecha le vino en una playa, al atardecer, el día que esparcieron en las olas más cercanas a la orilla las cenizas de su mejor amigo. En realidad fue al día siguiente. En ese momento solo recordó que una escena de su novela transcurría en esa misma playa, a la que la comitiva había llegado después de intentar sin éxito alcanzar las otras playas en las que la familia quería llevar a cabo la ceremonia. Al día siguiente desempolvó el manuscrito: dos hermanos hablan de cenizas. Al atardecer. En aquella playa.

Desde luego que no se iba a publicar, nunca. No de este lado.

De modo que decide llevar el tocho encuadernado a Vancouver, cueste lo que cueste, más de seis mil kilómetros. No tiene el dinero para el billete, ni podría justificar ante su mujer un préstamo para esto. Pero es un gesto cargado de una cierta forma de belleza orgullosa al que no quiere resistirse. En realidad está pensando en algo así como llevarlo al bosque Aokigahara, el bosque japonés de los suicidas, dejarlo allí, para siempre, perdido. Eso sí, de algún sitio ha de sacar el dinero: la idea se convierte en una obsesión. En el único estímulo que alimenta sus días y sus noches durante tres años.


Aquí este borrador le deja margen de improvisación al propio relato, no conviene en esta fase cerrar por completo todos los pormenores de un texto literario; un autor ha de saber cómo empieza su historia y cómo acaba –o cómo se imagina que podría acabar-, pero lo que media entre el planteamiento y el desenlace debe cederse a la inspiración que surge en el mismo acto creativo, que uno nunca sabe exactamente de dónde procede ni a quién computársela: a quien escribe o al que es escrito.

En cualquier caso, al cabo de tres años de infructuosos intentos de realizar ese viaje a Estados Unidos, el tipo del que hablamos cae gravemente enfermo. Nunca irá a la Brautigan Library, después de todo. Entonces decide contárselo al fin a su mujer, para pedirle que sea ella la que lo haga. Ella acepta, y resulta ser –el tipo del que hablamos lo sabe de sobra- una persona mucho más resuelta, que dispone además de unos ahorros de los que nunca le había hablado,  y en apenas un mes organiza el viaje: un vuelo de Madrid a Portland (Oregón), a escasos catorce kilómetros de Vancouver, con escala en Amsterdam, y dos noches de hotel, no más.

La noche del día en que ella emprende el viaje, el tipo del que hablamos tiene un sueño, o una visión: su mujer viviendo en una ciudad norteamericana, con otro hombre. Cuando despierta –cuando la visión se desvanece- comprende, de alguna manera, que ella no va a volver, que todo cuanto se interpuso entre la novela que había escrito y su publicación actúo en beneficio de la preservación de su matrimonio “a este lado”, y que llevar el manuscrito a la biblioteca de libros rechadazos rompía ese mecanismo de defensa. Morirá solo, piensa (o algo menos deprimente).

El relato acaba con un párrafo en el que cambia el punto de vista. La mujer del tipo del que hablamos sube al avión en la capital holandesa, ocupa su asiento y al poco rato el mismo hombre junto al que ha viajado en silencio desde Madrid se hace notar de pie a su lado, en el estrecho pasillo, divertido, con el billete en la mano: ese es mi asiento, dice, con una amplia sonrisa, también hasta Portland viajarán uno al lado del otro, ¿no le parece casualidad? Se presentan, esta vez sí. Van a estar mucho tiempo juntos y es realmente curioso, la misma escala, asientos contiguos. Es un hombre maduro, elegante, habla un buen español con acento americano. ¿Negocios o placer? ¿Le parece que tomemos una copa? Tenemos once horas por delante. Más que suficiente para conocernos bien, ¿no le parece?

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La sinfonía vital de Amaia Romero

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Hacía casi dos años que no tecleaba mi clave de blogger, que no giraba esta llave en su cerradura. En el interior del local hay una penumbra dormida que hace pensar inevitablemente en el arpa Bécquer, tan olvidada, tan silenciosa, tan cubierta de polvo. Cómo escribir hoy desde el silencio que elegí entonces, qué tono adoptar, para qué hacer regresar al vagabundo que ya fue abandonado por el circo y volvió al camino y fundido a negro y the end; acaso porque faltaba dar una última función en este blog&bar poblado ahora de viejos ecos.

Sólo mi admiración por la joven que figura en el título me ha tentado parte de este tiempo a sentarme de nuevo ante el teclado (al fin y al cabo, siempre fue ése el sentido del Loser: pegar la hebra desde la barra y por escrito sobre cualquier cosa que me pareciera admirable en cine, pintura, fotografía, música, literatura o lo que fuera), y si no lo he hecho hasta hoy es porque no tenía un cierre adecuado para cualquier texto que hubiera podido escribir antes sobre ella. 

Hablo de una pianista de Hamelín, poseedora además de una voz personalísima al cantar, que en la estela de su música se ha llevado prendido el entusiasmo de gentes de toda edad, los dieciséis años de mi hija o los setenta y seis de aquel caballero que acudió al Teatro Real de Madrid para verla actuar el año pasado y se pasó, cuentan, todo el concierto llorando de emoción, o los cincuenta y tantos de quien esto escribe, un tipo desencantado, que apenas ve la televisión y recela de todo lo que pueda salir de ahí y estaba convencido de que ningún nuevo artista podría volver a atraer su interés. ¿Y entonces Amaia?: pues, para mí, ese cisne negro que impacta por ser tan altamente improbable. 

Sabido es que nuestras vidas, como todo viaje, tienden a estructurarse en diferentes etapas que no necesariamente han de coincidir con las que marca el desarrollo biológico y que estudiadas con detenimiento muestran, a su vez, una cierta organización interna que les aporta lo que podríamos llamar sentido propio, coherencia narrativa o musical o estética. Digamos que los primeros veinte años de Amaia Romero –los que ahora tiene- podrían suponer su primera sinfonía vital, una sinfonía en sí mayor, un sí absoluto, rotundo, que con la publicación de su disco Pero no pasa nadallega al cuarto y último movimiento, majestuoso sin pretenderlo, a ratos vivace, a ratos moderato. 

Tiene este cuarto movimiento evocaciones del primero, el de la infancia y las primeras devociones musicales; el del aprendizaje andante, un piano piano que es a la vez paso a paso y referencia doble a un instrumento con el que ya era considerada a los diez años una niña prodigio; el de la vocación temprana, el del aplauso en la calle de un corro de mozos empapados de vino y el de príncipes en el aula de un conservatorio, y a los 13 años también el del jurado de un concurso de la tele que tuvo que decidir a la sexta semana si aquella criatura capaz de hacer suya (entre otras) una canción de los Beatles acompañándose de un ukelele debía o no convertirse en una estrella infantil, y fue que no, no era su momento: eres demasiado pequeña, te devorarán, espera unos años y entonces volarás, le dijeron.



De modo que siguió formándose, y cinco años más tarde probó a abrir las alas, a ver qué tal: el segundo movimiento de esta sinfonía vital es el más estruendoso, el más explosivo, son ya sus dieciocho años entrando de golpe en ese repentino big bang de celebridad que sólo proporciona la televisión: scherzo para la rutina académica, doméstica y convivencial retransmitida minuto a minuto por Internet, de pronto ante todos la joven ocurrente, humilde, ingenua, que en los ratos perdidos, con piano o guitarra, se dedica a versionar para sí misma canciones de todos los estilos; y luego, cada semana, su asombrosa transformación en las actuaciones en directo, sublime maestoso para una voz llena de tonalidades, y la asombrosa capacidad de convertirse en la canción que interpreta, y el aura de estrella grande del que ella misma no parece consciente cuando la canción acaba y sonríe y vuelve a ser una chica de dieciocho, de diecinueve años como tantas otras. Resultado después de tres meses de programa: el triunfo del talento, pero también la fama desmedida, la desorientación en medio de un negocio del que nada sabe pero en el que tantos la rodean, el ser llevada y traída en ajetreado prestissimo durante otros tres meses en un laberinto eurovisivo del que básicamente aprendió cómo no deseaba que fuese su carrera.

El tercer movimiento desconcierta a quienes daban por seguro que prolongaría el mismo tempo prestissimo con el que acaba el anterior y se encuentran, por el contrario, que ella elige un adagio que le permita conocerse: Amaia decide apartarse del personaje creado para ella a partir de su paso por el show de televisión y toma un camino más independiente que la lleva al Primavera Sound, donde interpreta un heterogéneo repertorio de versiones que ella unifica al hacer suyas todas las canciones, y que repetirá, con algún añadido, en otros cuatro conciertos más durante los meses siguientes. Esta pequeña gira personal la alterna durante todo el año con la gira derivada del programa y con otros eventos puntuales y tan diversos que parece querer hacer visible con su participación en ellos ese proceso de autoconocimiento que lleva a cabo como preparación de su primer disco. Es un movimiento, este tercero, reposado, medido, inteligente, que la define en toda su versatilidad al contener tradición y modernidad, el pena penita penaen el balcón del Ayuntamiento de Pamplona o el Perdona ahora sí que sí con Carolina Durante, y en el que es capaz de emocionar hasta el silencio a sesenta mil personas en el Bernabéu y al día siguiente cantar con Love of Lesbian en el Price una versión prodigiosa de «Allí donde solíamos gritar», de fundir el «Zorongo gitano»de García Lorca y «Rumores de la Caleta» de Albéniz, de hacer una versión imponente de «Alfonsina y el mar» y otra arrebatadoramente intensa de «The House of the Rising Sun», de poner en pie al Teatro Real, de colaborar con U2 en un proyecto musical feminista, de protagonizar, con declarada rebeldía, el vídeo promocional del festival de artes escénicas Temporada Alta de Girona cuyo lema era la libertad de expresión… Y en diciembre de aquel mismo año, unos días antes de cumplir los veinte, presenta su primera canción, «Un nuevo lugar», pieza minimalista, exquisita, íntima, breve: toda una declaración de principios que descoloca a algunos, se gana a otros y embelesa por completo a quienes vimos en ella una artista auténtica e insobornable.  

