Shane
Despedida en clave de Julio
Eclipse
Tras los últimos pasos de Jorge Manrique
Jorge Manrique en Paredes de Nava |
Castillo de Garcimuñoz |
Puerta del castillo |
Monasterio y fortaleza de Uclés |
Monasterio de Uclés |
¿En qué lugar de esta iglesia del Monasterio reposan los restos de Jorge Manrique? |
Esas puertas musicales al pasado
Jane y Robert, sus almas en la noche
Polidori
John William Polidori (por F. G. Gainsford) National Portrait Gallery, London |
Ha sido una de mis historias literarias preferidas desde que tenía menos edad aún que sus lejanos protagonistas: ocurrió en junio de 1816, en una mansión suiza enclavada a la orilla del lago Lemán: Villa Diodati. Aquel año, el volcán Tambora, en Indonesia, junto con un acentuado mínimo solar, suprimieron el verano. Encerrados a causa de una sucesión de días y noches de tormenta, un grupo de jóvenes leía en voz alta historias de fantasmas para vencer el tedio. Eran el poeta Lord Byron, de veintisiete años, su entonces médico personal, John William Polidori, de veinte, el también poeta inglés Percy B. Shelley, de veintitrés, y quien aún no era esposa de éste pero sí su amante, Mary W. Godwin, de tan solo dieciocho. Fue Byron quien propuso que cada uno de ellos escribiera su propia historia de espectros y aparecidos. De aquel desafío surgirían dos de las figuras esenciales de la literatura de terror: el monstruo de Frankenstein, que le proporcionó a Mary Shelley la inmortalidad tras la publicación de su novela dos años después, y el vampiro, surgido de la imaginación de Polidori, pero que no le trajo a su autor gloria alguna: titulado así, El vampiro, el relato se publicó 1819 (setenta y ocho años antes que el Drácula de Bram Stoker) sin su consentimiento y atribuido a Lord Byron, quien se apresuró a desdeñarlo como obra ajena y mal escrita.
Volver al olivo
Cierta distancia, de Miguel Sanfeliu
Desde la cubierta de la Nao Victoria
Victoria |
Galeón Andalucía a popa de la Nao Victoria |
En el Galeón Andalucía |
La Luna en la plenitud de su majestad
Image Credit: NASA/OSIRIS-REx team and the University of Arizona |
Idea para un cuento
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La sinfonía vital de Amaia Romero
“Allí donde solíamos gritar” (con Love of Lesbian). Junio 2018.
"Un nuevo lugar". Diciembre 2018.
"El relámpago. Mayo 2019.
Perpetuum Mobile, de José Luis Campos Duaso
Con J. L. Campos en Instición (Almería) durante la presentación de Perpetuum Mobile. 25/07/2020 |
Y en Almócita, el 2 de agosto de 2019, el "Tratado de aeromaquia"
Raymond Reddington
Vaya por delante que Raymond Reddington no es un perdedor, y que por tanto su fotografía no aparece en ese Salón de la Derrota que son las paredes del Loser. Le conmovería repasar la Galería, eso sí. Miraría los retratos con la cabeza ladeada, asentiría ante cada uno de los personajes, tal vez contaría alguna anécdota referida a muchos de ellos... En cierta ocasión -en cierto capítulo de la quinta temporada de The Blacklist-, la agente Elizabeth Keen se encontró con él en un cine donde “Red” Reddington era el único espectador. Proyectaban Gilda, la escena en que Rita Hayworth canta Put the Blame On Mame. Red le dedica unas palabras de elogio a la legendaria actriz, y Keen le pregunta: “¿Qué se siente siendo un anacronismo andante?”. “Autoridad moral”, responde él. Y aquí está, claro. En este blog&bar donde todo anacronismo tiene su asiento.
El planteamiento inicial de la serie The Blacklist, en cuyo complejo laberinto de intrigas he quedado fatalmente atrapado, es el siguiente: uno de los diez fugitivos más buscados por el FBI durante más de dos décadas, el carismático y escurridizo maestro del crimen Raymond Reddington, se entrega por sorpresa a la Agencia Federal en Washington y se ofrece como informante. A cambio de un acuerdo de inmunidad, R. R. iría desvelándoles la identidad de grandes malhechores que están en la sombra, y cuyos actos delictivos ni siquiera son conocidos porque no pasan por tales. Eso sí, lo hará con una condición irrenunciable: el hilo del que tirar para cada uno de los nombres de esta “lista negra” sólo se lo ofrecerá a la agente Elizabeth Keen.