El resto de este tercer movimiento es una larga espera marcada por la intriga que despierta esta canción como adelanto o no del disco; y de pronto, a mediados de año, «El relámpago», ahora sí anuncio de la tormenta de música que ilumina el horizonte tras el cual se intuye el cuarto movimiento, y en septiembre, al fin, ese Pero no pasa nadaque nunca estuvo concebido para gustar a todo el mundo sino para representar fielmente a su creadora, y que bajo la aparente sencillez de un pop clásico esconde una obra poliédrica pero coherente, rica en matices, en detalles, en influencias sabiamente combinadas para cada una de sus diez canciones. No una obra deliberadamente ambiciosa, ni revolucionaria, ni experimental, pero sí una obra con marcados rasgos diferenciadores que crece con cada escucha.


He leído que hay quien, con la intención de desacreditar su trabajo, ha dicho que sus letras podría haberlas escrito una niña de cinco años. Es desolador vivir en un país y en un tiempo en que tal afirmación pueda usarse de forma negativa. Ya quisiera Amaia conservar la mirada de un niño, ya quisiéramos haberla conservado todos los que un día cedimos a la tentación de entregarnos a las artes o las letras. Picasso dijo que desde niño pintaba ya como Rafael pero que le llevó toda la vida llegar a pintar como un niño. La inmensa mayoría no volvemos a recuperar esa capacidad de ser deslumbrados por cada pequeño descubrimiento, de apreciar instintivamente la verdadera complejidad de las cosas más sencillas, ni la espontaneidad sin pudor, ni la franqueza sin cautela, ni esa poética disparatada pero extrañamente profunda con la que un niño puede explicar un sentimiento o un concepto sin saber que está reinventando el surrealismo con cada palabra.  

No, las canciones de Amaia no están ni parecen escritas por una niña, sino que suponen una serie de confidencias hechas por una mujer de veinte años que, como todos más o menos a esa edad, ha descubierto que el tiempo huye y que no es lo mismo aprovecharlo que dejarlo correr, que mira con otros ojos, que sabe que todo pasa y morirá; una mujer joven que entra en algunos recuerdos como en un bosque lleno de cenizas e inventa otros tumbada en la cama, alguien a quien le dan las seis, y las diez, y la media noche en una nostálgica indolencia teñida de arrepentimiento por haber perdido, después de todo, un día completo e irrepetible. El paso del tiempo está sutilmente sugerido a través de un jersey olvidado en ese estupendo tema con trazas de sunshine pop sesentero que es «Último verano»: entre la luna de la primera estrofa y la luna de la última media el fin del verano y una despedida; ahora es el frío, aún no se ha acostumbrado a salir de casa con ese jersey que prefigura el inicio del otoño. Sabina expresó a su modo genial ese paso del tiempo: «El verano acabó, el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno». Ese invierno al que Amaia se refiere ya en «Un día perdido» sólo con decir que a las seis de la tarde está oscureciendo.
 
Todos los estilos el estilo: cada canción del disco es una relectura propia de una determinada corriente de ese llamado pop clásico que tantas músicas puede abarcar, desde esa brevería de arranque, ese a modo de haiku musical con silbido de descenso bien entonado, «Última vez», a la melancólica «Porque apareciste» final, donde primero la guitarra española, sola, y después también la mandolina se convierten en la perfecta compañía de la voz más confesional, suave y trovadoresca de Amaia. Entre medias, el crescendo de «Quedará en nuestra mente», en la que los primeros golpes de batería le ponen como un palpitar a la revelación del amor, «Creo que te quiero/pero me das miedo», y luego, poco a poco, un ritmo jovial y muy años setenta, con guitarras, bajo, batería y sintetizadores creciendo animosamente hasta estallar antes de su particular todo pasa y todo queda; y esa inclasificable y enigmática pieza maestra que es «El relámpago», donde un piano solo y lento, de espaciados acordes, acompaña en su inicio a un «Qué» melismático que casi a la manera gregoriana se ondula en cinco notas, y luego el doble sentido de una sucesión de versos susurrados al hilo del corazón, y una voz cristalina, afinadísima ya desde el fondo de la garganta, para un estribillo de un único verso repetido que eriza la piel, y entonces, emparejados, el oscilante motivo de la guitarra eléctrica y el rasgueo de la acústica, una cierta psicodelia sugerida sutilmente por el sintetizador, la batería marcando el ritmo, el estribillo de nuevo, más intenso, «…escribo tu nombre en mi mano», con sugestivo slide de ascenso y descenso en la cordería eléctrica, y el tramo final explosivo, épico, donde brillan el resplandor del relámpago y la altura de la voz de Amaia para acabar en vehemente pop rock lo que empezó con un esbozo de canto antiguo. Y está el impremeditado eco de Carole King en la delicada «Nadie podría hacerlo», y el apunte de country pop en «Todos estos años», y ese monólogo arrepentido y pacificador que es «Cuando estés triste», una canción elegante, emotiva, donde la voz de Amaia, a mi juicio, alcanza las más altas cotas de expresividad y de belleza, en todos los tonos, en todas las peticiones.


George Simenon confesó una vez, en relación a sus memorias, que prefería que la gente le criticase, incluso le detestase, por lo que realmente era a que le admirase por lo que no era. Amaia Romero se comporta como si fuera de la misma opinión, como si toda impostura, hasta la mejor intencionada, le resultara insoportable. Amaia se entrega en sus primeras canciones desnuda y sin ataduras, como en la impactante portada de su disco, vulnerable y poderosa a la vez, puestas las botas de pisar el suelo si es preciso, la mirada clavada en las alturas, que en suspensión es también una mirada hacia adelante, hacia el porvenir. 

En ese porvenir habrá ya otras sinfonías vitales, el tiempo dirá de qué naturaleza, aunque es de desear que vayan ganando en madurez y perdiendo en inocencia. El cuarto movimiento de ésta primera es punto de partida, no de llegada, y ha contado con la modesta aportación de los aplausos de mi hija, de su madre y los míos mezclados con los del resto del público que asistió entusiasmado a su concierto de Granada el pasado 8 de noviembre. Fue mi hija quien me descubrió en su momento a Amaia Romero, y la admiración por su música es hoy por hoy un vínculo entre ella y yo, un puente que el magnífico concierto en el Palacio de Congresos granadino nos permitió recorrer cada uno desde la orilla de su edad y de sus gustos para encontrarnos en el medio. Porque Amaia, todo hay que decirlo, me ha devuelto algo que la adolescencia de mi hija parecía empeñada en arrebatarme casi por completo: la complicidad entre ambos. Eso que le debo.


 
Con Aleix Bou (batería), Paula Vegas (teclados), Núria Graham (guitarra eléctrica) y Miquel Sospedra (bajo)



(Fotos: Concierto de Amaia Romero en Granada, 8/11/2019. JFH)






 “Allí donde solíamos gritar” (con Love of Lesbian). Junio 2018.





"Un nuevo lugar". Diciembre 2018.





"El relámpago. Mayo 2019.

Perpetuum Mobile, de José Luis Campos Duaso

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Es conocida la cita de George Orwell (yo mismo la he usado en un relato): «En una época de universal engaño, decir la verdad constituye un acto revolucionario». Son malos tiempos para disentir de las verdades oficiales, de manera que me tomo la libertad de reelaborar completamente la frase: En una época de universal distanciamiento social, reabrir por una vez un blog&bar como éste supone un acto de acercamiento poético. Se trata, en cualquier caso, de cumplir con la obligación autoimpuesta de no dejar un solo año, a pesar de todo, sin publicar una entrada en el Loser, sin subir la persiana de este espacio para tratar de evitar en la medida de lo posible que se lo coman del todo las telarañas del silencio. Y qué mejor motivo hoy que la suma de poesía, amistad y reconocimiento que me sugiere el poemario Perpetuum Mobile, de José Luis Campos Duaso.

A lo largo de los años (y los años, y los años…), han pasado muchos libros por mis manos, digamos un sinnúmero de libros, digamos casi una infinita biblioteca borgeana. He disfrutado muchos de ellos como una concreta forma de placer, y he de decir que algunos ayudaron a moldear mi carácter, algunos me abrieron caminos, algunos, también, me cambiaron la vida. Pero, eso sí, recuerdo cada una de las veces que tuve por primera vez en las manos el libro de un amigo. Fue mágico cuando no sabía nada de él, del libro, quiero decir, o muy poco; cuando no lo había leído y me sumergía en su lectura abierto a todas las sorpresas. Pero cuando he asistido a su composición, cuando fui leyendo los poemas según iban siendo escritos a lo largo del tiempo, el momento de verlos impresos, recogidos al fin en un libro, es sumamente emocionante.

Dejemos que sea ahora el propio libro el que, desde su contraportada, con su voz, nos diga qué es, a la manera en que en algunas obras de teatro un narrador nos sitúa previamente en la acción ante el telón cerrado. Ha comenzado ya a decir que Perpetuum Mobile es una obra con dos etapas bien diferenciadas; escuchémosle, está en el escenario:


“La primera parte (1990-1993), que finaliza en el poema “Las edades del otoño”, respira un aire de continuidad, por su técnica y su temática, con respecto a un libro anterior de su autor: Estelas de un funambulista imaginario. Es un universo de estrofas inspiradas por la sensibilidad del momento: el poeta decanta su conocimiento en el poema. La segunda, de una extensión cronológica dilatadísima, recoge composiciones desde 1993 hasta el presente. Aquí la relación entre el autor y su obra se invierte, de manera que algunos de los poemas, desde su mismo proceso de creación, han influido de manera notable de la trayectoria viral del autor. El poema decanta su conocimiento en el poeta”.

Puedo asegurar que Perpetuum Mobile no está aquí, hablándonos, ofreciéndonos sus versos, porque sea el libro de un camarada, sino porque es un extraordinario libro de poesía, que circulará más o menos entre los lectores, que llegará más lejos o más cerca, nunca se sabe, pero que debería ser un libro que tuviera la oportunidad de moldear caracteres, abrir caminos, cambiar vidas. Méritos le sobran.
 
Con José Luis Campos hace unos pocos años, en un lugar que podría ser el Loser

Poco podría añadir yo que fuera más preciso que el texto de presentación. El destacado en negrita es mío: bien se ve en esas palabras la evolución de la juventud a la madurez. Baste decir que el primer poema remite “egónicamente” a un yo «de dentro a fuera», y el último al testigo, figura esencial en Campos Duaso: ese otro yo que eres tú mismo, pero con otro punto de vista, con otra perspectiva. Hay quien lo llama tomar distancia. Es pasar de lo ego-céntrico a lo ego-excéntrico, entendido en su sentido geométrico, no como raro y extravagante; aunque también podría ser, por qué no. Julio Cortázar escribió que «un problema es siempre una solución vuelta de espaldas». El testigo te permite ver lo que, vuelto hacia ti mismo, te es esquivo: la solución de frente.

Los poemas de esa primera época rondan el tiempo de la Tertulia de la Calle Suipacha, auténtico “Conversatorio” que a finales de los ochenta y principios de los noventa fue vital para que un puñado de jóvenes, primero tres, luego, poco a poco, más, compartieran su pasión por la lectura y su secreta dedicación a la escritura. Mantienen, es cierto, una identidad común con los poemas de Estelas de un funambulista imaginario (2012), pero llevados un paso más allá: el poeta se enfrenta a otras responsabilidades mayores, la vida adulta reclama toda su atención, el futuro nace «a manos de un niño», se insinúa ya, aunque de lejos, el otoño, y con él la nostalgia de la infancia, que será frecuente en los poemas de la segunda etapa: «En la cuna de tu muerte se mece mi infancia» (pg. 30); «Nació con tu infancia, / edificándote desde un pequeño cuerpo / primigenio» (pg. 45); «… que cayó en la trampa / de la seducción, de la retracción a la infancia» (pg. 56); «Puedo aflorar la voz de todas mis infancias” (pg. 58); “ebrio de infancias perdidas en el jardín / de una vieja aldea en ruinas» (pg. 66). 

Podría detenerme en cada uno de los poemas, dedicarles su espacio, pero este texto se haría muy largo y yo me quedaría muy corto. Detenerme en un “Dejadme camaradas” que tiene tanto de «amar infinitamente los recuerdos». Detenerme en ese excelente poema que el autor escribió para el acto de presentación de su anterior poemario, y que va desovillando un sugerente condicional: «Si fuera mujer / el tiempo que nos queda…». Detenerme en ese “Tratado de aeromaquia” que tuve el honor de leer en el acto de presentación de la campana que los hermanos Campos Duaso, José Luis y Javier, donaron a la iglesia de Almócita en ocasión que me permitió cumplir un viejo sueño: participar algún día en una pieza musical en directo del genial Juan Manuel Cidrón. Podría detenerme largo y tendido y con un nudo en la garganta en el poema a la madre, en esa dolora sucesión de «nunca más» que está entre lo más hermoso que he leído nunca. Podría detenerme páginas y páginas en “El testigo” final, que sabiamente enlaza con el segundo poema del libro, moto perpetuo
 
«Yo
hemos muerto muchas veces»

No es ya el poeta quien decanta su conocimiento en el poema, sino al revés. El poeta ofrece sus recursos expresivos al poema que quiere ser ya, que quiere nacer, crecer en versos, multiplicarse en sentidos (sabiendo que «el poema es superior a todos sus sentidos posibles», tal y como escribió José Ángel Valente). Y será el poema quien acabe decantando su conocimiento en el poeta. 

Pero, ¿quién es el poeta? Es el testigo o el observado.

No quiero acabar sin resaltar que la presentación de Perpetuum Mobile fue, al mismo tiempo, puesta de largo de la Editorial Dos Aguas (https://www.editorialdosaguas.com/), de la que es primer título. Digamos que el amor por la cultura en tiempos del coronavirus parece regirse en ciertos casos como por algún manual de resistencia contra el mal tiempo, al que hay que poner, como es sabido, buena cara, aunque sea enmascarada.

Con J. L. Campos en Instición (Almería) durante la presentación de Perpetuum Mobile. 25/07/2020




Y en Almócita, el 2 de agosto de 2019, el "Tratado de aeromaquia"


Raymond Reddington

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Vaya por delante que Raymond Reddington no es un perdedor, y que por tanto su fotografía no aparece en ese Salón de la Derrota que son las paredes del Loser. Le conmovería repasar la Galería, eso sí. Miraría los retratos con la cabeza ladeada, asentiría ante cada uno de los personajes, tal vez contaría alguna anécdota referida a muchos de ellos... En cierta ocasión -en cierto capítulo de la quinta temporada de The Blacklist-, la agente Elizabeth Keen se encontró con él en un cine donde “Red” Reddington era el único espectador. Proyectaban Gilda, la escena en que Rita Hayworth canta Put the Blame On Mame. Red le dedica unas palabras de elogio a la legendaria actriz, y Keen le pregunta: “¿Qué se siente siendo un anacronismo andante?”. “Autoridad moral”, responde él. Y aquí está, claro. En este blog&bar donde todo anacronismo tiene su asiento.

El planteamiento inicial de la serie The Blacklist, en cuyo complejo laberinto de intrigas he quedado fatalmente atrapado, es el siguiente: uno de los diez fugitivos más buscados por el FBI durante más de dos décadas, el carismático y escurridizo maestro del crimen Raymond Reddington, se entrega por sorpresa a la Agencia Federal en Washington y se ofrece como informante. A cambio de un acuerdo de inmunidad, R. R. iría desvelándoles la identidad de grandes malhechores que están en la sombra, y cuyos actos delictivos ni siquiera son conocidos porque no pasan por tales. Eso sí, lo hará con una condición irrenunciable: el hilo del que tirar para cada uno de los nombres de esta “lista negra” sólo se lo ofrecerá a la agente Elizabeth Keen.

 


Ocurre que nadie en La Oficina de Correos -las instalaciones federales reservadas adonde lo han traslado para mayor seguridad- conoce a Elizabeth Keen. De hecho, es su primer día de trabajo y aún no se ha presentado. Es una perfiladora del FBI, procedente de Nueva York, y finalmente se encuentra frente a un Raymond Reddington a quien no conoce y que emerge sonriente del bunker de cristal donde lo tienen encerrado. Su primer encuentro con Reddington es un homenaje al primer encuentro entre Hannibal Lecter y Clarice Starling. Pero la relación entre estos otros dos personajes… Bueno, digamos que es otro nivel de complejidad, como se irá viendo a medida que vayan pasando las temporadas.

Saber quién es Elizabeth Keen fue fácil -aparentemente-; vendrán otras preguntas más complicadas de responder: Qué vínculo tiene con Reddington, y, sobre todo: ¿Quién es realmente el hombre que se hace llamar Raymond Reddington? 