Ocurre que nadie en La Oficina de Correos -las instalaciones federales reservadas adonde lo han traslado para mayor seguridad- conoce a Elizabeth Keen. De hecho, es su primer día de trabajo y aún no se ha presentado. Es una perfiladora del FBI, procedente de Nueva York, y finalmente se encuentra frente a un Raymond Reddington a quien no conoce y que emerge sonriente del bunker de cristal donde lo tienen encerrado. Su primer encuentro con Reddington es un homenaje al primer encuentro entre Hannibal Lecter y Clarice Starling. Pero la relación entre estos otros dos personajes… Bueno, digamos que es otro nivel de complejidad, como se irá viendo a medida que vayan pasando las temporadas.
Saber quién es Elizabeth Keen fue fácil -aparentemente-; vendrán otras preguntas más complicadas de responder: Qué vínculo tiene con Reddington, y, sobre todo: ¿Quién es realmente el hombre que se hace llamar Raymond Reddington?
James Spader, en la plenitud de su madurez interpretativa, ha logrado componer un personaje absolutamente memorable. No soy el primero que cae bajo su hechizo. Desde luego, es un criminal, aunque no a la manera patológica de Lecter (todo parecido entre ambos finaliza en ese primer encuentro con Keen). Reddington es un profesional, es El Conserje del Crimen, alguien con una asombrosa red de contactos por todo el mundo, pequeños y grandes delincuantes. Un anarquista, le dicen en una ocasión, aunque él, sin negarlo del todo, prefiere definirse como “oportunista”. Y es un anacronismo, sí: vive desconectado, de modo que aun siendo un fugitivo se mueve con aparente libertad porque es imposible su geolocalización. No duerme dos noches seguidas en el mismo lugar. Lee a Baudelaire y a Allan Poe, en su avión privado tiene la filmografía completa de François Truffaut, viste como si acabara de salir de una película policíaca de finales de los sesenta o principios de los setenta: sombrero Fedora, traje con chaleco, impecables zapatos italianos, gafas con cristales ámbar, corbatas vistosas, en invierno parkas con capucha. Es un tío con clase, que cuida su aspecto, pero sin la afectación de un dandi. Es todo un epicúreo en el comer y el beber y el contemplar una puesta de sol. Tiene un inacabable repertorio de anécdotas, fruto de las muchas experiencias vividas en todos los rincones del planeta a lo largo de años y años de carrera delictiva, y nunca, nunca, perdona una traición. Bueno, hay una salvedad: Liz Keen. Si R. R. fuera un cínico tal vez hablaría del asesinato como lo hace Thomas de Quincey: como si se tratara de un arte, es decir, desde un punto de vista estético y no desde el lado moral, su lado malo, señala de Quincey. No, el innegable buen gusto de Raymond Reddington no alcanza a los pormenores de una muerte violenta. Red no es ningún cínico, pero sí un tipo maravillosamente irónico, y la ironía, escribió Francisco Umbral, es “la ternura de la inteligencia”. Jamás se recrea en el acto de quitar una vida: la quita, sin más. Fríamente. Es implacable, temible, pero, según dice él mismo, nunca ha matado a nadie que no lo mereciera.
Y luego está la actriz Megan Boone, la bellísima y expresiva Megan Boone, que sabe resolver magníficamente la responsabilidad de dar vida al personaje que experimenta una mayor evolución a lo largo de la serie, de perfiladora del FBI a número uno de la lista negra. Elizabeth Keen bordea las zonas oscuras de su alma desde que Raymond Reddington apareció en su vida, probablemente desde mucho antes pero siempre en relación con él, con Reddington, y con su madre -una agente rusa- y con el entramado de secretos, violencia y devoción hacia ella en que parece envuelta desde niña, desde aquel incendio que apenas recuerda, desde aquel disparo entre las llamas. El productor y los guionistas le concedieron a Megan Boone el regalo de un capítulo centrado en su personaje, Ruina (Ruin), que comienza con la voz de Leonard Cohen y su Famous Blue Raincoat mientras Liz corre por el bosque: se ha aislado en una cabaña, se hace llamar Grace cuando baja al pueblo a comprar, el dolor está forjando el acero de su carácter, es buena en lo suyo, muy buena, es una instintiva cazadora de villanos, implacable también. Quiso apartarse de la violencia, pero la violencia vino a buscarla. Reddington la ha adiestrado bien en las primeras cuatro temporadas. Es mi capítulo favorito.