 

James Spader, en la plenitud de su madurez interpretativa, ha logrado componer un personaje absolutamente memorable. No soy el primero que cae bajo su hechizo. Desde luego, es un criminal, aunque no a la manera patológica de Lecter (todo parecido entre ambos finaliza en ese primer encuentro con Keen). Reddington es un profesional, es El Conserje del Crimen, alguien con una asombrosa red de contactos por todo el mundo, pequeños y grandes delincuantes. Un anarquista, le dicen en una ocasión, aunque él, sin negarlo del todo, prefiere definirse como “oportunista”. Y es un anacronismo, sí: vive desconectado, de modo que aun siendo un fugitivo se mueve con aparente libertad porque es imposible su geolocalización. No duerme dos noches seguidas en el mismo lugar. Lee a Baudelaire y a Allan Poe, en su avión privado tiene la filmografía completa de François Truffaut, viste como si acabara de salir de una película policíaca de finales de los sesenta o principios de los setenta: sombrero Fedora, traje con chaleco, impecables zapatos italianos, gafas con cristales ámbar, corbatas vistosas, en invierno parkas con capucha. Es un tío con clase, que cuida su aspecto, pero sin la afectación de un dandi. Es todo un epicúreo en el comer y el beber y el contemplar una puesta de sol. Tiene un inacabable repertorio de anécdotas, fruto de las muchas experiencias vividas en todos los rincones del planeta a lo largo de años y años de carrera delictiva, y nunca, nunca, perdona una traición. Bueno, hay una salvedad: Liz Keen. Si R. R. fuera un cínico tal vez hablaría del asesinato como lo hace Thomas de Quincey: como si se tratara de un arte, es decir, desde un punto de vista estético y no desde el lado moral, su lado malo, señala de Quincey. No, el innegable buen gusto de Raymond Reddington no alcanza a los pormenores de una muerte violenta. Red no es ningún cínico, pero sí un tipo maravillosamente irónico, y la ironía, escribió Francisco Umbral, es “la ternura de la inteligencia”. Jamás se recrea en el acto de quitar una vida: la quita, sin más. Fríamente. Es implacable, temible, pero, según dice él mismo, nunca ha matado a nadie que no lo mereciera.

Y luego está la actriz Megan Boone, la bellísima y expresiva Megan Boone, que sabe resolver magníficamente la responsabilidad de dar vida al personaje que experimenta una mayor evolución a lo largo de la serie, de perfiladora del FBI a número uno de la lista negra. Elizabeth Keen bordea las zonas oscuras de su alma desde que Raymond Reddington apareció en su vida, probablemente desde mucho antes pero siempre en relación con él, con Reddington, y con su madre -una agente rusa- y con el entramado de secretos, violencia y devoción hacia ella en que parece envuelta desde niña, desde aquel incendio que apenas recuerda, desde aquel disparo entre las llamas. El productor y los guionistas le concedieron a Megan Boone el regalo de un capítulo centrado en su personaje, Ruina (Ruin), que comienza con la voz de Leonard Cohen y su Famous Blue Raincoat mientras Liz corre por el bosque: se ha aislado en una cabaña, se hace llamar Grace cuando baja al pueblo a comprar, el dolor está forjando el acero de su carácter, es buena en lo suyo, muy buena, es una instintiva cazadora de villanos, implacable también. Quiso apartarse de la violencia, pero la violencia vino a buscarla. Reddington la ha adiestrado bien en las primeras cuatro temporadas. Es mi capítulo favorito.

Para los agentes del FBI que acabarán formando el grupo especial (Harold Cooper, Donald Ressler,Aram Mojtabai, Samar Navavi, Alina Park, la propia Elizabeth Keen) trabajar con Raymond Reddington pondrá su integridad a prueba. Como dice la propia Keen en cierta ocasión, Red es un hombre malo capaz de hacer cosas muy buenas. Y en el fondo, se trata elegir entre permitir que un delincuente pueda seguir ampliando su imperio libremente, aprovechándose incluso del FBI, a cambio de detener o abatir gracias a él a cientos de terribles malhechores, o detenerle a él y dejar libres a todos los demás, permitiendo que cientos, miles de vidas inocentes se pierdan.

Nada sería tan excitante, tan adictivo, en The Blacklist de no ser por los brillantes guiones que la sostienen. Dos ejemplos del tono casi shakesperiano -pasado por Coppola- que a veces pueden alcanzar los monólogos de Reddington.

Uno: Dembe es una de las principales figuras de la serie. Mucho más que un guardaespaldas, Dembe, salvado siendo niño por Red de las garras del tráfico de seres humanos, le acompaña para protegerle, pero sobre todo le acompaña con la esperanza de salvar su alma. No hay nadie en quien Red confíe más, y cuando Dembe le oculta un secreto de Elizabeth Keen, Raymond se siente confuso, herido. Se aleja de él para pensar sobre ello, y al volver le habla de este modo:

 “Nuestra amistad surgió del sufrimiento y la desesperación. De la confianza y la compasión. Creció en la crisis y el caos. Maduró con la curiosidad y el estudio. Nuestra vida juntos ha sido la pacífica sencillez. Nuestra vida juntos desafiaba a la muerte. No sé si la palabra correcta es amistad. O amor. Sólo sé que vivirá en mí tanto como yo viva. Y con suerte más. Me fui para pensar en ti y en mí, y solo podía pensar en que te echo de menos. A nosotros. Elizabeth Keen me ha mentido y engañado más veces de las que puedo contar, y siempre la he perdonado. Pero me doy cuenta de que tú no necesitas mi perdón. Jamás. Porque en lo que se refiere a esto (y hace un gesto de ‘tú y yo’) no puedes equivocarte”.

Dos: A Elizabeth Keen le hace Raymond Reddington, en la sexta temporada, el mejor resumen de cuáles son los principios por los que se rige:

 “- Vivo y trabajo según un estricto código basado en la lealtad, la justicia y la confianza. Sobrevivo porque elimino a aquellos que lo traicionan. Hasta ahora no he perdonado a nadie. Ni siquiera a mis socios más cercanos. Ni siquiera a Kate Kaplan.

- ¿De ahí tus sentimientos encontrados? – le pregunta Liz. - ¿No sabes si matarme porque he traicionado un código?

-Te burlas porque vives en un mundo de códigos institucionalizados, en el que ha sido impuesto el orden de los poderosos y ajenos a ti, en el que hay leyes y normas para todo. Yo vivo en un mundo sin ley ni normas, y desde luego sin orden. Así que debo imponerme uno propio. Mis sentimientos encontrados no son porque dude si matarte. Son porque no puedo hacerlo. Porque no puedo matarte, ni confiar en ti, ni perdonarte”.

 

 

Fotos: NBC

Amaia, Cuando no sé quién soy

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De vuelta al fin a cara descubierta en un patio de butacas, aprovechando un paréntesis de auténtica realidad entre esa otra nueva y menos real que no acaba del todo y aquella quién sabe si peor que se anuncia en los informativos para más adelante. Carpe diem. El público va entrando en la sala y ocupando sus localidades poco a poco sin dejar de mirar el escenario, en cuyo centro destaca un piano vertical emplazado sobre un estrado y bañado en luz. Detrás, los otros instrumentos que oficiarán esta noche el rito excitante de la música en directo, las guitarras y bajos en sus soportes, la batería, los teclados eléctricos. Una voz anuncia que faltan cinco minutos para el concierto, y brota una entusiasmada ovación en platea y anfiteatros, y luego otra ovación más a falta de tres minutos, y otra cuando se empiezan a atenuar las luces y el auditorio acaba por sumirse en una oscuridad que no alcanza al piano y a la banqueta acolchada, iluminados por un foco en cuya claridad queda como atrapado el recurso jazzístico del humo. No nos miramos mi hija y yo “con ese ligero temblor de despedida que nos gana siempre al empezar un concierto”, según escribió Cortázar acerca de uno de Thelonius Monk. Nuestros ojos más bien tratan de advertir en la penumbra del escenario algún movimiento que pudiera delatar la entrada de Amaia, pero son otros espectadores quienes lo logran, las primeras filas, tal vez: la espera se convierte en aplausos crecientes, en aclamaciones, y ella aparece junto al piano, saluda sonriente, se inclina hacia adelante, se sienta frente al teclado. Su voz y las primeras notas del piano suceden al mismo tiempo.

De Amaia Romero (Pamplona, 1999) escribió Juan Sanguino en El País que “es una artista que despierta tanto interés por lo que hace como por lo que podría hacer”, y es esta una idea que resume bien el fenómeno que supuso su deslumbrante y prometedora aparición en el panorama musical español con tan solo dieciocho años, a través de un programa de televisión, y las expectativas tan elevadas que siguen puestas en ella, al punto de que cuando publicó su primer disco, el notable Pero no pasa nada (2019), pareció que a algunos ese pequeño paso inicial en la carrera de una mujer tan joven se les antojaba también un pequeño paso para la Humanidad. Demasiada responsabilidad en las manos de quien, al fin y al cabo, se está buscando aún como artista. De toda esa carga, sin embargo, hace ella materia de creación musical: con la canción que abre los conciertos de su gira actual, que es también la primera canción de su segundo disco, Cuando no sé quién soy, nos da la bienvenida “al show de su vida en borrador”, nos asegura que sí, que “Quiero ser lo que se espera de mí y seguir siendo yo a la vez”, y confiesa que sabiendo que “están todos esperando” le da “miedo que haya tanta expectación”. Y tal vez este admirable segundo disco siga sin ser ese gran salto para la Humanidad, pero desde luego es un enorme paso no solo en su carrera sino en la propia música indie pop española, en cuyo género se inscribe.


Tomando el libreto que acompaña al cedé nos encontramos en la portada su rostro pensativo en primerísimo plano y un menudo colgante en forma de corazón que sostiene junto a sus labios y lleva dentro una fotografía de cuando era niña. La primera frase del disco, “Ya no soy pequeña, tampoco soy mayor”, que establece un contexto vital pero también, ya de partida, una de las líneas argumentales del disco - ese no saber aún quién es que le da título-, me hace pensar en aquella pregunta que Ana María Matute puso en boca de la adolescente que protagoniza su novela Primera memoria: “¿Qué clase de monstruo soy ahora que ya no tengo mi niñez y no soy, de ninguna manera, una mujer?”. Amaia no es ya una adolescente, pero como todos nosotros en el primer tramo de la veintena apenas empieza a vislumbrar la clase de adulto en que podría convertirse y está en proceso de romper el hilo que aún le une a su niñez. Con la última frase del disco le da, en cierto modo, por roto, y lo lamenta, aún sabiéndolo inevitable: “En el parque Yamaguchi / yo me debí quedar”, siendo ese parque de su ciudad natal representación del paraíso perdido de la infancia o peterpanesco país de Nunca Jamás. En esta canción que cierra el disco, enraizada oportunamente en el folclore navarro, establece además un hermoso juego de simetrías cortazarianas: hay un parque en Pamplona llamado Yamaguchi donde ella lloró primeros amores y un parque en la ciudad japonesa de Yamaguchi llamado Pamplona donde tal vez una niña llorará, como hay una joven de familia acomodada en Buenos Aires que presiente la existencia de una mendiga en Budapest que de alguna manera es ella y sufre violencia y frío (‘Lejana’) o unas Galerías Güemes en Buenos Aires y unas Galerías Vivienne en París, tan lejos y sin embargo tan a continuación una de otra, tan al alcance de un caminar a la deriva (‘El otro cielo’).

Entre la primera frase y la última, diez canciones que atraviesan distintos estilos, en los que predomina un sofisticado sonido electrónico, de atmósfera retro, e igualmente distintos estados de ánimo; que podrían retratar diferentes fases de una relación amorosa pero que son al mismo tiempo un diálogo consigo misma y sobre sí misma, y que le ponen música a una evolución personal y artística de larga zancada; canciones de tránsito a la madurez, de descubrimiento, de reafirmación, a veces melancólicas, a veces gamberras, atrevidas, canciones de quien tiene las riendas y puede ofrecer su alma o esconder toda emoción, según el momento, y confesarse pesimista a veces, y dibujar con delicadísimo trazo esos periodos de abatimiento en los que no conviene olvidar que, después de todo, cada uno de nosotros somos una persona más. 


 

‘Yo invito’ ejemplifica a la perfección esa dualidad temática que se extiende a lo largo del disco: en sí misma, la canción es la crónica de la superación sin traumas de una ruptura sentimental, y así se entiende en cada de uno de sus versos cuando se escucha. Sin embargo, el videoclip parece proponer una segunda interpretación mediante el recurso de unas ovejas, primero una sola que entra a la manera buñueliniana en el bar mortecino donde ella bebe apoyada en la barra, y luego un multitudinario rebaño en el campo que Amaia observa, a pie quieto, pasar a su alrededor. El rebaño de ovejas es recurrente símbolo de gregarismo, imagen de aborregamiento y mansedumbre y uniformidad ciega frente a la libertad de quienes defienden su diferencia contra viento y marea. (Yo mismo la utilicé hace años en un vídeo que tenía mucho de arrebato y que tal vez explique mejor lo que trato de decir: 👉 Aquí acaban las palabras, se titulaba). Así, la entrada de la oveja en el bar coincide con los versos “Ya no sé qué va a ser de mí / pero sé que hoy me despido de ti / Voy a hacerte cruz y raya / Me siento triste pero liberada”, cantados mientras primero se miran la una a la otra en plano contra plano, y luego la oveja desaparece y aparece ella, que echa un trago y empieza a ejecutar un baile singular con el que parece representar esa sensación de liberación –“Hoy voy a invitar a todo / volver cuando amanezca / caerme, hacer el tonto / mandar todo a la mierda”. ¿Qué libertad festeja? ¿De quién se despide hoy? ¿A quién le hace “cruz y raya”? ¿No será a esa otra Amaia que podría ceder a la tentación de integrarse en el rebaño, y a quien le dice que no, y rompe con ella sin más, aunque eso conlleve “aceptar / que hay cosas que nunca me van a ocurrir”? En la primera canción del disco, ‘Bienvenidos al show’, parece decirlo de otra manera cuando asegura que en su armario nunca hay prendas del color que según las revistas está de moda: “Me da igual, ya no pienso fingir”, añade. No en vano, es precisamente el hecho de estar llevando su carrera con total libertad -y además su voz hipnótica y su falta de impostura- lo que más comúnmente se le reconoce como seña de identidad, algo nada fácil, ni en esa industria ni, sobre todo, siendo mujer. Billy Holiday escribió en sus memorias: “La gente no entiende cuánto hay que luchar para grabar lo que uno quiere y tal como quiere”, y también: “En toda la tierra no hay dos personas idénticas y lo mismo tiene que suceder en música, de lo contrario no será música”. Esa es la lucha de Amaia, y Cuando no sé quién soy supone una victoria personal de la que nos beneficiamos todos los que apreciamos la buena música.


 

Reconozco que mis predilecciones musicales están fijadas hace tiempo y celebran fundamentalmente la inspiración del pasado o se inclinan hacia largas y contrastadas trayectorias, de Bach a Frank Sinatra o Eric Clapton, de los madrigales de Monteverdi a la música planeadora de Juanma Cidrón, del ‘See, The Conquering Hero Comes’de Haendel, al ‘Child Of Vision’ de Supertramp, una multiplicidad de ritmos y estilos y movimientos y bandas sonoras y solos de violín o de guitarra eléctrica y arias y scat singing. Habrá quien diga que los prejuicios me impiden prestar más atención a la música que pueda estar haciéndose ahora, pero es que lo que llega a mis oídos sin buscarlo no me dice nada, salvo, eso sí, algunos nombres que mi hija me va descubriendo, Taylor Swift o Harry Styles, por ejemplo. Lo que me atrae de la música de Amaia es que ella no se deja llevar por el impetuoso torrente comercial que hoy todo lo arrasa y anega, melodías idénticas con ADN de radiofórmula, ritmos repetitivos, machacones, ese tumbtumbtumb trepidante que ruge desde las ventanillas de algunos coches, y en cambio defiende su libertad para explorar a contracorriente territorios propios a partir de sus afinidades y descubrimientos, llevar a su estilo cualquier canción, partir de la experimentación con ecos de los setenta, los ochenta, los noventa y alcanzar un sonido nuevo en el que se identifique.

El pudor me impide desde niño brincar y cantar a pleno pulmón en público, pero a cambio soy un atento observador. En el Auditorio Víctor Villegas de Murcia tuve oportunidad de comprobar el efecto que Amaia produce en el público, la emoción callada que se palpa en la sala en penumbra, y que yo compartí, cuando interpreta las canciones más íntimas acompañándose con el piano, pero también la euforia general que se desata con los temas más animosos, en los que le acompañan, embebidos en una virtuosa y elegante complicidad sonora, los estupendos músicos que van de gira con ella (Aleix Bou, Paula Vegas, Amaia Miranda y Miquel Sospedra). Amaia se mueve de un extremo al otro del escenario con la autoridad de quien recorre sus dominios naturales pero también con el radiante desparpajo de quien juega y se divierte dando rienda a su talento. Al salir del auditorio se tiene la sensación de haber vivido una experiencia verdaderamente intensa. Hay madera de artista grande, duradera, indómita, y este espléndido segundo disco -a destacar el trabajo de producción que ha llevado a cabo Cristian Quirante (Alizzz): la alianza creativa entre Amaia y él lleva dentro el temblor excitante de una agitación musical de alcance impredecible-, este espléndido segundo disco, digo, este Cuando no sé quién soy, supone una inmejorable manera de comenzar una nueva etapa (o una nueva sinfonía vital). 

 




  (Fotos: Concierto de Amaia Romero en Murcia, 20/05/2022. JFH)
 
 
 

 

 

  

Cuando no sé quién soy contiene esta impagable versión de 'Santos que yo te pinte' de Los Planetas

 

El tríptico noir de Justo Navarro

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Digamos que este viejo local que ahora abre una vez al año no está regentado ya por un barman propiamente dicho, sino más bien por el fantasma de un barman en cuyas manos incorpóreas vino a caer hace tiempo un sobrecito de azúcar con la siguiente cita de Einstein: “Si todo te da igual, estás haciendo mal las cuentas”. Será eso, entonces. Que estoy haciendo mal las cuentas. Soy de letras, como digo cada vez que me enfrento a una operación matemática, y será cosa de tirar de esta excusa para justificar también el desencanto.

En cualquier caso, ese “todo” del “todo te da igual” no es en mi caso exactamente todo-todo-todo, porque lo cierto es que ahí afuera aún hay cosas, ay, capaces de brillar para mí en su diferencia. Por ejemplo: tardé varios meses en saber que Justo Navarro había publicado la tercera novela de su comisario Polo, y corrí a comprarla como cuando era joven y no podía esperar para tener en las manos ciertos libros recién editados.