Para los agentes del FBI que acabarán formando el grupo especial (Harold Cooper, Donald Ressler,Aram Mojtabai, Samar Navavi, Alina Park, la propia Elizabeth Keen) trabajar con Raymond Reddington pondrá su integridad a prueba. Como dice la propia Keen en cierta ocasión, Red es un hombre malo capaz de hacer cosas muy buenas. Y en el fondo, se trata elegir entre permitir que un delincuente pueda seguir ampliando su imperio libremente, aprovechándose incluso del FBI, a cambio de detener o abatir gracias a él a cientos de terribles malhechores, o detenerle a él y dejar libres a todos los demás, permitiendo que cientos, miles de vidas inocentes se pierdan.
Nada sería tan excitante, tan adictivo, en The Blacklist de no ser por los brillantes guiones que la sostienen. Dos ejemplos del tono casi shakesperiano -pasado por Coppola- que a veces pueden alcanzar los monólogos de Reddington.
“Nuestra amistad surgió del sufrimiento y la desesperación. De la confianza y la compasión. Creció en la crisis y el caos. Maduró con la curiosidad y el estudio. Nuestra vida juntos ha sido la pacífica sencillez. Nuestra vida juntos desafiaba a la muerte. No sé si la palabra correcta es amistad. O amor. Sólo sé que vivirá en mí tanto como yo viva. Y con suerte más. Me fui para pensar en ti y en mí, y solo podía pensar en que te echo de menos. A nosotros. Elizabeth Keen me ha mentido y engañado más veces de las que puedo contar, y siempre la he perdonado. Pero me doy cuenta de que tú no necesitas mi perdón. Jamás. Porque en lo que se refiere a esto (y hace un gesto de ‘tú y yo’) no puedes equivocarte”.
Dos: A Elizabeth Keen le hace Raymond Reddington, en la sexta temporada, el mejor resumen de cuáles son los principios por los que se rige:
“- Vivo y trabajo según un estricto código basado en la lealtad, la justicia y la confianza. Sobrevivo porque elimino a aquellos que lo traicionan. Hasta ahora no he perdonado a nadie. Ni siquiera a mis socios más cercanos. Ni siquiera a Kate Kaplan.
- ¿De ahí tus sentimientos encontrados? – le pregunta Liz. - ¿No sabes si matarme porque he traicionado un código?
-Te burlas porque vives en un mundo de códigos institucionalizados, en el que ha sido impuesto el orden de los poderosos y ajenos a ti, en el que hay leyes y normas para todo. Yo vivo en un mundo sin ley ni normas, y desde luego sin orden. Así que debo imponerme uno propio. Mis sentimientos encontrados no son porque dude si matarte. Son porque no puedo hacerlo. Porque no puedo matarte, ni confiar en ti, ni perdonarte”.
Fotos: NBC
Amaia, Cuando no sé quién soy
De vuelta al fin a cara descubierta en un patio de butacas, aprovechando un paréntesis de auténtica realidad entre esa otra nueva y menos real que no acaba del todo y aquella quién sabe si peor que se anuncia en los informativos para más adelante. Carpe diem. El público va entrando en la sala y ocupando sus localidades poco a poco sin dejar de mirar el escenario, en cuyo centro destaca un piano vertical emplazado sobre un estrado y bañado en luz. Detrás, los otros instrumentos que oficiarán esta noche el rito excitante de la música en directo, las guitarras y bajos en sus soportes, la batería, los teclados eléctricos. Una voz anuncia que faltan cinco minutos para el concierto, y brota una entusiasmada ovación en platea y anfiteatros, y luego otra ovación más a falta de tres minutos, y otra cuando se empiezan a atenuar las luces y el auditorio acaba por sumirse en una oscuridad que no alcanza al piano y a la banqueta acolchada, iluminados por un foco en cuya claridad queda como atrapado el recurso jazzístico del humo. No nos miramos mi hija y yo “con ese ligero temblor de despedida que nos gana siempre al empezar un concierto”, según escribió Cortázar acerca de uno de Thelonius Monk. Nuestros ojos más bien tratan de advertir en la penumbra del escenario algún movimiento que pudiera delatar la entrada de Amaia, pero son otros espectadores quienes lo logran, las primeras filas, tal vez: la espera se convierte en aplausos crecientes, en aclamaciones, y ella aparece junto al piano, saluda sonriente, se inclina hacia adelante, se sienta frente al teclado. Su voz y las primeras notas del piano suceden al mismo tiempo.