Imagino que alguien habrá hablado de trilogía al referirse a Bologna Boogie (2021) como prolongación literaria de Petit Paris (2019) y Gran Granada (2015), o de saga, concepto más manoseado todavía, pero yo veo los tres libros como un tríptico. ¿De qué? Un tríptico noir que a la manera de un Bosco de nuestro tiempo retratase en tres tablas un jardín de los delirios fascistas como decorado histórico de tres excelentes novelas negras. Cronológicamente, un París empequeñecido por la oscuridad del nazismo que lo ocupa en 1943; una Bolonia post-mussoliniana en 1947, en donde, acabada la guerra, vencidos ya el fascismo alemán y el italiano y bajo la amenaza ahora del comunismo soviético, hay quienes se dedican a la intriga política como si fuera el último baile de moda, el boogie woogie, explica Navarro; y finalmente, la Granada de 1963, engrandecida de NODO y burguesía afecta al Régimen, en un país en el que el franquismo ha podido seguir celebrando año tras año su victoria de brazo alzado pues así lo permitieron tras la Guerra Mundial los aliados que derrotaron a Hitler y a Mussolini.

Y en las tres ciudades está Polo, el comisario Polo, asistiendo desde sus insólitos dos metros de altura a la multiplicación de los cadáveres y favoreciendo con su perspicacia y su privilegiada capacidad de observación el desenredo de cada madeja criminal.

Ya Gran Granada me devolvió el placer de la literatura policial, de la que me di auténticos atracones en mi adolescencia y juventud, y en la que, salvo excepciones, acabé por echar de menos un lenguaje más sólido, como el que Navarro utiliza, prosa de poeta, precisa como un reloj suizo, la excelente prosa que impregna todas sus novelas y que se ajusta como un guante al andamiaje literario que sostiene al género negro. Leí entonces, digo, a todos los grandes autores de novela policíaca y a buena parte de los intermedios, y de los mejores casi toda su obra. He seguido frecuentando, eso sí, de tarde en tarde, el turbio universo de Patricia Highsmith, y no hace mucho me regalé, treinta y tantos años después, la relectura de esa grandísima novela que es Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán.

 

Como esa y las demás novelas del detective Carvalho, Gran Granada es, a un tiempo, escrupulosamente respetuosa con los códigos del género y costumbrista, en su más elevado significado, hasta hacer pensar en ocasiones en una Colmena granadina de los sesenta teñida en negro. Es, además, un retrato de esa jerarquía en el ejercicio de la autoridad que se desarrollaba durante el franquismo en la parte superior de la pirámide social, y una crónica en escala de grises de lo más granado de una ciudad de provincias en un tiempo donde los únicos colores que parecían destacar eran el rojo y el gualda de la bandera, como los peces en Rumble Fish, la peli de Coppola. Qué estupendo ese momento en que el viejo comisario desciende hasta los barrios obreros en busca de un recepcionista de hotel y éste y su mujer le miran como desde abajo, apabullados por la altura de su posición y los gruesos lentes que parecen tener su razón de ser en la voluntad de escudriñar desde tan arriba.

Uno sale del libro como abandonando a unos personajes que en el ir y venir de las fechas, de las sospechas y de los temores acaban por hacerse un hueco en la vida del lector. Me quedé prendado de cierto subbibliotecario, porque me resultaba fascinante la idea de que pudiera existir una figura así, cuya labor fuera buscar en los libros devueltos a una biblioteca pública cualquier indicio que pudiera dar una pista sobre algún desafecto al Régimen: qué mayor ejemplo de cómo fascismo y estalinismo se daban la mano en su obsesión por rebuscar en las vidas de todos.

Por otra parte, al terminar la siguiente, Petit Paris, recuerdo haber dejado al comisario Polo mirando la mancha de lápiz de labios en una colilla aplastada por Alodia Dolz en un cenicero del hotel Barbicane. La mirada discretamente minuciosa de Polo y su oído bien atento atraviesan toda esta estupenda novela, que es un veinte años antes, y no después, como en los mosqueteros de Dumas. Al final de esta segunda historia de Polo, el lector casi siente que la ha leído no con sus propios ojos, sino con los del comisario, que su conciencia ha sido la conciencia del protagonista, que nuestro estar en las páginas del libro ha sido su no querer seguir estando en París. Como con Gran Granada, Petit Paris me devolvió ese maravilloso placer de leer buena novela policíaca que alimentó, ya he dicho, mi juventud y mi primera pasión por la literatura. No seré yo quien niegue los homenajes a Simenon, Malet y Modiano que asegura la contraportada, pero sentí muy cerca, además, al mejor Vázquez Montalbán y al todopoderoso Raymond Chandler: en ese Bohle/Corpi parece esconderse un Terry Lennox salido de entre los muertos, aunque en la novela de Justo Navarro es la gran Alodia quien se aleja más o menos triste, solitaria y final.

De alguna manera, esta segunda novela me dejó con muchas ganas de una aventura del Polo condecorado por el Presidente de la República y otra del Polo condecorado también por Alfonso XIII, pero, como dije, Bologna Boogie nos lleva a la Italia de posguerra y a una historia llena de tabaco y cerveza y whisky americano, y sobre todo llena de swing, con desaparecidos de quienes se sospecha, muertos que lo son antes de contar lo que saben, mujeres que juegan a dos o más barajas, un Polo que asombra a los italianos por su altura (Si alguna vez tuviera que mandar a un hombre de su confianza a que le pegara un tiro en la sien, el hombre tendría que subirse a un taburete o esperar a que Polo se sentara, se le ocurre al intrigante Bernagozzi, asesor de la policía), en un ambiente en que la voz de un hombre que desde el interior de un coche le ordena a una mujer que suba puede hacerle sentir a esa mujer algo en el estómago, como si aquella voz fuera un producto químico y ella se lo hubiera tragado, un ambiente turbio donde una sonrisa puede parecer tan usada como si quien la lleva en la cara no se la hubiera quitado en diez años, donde la linterna de un escondido da menos luz que sombras a la hora del afeitado, y donde Polo, alejado de su territorio jurisdiccional, no dispone de ninguno de sus atributos policiales, a saber: En Bolonia no podía escuchar conversaciones telefónicas, ni abrir la correspondencia ajena, ni manipular atestados e informes forenses, ni interrogar a nadie de un modo exhaustivo y científico.

Acabo en afirmación rotunda: estas tres novelas y este personaje, el comisario Polo, sitúan a Justo Navarro entre los más destacados autores españoles de novela negra. 

                                                     Justo Navarro. 2016. (Foto JFH)

 

Veneciana

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Me cuento entre quienes, cuando visitan una ciudad, quisieran ser viajeros y no turistas. Pero ateniéndome a las diferencias establecidas por Paul Bowels en El cielo protector, existe un impedimento digamos de tipo temporal que anula, me temo, mi voluntad de dejarme invadir por la ciudad y me reafirma en mi condición de invasor. No basta con el asombro, la excitación, el estudio previo de la historia y las peculiaridades urbanísticas y arquitectónicas del lugar que visito. Como turista me apresuraré a regresar a casa (qué remedio) en vez de desplazarme con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra, que es, dice Bowels, uno de los rasgos del viajero. Vaya donde vaya, siempre habré de volver, y no tardando. La propia necesidad de aprovechar bien el tiempo, de escoger lo que habrá de verse, le convierte a uno en eso, en un turista.

Ya lamentaba serlo en Venecia mientras preparábamos la visita. Ojalá hubiéramos tenido más tiempo, ojalá estar en disposición de permanecer allí meses, como tantos escritores de otros tiempos que no visitaban la ciudad de la laguna sino que se instalaban a vivir en ella, atravesaban las distintas estaciones del año, se integraban en el secreto de sus rincones, cruzaban cualquiera de sus muchos puentes no con un plano en las manos sino siguiendo una ruta habitual.

El asombro y la excitación aparecieron en la misma estación de Santa Lucía, en el mismo instante en que entreví desde su interior el primer templo, y cuando salí al Gran Canal y nos recibió San Simeone Piccolo en la otra orilla, con su gran cúpula verde, que cubre la totalidad del edifico circular, y el pronaos neoclásico. El rito exigía llegar en vaporetto a las proximidades de San Marcos, descender en la Riva degli Schiavoni, empezar a asumir que estás allí, que te vas acercando al Palacio Ducal, que cruzas un puente y ves que ahí mismo está el de los Suspiros, entre los tribunales de justicia del Palacio y la Prisión Nueva, separados por el río di Palazzo, alcanzar la Piazzetta, las dos altas columnas de granito coronadas por el león alado de San Marcos y por una estatua de San Teodoro, llenarte los ojos del gótico ducal y de la renacentista biblioteca, del colosal campanile, atalaya desde la que Galileo Galilei le mostró al Dux las propiedades ópticas de su telescopio recién inventado, y de la bizantina basílica, avanzar sin apenas detenerte porque hay que localizar el hotel y dejar el equipaje, y entrar en la plaza así, a buen paso y sin dejar de mirarlo todo: ser tú en la Piazza San Marco.



Gene Cernan, el último ser humano en pisar la luna, sintió durante la cuenta atrás, en el interior de la nave espacial, que aquella experiencia había dejado de ser algo que iba a hacer para convertirse en algo que estaba pasando. Para alguien como yo, estar en Venecia no difiere gran cosa de viajar a la luna. Podría dar muchas explicaciones al respecto, y la que sigue posiblemente no es la más precisa: cierto día de 1978, el director del Colegio Marista Castilla de Palencia, que acababa de rescatarme de la biblioteca, me dijo (bajando en el ascensor, me acuerdo bien) que mi padre ya le había comunicado que nos íbamos a vivir a Almería. Le consté que así era, y él me espetó una frase que no he olvidado nunca: ¿Sabes que en Almería los ríos no llevan agua? Yo tenía once años, e imagino que en ese momento mi cabeza aún estaba llena, además, de las fantasías que sin duda habría estado leyendo con tanto enfrascamiento como para no advertir que estaban cerrando la biblioteca conmigo dentro, de manera que no fui capaz de procesar plenamente la información que se me proporcionaba de repente. Cómo no van a llevar agua los ríos; si no llevan agua, no son ríos. Tal vez en sentido contrario habría sufrido una confusión parecida si me hubiera dicho que en una ciudad llamada Venecia las calles son canales de agua, y que yo iba a vivir en ella. Después de cuarenta y cinco años residiendo en una ciudad ubicada en el borde del único desierto de Europa sigo atrapado en la nostalgia del agua que discurre, de ahí que Venecia haya sido para mí, desde hace tanto e inconscientemente, la ciudad soñada, a medias entre una ciudad real y una de esas fantásticas ciudades invisibles que describió Ítalo Calvino a través de la voz de Marco Polo (viajero veneciano, por lo demás).

 


Y sí, la enumeración que he hecho de mis primeros pasos en Venecia es indistinguible de la que habría hecho cualquier otro turista. Referirme ahora a sus calles como un laberinto, también: desembocar en el Bacino Orseolo, una especie de dársena para góndolas junto a San Marcos, doblar equivocadamente una esquina, aventurarse por un sotoportego que nos devuelve a la buena ruta hacia el Hotel Serenissima, regresar a la Piazza ya liberados de equipaje, comprobar que el agua de la marea alta ha empezado a extenderse por el enlosado, caminar ahora con más cuidado, buscando pisar en seco, hacer las primeras fotografías, porque es la Plaza de San Marcos y estamos aquí, es algo que está pasando: mirarlo todo con embobamiento. Ellas se sientan en la terraza del Aurora para tomar un café y yo me lanzo a explorar los alrededores, llego al canal sobre el que está construido el Puente de los Suspiros, me interno en un vetusto zaguán cubierto en parte de agua, desde el que veo cruzar una góndola ahí afuera. Nos reencontramos los tres, ellas con el calzado en la mano, mojados los pies, y nos sentamos a comer gnocchi y spaghetti y a beber Lambrusco en la pizzería Rossopodoro, logrando una feliz intimidad incluso rodeados de la nutrida concurrencia que puebla las calles estrechas. Caminamos después sin descanso, sirviéndonos del navegador del móvil pues, como apunté, todo plano es inútil en Venecia, es, como dijo Ignacio Aldecoa de su Cuaderno de Godó, más que guía, perdedero. Y es en relación con esa idea que recuerdo de pronto un dialogo de los Hermanos Marx, cuando, en El hotel de los líos, creo, uno de ellos dice, temeroso y urgente: “¡Rápido, escondámonos, si nos encuentran estamos perdidos!”, a lo que otro responde: “Si nos encuentran, ¿cómo vamos a estar perdidos?”

Uno quisiera que Venecia fuera su escondedero, y es fácil sentir que, en efecto, te has perdido en el dédalo de su trama urbana, pero perdido en un encuentro multitudinario con desconocidos: te cruzas una y otra vez en distintos puntos de la ciudad con gente que te es familiar de otra calle, otro puente, otro campo. Ahora estamos en otro vaporetto, hasta el Puente de Rialto, que nos seduce con su reconocible identidad arqueada sobre el Canal, y apoyados en el ancho pretil de piedra sentimos ese asombro “de la distancia inesperada” entre nosotros, asomados, “y ese lujo de aguas y de góndolas”, tal y como escribió Julio Cortázar en un relato, y nos detenemos a escuchar el tercer movimiento del Verano de Vivaldi, que interpreta un violinista callejero, ese presto con el que nuestro propio verano, el viaje, el tiempo que nos separa de la despedida de nuestra hija va agotándose. En la otra orilla, desde un embarcadero de lanchas motoras amarradas a unos postes que emergen de la superficie, contemplamos Ca´ d´Doro, el bellísimo palacio que parece flotar en las aguas del Canal, y empieza a caer la tarde, y en el Campo de le Beccarie, frente al mercado de pescado, ahora vacío, nos tomamos un Aperol spritz, que yo, de inmediato, me comprometo a reproducir cuando regrese. Y hay otro largo caminar, de vuelta ya, callejeando, cruzando los puentes interiores de la ciudad sin coches ni motos ni patinetes, bendita Venecia entre todas las ciudades, y un detenerse para ver el crepúsculo desde el embarcadero de góndolas de San Marco, frente a la isla de San Giorgio, que es otra fantasía flotante bajo nubes delicadamente rosas, y un sentarnos en unos escalones de la Plaza de San Marcos, sobre la que ha caído la noche, todo tan imprescindible para el buen turista, tal vez, pero tan único, tan imborrable.




 

Cuento con una única oportunidad de ver amanecer en Venecia, y a la mañana siguiente, poco después de las seis, me visto sigilosamente y a oscuras para no despertarlas, salgo a las calles casi despobladas, vuelvo a la Plaza de San Marcos, donde muy pocos turistas madrugadores comparten tiempo y espacio con los operarios de la limpieza, espero la salida del sol desde un embarcadero tratando de no perturbarle el momento a otras tres personas que miran en la misma dirección, allá donde está naciendo verdaderamente el día, y volviéndome de espaldas contemplo la luna aún en el cielo, una luna redonda y blanquísima que solo dos días antes nos sorprendió llena entre dos edificios de Milán y ahora asiste a la salida del sol, como participando en un traspaso de poderes: ha finalizado el reinado de la noche y comienza el del día. Acabada la ceremonia, camino hasta el Puente de la Academia, el Gran Canal sólo lo recorren a esa hora las barcazas de transporte de mercancías, me interno en el barrio de Dorsoduro, descubro un canal distinto a los que ya he visto, con calles o fondamente a cada lado del río, y un astillero de góndolas junto a una iglesia, la de San Trovaso, y venecianos barriendo la puerta de su casa, y un callejón que muere en otro canal con ropa tendida. 


 

 

Reunidos los tres de nuevo es el momento del deslumbramiento en la Basílica de San Marcos, casi un puro síndrome de Stendhal al considerar los mosaicos que cubren por completo el interior y en los que prevalece el color dorado, como si hubiéramos penetrado en un arca de tesoros artísticos e históricos, las bóvedas y los arcos representando la totalidad de las Sagradas Escrituras, y en la terraza las réplicas de los cuatro caballos de bronce cuyos originales dominaron la Plaza durante siglos y hoy están preservados de la acción de los elementos en el museo de la Basílica: la historia de Venecia parece haber cabalgado a sus lomos, y a la sombra de sus réplicas contemplamos la Piazza y la Piazzetta, foro de esta ciudad única, que fue poderosa República de comerciantes, jamás amada, según escribió Jan Morris (Venecia, editorial Gallo Nero, 2022): “Siempre fue la foránea, siempre envidiada, siempre temida. No encajó en ninguna categoría de naciones apropiada. Fue la leona solitaria. Comerciaba con cristianos y musulmanes indiscriminadamente enfrentándose a las espantosas penas papales (…). Fue la más experta y desaprensiva amasadora de fortuna, se dedicó abiertamente al lucro, llegó incluso a tratar las guerras santas como inversiones prometedoras…”.

Una única cosa nos queda por hacer, de las muchas que nos gustaría si dispusiéramos de tiempo suficiente. Buscar el rincón donde alguien a quien mi hija admira mucho rodó una escena de una película, en el Soportego del Magazén, según descubrimos al llegar, y luego más canales, más puentes, cada uno de ellos distinto a todos los demás, y más góndolas deslizándose mansamente en sus aguas quietas, entre casonas y palacios, de piedra o ladrillo, siempre con una suntuosa pero envejecida elegancia, de fachadas con desconchaduras y puertas y portones a pie de superficie y moho y verdín y balcones con macetas, y la luz del sol que intensifica el verdor del agua al fondo de un canal en sombras, escalones, soportales, callejuelas, tiendas de recuerdos, terrazas entoldadas, como aquella del Campo San Giovanni e Paolo en la que hacemos de la necesidad de alimentarnos un regalo para el estómago y para los ojos (góndolas amarradas entre postes en el río del Mendicanti, el amplio ángulo que forman la enorme basílica y la Scuola Grande, el monumento ecuestre del condottiero Bartolomeo Colleoni), y también para los oídos: silencio de la ciudad sin coches, sin motos, sin otro ruido de motores que los que de tarde en tarde trae una lancha abriendo ondas de agua en el canal. Luego la vuelta al hotel, el vaporetto por última vez, la estación de Santa Lucía…

Pero ya insinué que este viaje, con sus tres días en Milán, fue el preámbulo de una separación y del retorno a un nido vacío: mi hija pasará este curso en Italia. «Un día meto en la cama a mi hija de pocos meses, piensa Roberto, la dejo dormida y me voy a mi cuarto y, de pronto, escucho el ruido de unos tacones en su habitación y resulta que han pasado, de golpe, dieciséis años», escribió Miguel Sanfeliu en su novela Parece que cicatriza, y quien dice tacones y dieciséis años dice Erasmus y dos décadas, y es increíble. El paso del tiempo, su fugacidad, el cómo se pasa la vida, la evidencia de que nada podrá devolvernos la hora del esplendor en la hierba: increíble. De alguna manera, Venecia somos todos, pasados los años. Al menos lo soy yo: una isla, con toda una historia a cuestas, tratando de seguir pareciéndome a la mejor versión de mí mismo, pero cada vez más desconchado, y enmohecido, y lleno de rincones donde se acumulan los recuerdos. Y soy ahora una Venecia sin ella, una Venecia sin ti, Aida, y qué distinto todo.




 Fotografías: JFH

Un mundo propio

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Para su acostumbrada y breve reapertura anual elige el Loser esta vez la figura de un círculo que se cierra, sin que ello signifique el cierre definitivo del propio blog&bar, que quizá no se produzca nunca, o al menos eso espero, pues este lugar ya es parte de mí. Es un círculo que se cierra porque la primera entrada, allá por el 31 de marzo de 2011, trataba de un libro recién publicado, Pasadizos, del cual es autor quien ha venido regentando este local desde entonces, y ésta que es última por ahora trata, a su vez, de otro libro, Un mundo propio, que reúne precisamente una selección de los textos que aquí han aparecido a lo largo de estos más de trece años, y en los que siempre hubo una voluntad de hablar con el lector cara a cara, en la intimidad de la imaginación compartida que acepta jugar al juego propuesto: que hay una barra entre quien habla y quien escucha, y un cóctel entre ambos, que suena alguna música, que las paredes están adornadas con fotografías de perdedores cinematográficos, que este lugar a media luz es eso, un consulado, un refugio, un espacio para permanecer al abrigo de la mentira, del vertiginoso transcurrir del tiempo, del ruido, de la división…

La intimidad que propone un libro es otra distinta a aquella a la que acudí para tratar de vencer en quienes han tenido la generosidad de leerme aquí esa tendencia a la distracción que provocan las pantallas, esa lectura por encima, algo superficial, que inevitablemente se hace de un texto en un móvil, en un ordenador, incluso en un libro electrónico, yo al menos así lo siento y así se lo he oído a muchas otras personas. Aquel «In omnibus requiem quaesivi, et nusquam inveni nisi in angulo cum libro», de Tomás de Kempis, que casi todos conocimos citado por Umberto Eco en las primeras páginas de El nombre de la rosa, aquel pensamiento de no haber logrado hallar el descanso, después de haberlo buscado en todo, más que en un rincón con un libro, hablaba del libro tradicional, en papel, acaso incluso escrito por amanuenses, porque no cabía todavía imaginar ningún otro, claro está; y sin embargo, enunciado hoy, cuando hay ya otros artefactos para leer en ellos que no son ya unas hojas encuadernadas, enunciado en latín o en castellano o en cualquier otro idioma, se sigue teniendo la sensación de que al hablar de un libro en estos términos es en el libro de toda la vida donde verdaderamente encontrarás la concentración y el reposo. Hablo desde la experiencia de quien ha intentado esa concentración en un libro electrónico y no la ha conseguido, y de quien repasa superficialmente cualquier artículo en un diario digital, que en muchas ocasiones lleva en el encabezamiento la estimación del tiempo que ocupa su lectura, como para advertir que no será mucho, tranquilos; de quien picotea en ellos, y salta a otro artículo distinto mediante un enlace, y pierde el hilo, o ha de imprimirlo en folios si de verdad quiere enterarse plenamente de lo que dice.

En uno de los capítulos de su magnífico libro Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, Nicholas Carr hace un recorrido por la evolución histórica de la escritura hasta llegar a lo que él llama «la página profundizada»: tablillas de arcilla o de cera en que se imprimían los signos de la escritura, rollos de papiro, el pergamino, y siempre una escritura continua, reproduciendo la forma en que se habla, y en cierto momento de la historia, a comienzos del segundo milenio, antes de la invención de la imprenta, la separación de las palabras, de tal manera que el lector pasa de tener que concentrarse en la tarea de identificar los vocablos en una línea larga a poder abstraerse en el contenido, en lo que se cuenta. Nace la lectura atenta, profunda, esa lectura que según describió T. S. Eliot sitúa al lector en «un punto de quietud en un mundo que gira»; es una concentración que, aplicada al acto de leer, supone una rareza para la mente humana, que ha de permanecer siempre consciente de lo que nos rodea, pues de ello podría depender salvar un peligro o captar una oportunidad. La lectura en silencio, concentrada, absorta, dice Carr, permite perderse en las páginas de un libro: el escritor se funde con el lector y el lector se hace libro. Insiste Carr en que las pantallas están anulando esa capacidad de concentración, y se refiere a cómo ávidos lectores declaran que cada vez tienen que esforzarse más para mantener la atención en la lectura de un libro como resultado del efecto que la lectura en digital está causando en nuestras mentes. Y es cierto: leer hoy es buscar ese punto de quietud del que hablaba Eliot en un mundo que gira a nuestro alrededor como un torbellino de distracciones.


Cada libro impreso es un objeto único, es tu libro o un libro que te prestan y acaso te olvidas de devolver o un libro tomado de una biblioteca pública al que las manos de tantos lectores han ido dándole la forma con que llega hasta ti, y en cuyas páginas podría pensarse que permanecen indicios inmateriales de quienes las recorrieron con los ojos antes que tú. En cada libro impreso y encuadernado se establece una complicidad inconsciente con el contenido (la ficción, el ensayo, los poemas, las reflexiones) a través de la relación entre el grosor creciente de las páginas leídas y el menguante de las que te quedan por leer: la lectura no tiene que ver con el tiempo que inviertes en ella, sino con el espacio que vas conquistando a medida que avanzas y que a su vez está vinculado a los espacios que el conocimiento o la fantasía van abriendo en tu interior.

Soy, ya se ve, un hombre de libros, desde muy niño, de ahí que haber llegado ahora a éste, ver en él las palabras que escribí para el blog, tenga mucho de culminación de un anhelo. Recuerda Borges en sus Otras inquisiciones una afirmación de Mallarmé: «El mundo existe para llegar a un libro». Así este mundo propio, mi mundo, en el que ando gozosamente perdido, perdido por elección y muchas veces sin poder evitarlo, un poco ensimismado -qué palabra, ensimismado, ¿verdad?-, un mundo interior creado con historias apasionadamente leídas, con películas o actores que dejaron en mí la perfección de una escena que luego creeré reconocer en la vida real  o un gesto que imitaré irreflexivamente, creado con el canto de un mirlo, con las sensaciones que me despiertan ciertas piezas de música, con el hueco que abre a mis pies la pérdida de un amigo, con el juego de imaginar una película que no existe a partir de un cuadro y una obra de teatro, con las virtudes del silencio, con la añoranza por la tierra en la que se hunden mis raíces, con el recuerdo de un club de jazz ya desaparecido o de un programa de radio que dejó una huella imborrable en mí, con ciudades visitadas, y espejos, y museos, y que es un mundo que no pretende ser encierro, guarida de misántropo, sino que ha buscado siempre darse al exterior. Así he sido desde niño: alguien que busca contagiar a otros las emociones que he experimentado entre unas páginas, en una sala de cine, frente a una obra maestra de la pintura, dejándome llevar por la brillante interpretación de un concierto de violín. Casi nunca ha sido una mera reseña literaria, o una descripción más o menos bien compuesta de un paisaje o una experiencia, sino la pura y encendida transmisión de un sentimiento, y también, por qué no, la voluntad de compartir conocimientos adquiridos en cada una de esas íntimas aventuras que uno ha emprendido como parte de la construcción de ese mundo propio.

Por lo demás, el libro lo publica la Editorial Dos Aguas dentro de la iniciativa The Book Project, por la cual los beneficios que una obra genere van destinados a una causa solidaria o a un proyecto cultural. Creo justo que así sea. Ningún rendimiento económico le he sacado nunca al blog y entiendo que así debe ser ahora que el Loser es también un libro. He elegido la Asociación de amigos de la Orquesta Ciudad de Almería como destinataria de esos beneficios, no sólo por la gran labor que hacen en apoyo de la Orquesta y sus músicos, sino también en recuerdo de los años en que mi hija formó parte de las secciones Infantil, primero, y Joven después. Años de enorme enriquecimiento personal, tanto para mi hija como para mí. Al fin y al cabo, a ella está dedicado el libro.

Y puesto que es tanta la música que atraviesa Un mundo propio, existe un playlist en Spotify a manera de banda sonora…

  

Para más información o pedir un ejemplar: info@editorialdosaguas.com 


 

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