De Amaia Romero (Pamplona, 1999) escribió Juan Sanguino en El País que “es una artista que despierta tanto interés por lo que hace como por lo que podría hacer”, y es esta una idea que resume bien el fenómeno que supuso su deslumbrante y prometedora aparición en el panorama musical español con tan solo dieciocho años, a través de un programa de televisión, y las expectativas tan elevadas que siguen puestas en ella, al punto de que cuando publicó su primer disco, el notable Pero no pasa nada (2019), pareció que a algunos ese pequeño paso inicial en la carrera de una mujer tan joven se les antojaba también un pequeño paso para la Humanidad. Demasiada responsabilidad en las manos de quien, al fin y al cabo, se está buscando aún como artista. De toda esa carga, sin embargo, hace ella materia de creación musical: con la canción que abre los conciertos de su gira actual, que es también la primera canción de su segundo disco, Cuando no sé quién soy, nos da la bienvenida “al show de su vida en borrador”, nos asegura que sí, que “Quiero ser lo que se espera de mí y seguir siendo yo a la vez”, y confiesa que sabiendo que “están todos esperando” le da “miedo que haya tanta expectación”. Y tal vez este admirable segundo disco siga sin ser ese gran salto para la Humanidad, pero desde luego es un enorme paso no solo en su carrera sino en la propia música indie pop española, en cuyo género se inscribe.
Tomando el libreto que acompaña al cedé nos encontramos en la portada su rostro pensativo en primerísimo plano y un menudo colgante en forma de corazón que sostiene junto a sus labios y lleva dentro una fotografía de cuando era niña. La primera frase del disco, “Ya no soy pequeña, tampoco soy mayor”, que establece un contexto vital pero también, ya de partida, una de las líneas argumentales del disco - ese no saber aún quién es que le da título-, me hace pensar en aquella pregunta que Ana María Matute puso en boca de la adolescente que protagoniza su novela Primera memoria: “¿Qué clase de monstruo soy ahora que ya no tengo mi niñez y no soy, de ninguna manera, una mujer?”. Amaia no es ya una adolescente, pero como todos nosotros en el primer tramo de la veintena apenas empieza a vislumbrar la clase de adulto en que podría convertirse y está en proceso de romper el hilo que aún le une a su niñez. Con la última frase del disco le da, en cierto modo, por roto, y lo lamenta, aún sabiéndolo inevitable: “En el parque Yamaguchi / yo me debí quedar”, siendo ese parque de su ciudad natal representación del paraíso perdido de la infancia o peterpanesco país de Nunca Jamás. En esta canción que cierra el disco, enraizada oportunamente en el folclore navarro, establece además un hermoso juego de simetrías cortazarianas: hay un parque en Pamplona llamado Yamaguchi donde ella lloró primeros amores y un parque en la ciudad japonesa de Yamaguchi llamado Pamplona donde tal vez una niña llorará, como hay una joven de familia acomodada en Buenos Aires que presiente la existencia de una mendiga en Budapest que de alguna manera es ella y sufre violencia y frío (‘Lejana’) o unas Galerías Güemes en Buenos Aires y unas Galerías Vivienne en París, tan lejos y sin embargo tan a continuación una de otra, tan al alcance de un caminar a la deriva (‘El otro cielo’).
Entre la primera frase y la última, diez canciones que atraviesan distintos estilos, en los que predomina un sofisticado sonido electrónico, de atmósfera retro, e igualmente distintos estados de ánimo; que podrían retratar diferentes fases de una relación amorosa pero que son al mismo tiempo un diálogo consigo misma y sobre sí misma, y que le ponen música a una evolución personal y artística de larga zancada; canciones de tránsito a la madurez, de descubrimiento, de reafirmación, a veces melancólicas, a veces gamberras, atrevidas, canciones de quien tiene las riendas y puede ofrecer su alma o esconder toda emoción, según el momento, y confesarse pesimista a veces, y dibujar con delicadísimo trazo esos periodos de abatimiento en los que no conviene olvidar que, después de todo, cada uno de nosotros somos una persona más.
‘Yo invito’ ejemplifica a la perfección esa dualidad temática que se extiende a lo largo del disco: en sí misma, la canción es la crónica de la superación sin traumas de una ruptura sentimental, y así se entiende en cada de uno de sus versos cuando se escucha. Sin embargo, el videoclip parece proponer una segunda interpretación mediante el recurso de unas ovejas, primero una sola que entra a la manera buñueliniana en el bar mortecino donde ella bebe apoyada en la barra, y luego un multitudinario rebaño en el campo que Amaia observa, a pie quieto, pasar a su alrededor. El rebaño de ovejas es recurrente símbolo de gregarismo, imagen de aborregamiento y mansedumbre y uniformidad ciega frente a la libertad de quienes defienden su diferencia contra viento y marea. (Yo mismo la utilicé hace años en un vídeo que tenía mucho de arrebato y que tal vez explique mejor lo que trato de decir: 👉 Aquí acaban las palabras, se titulaba). Así, la entrada de la oveja en el bar coincide con los versos “Ya no sé qué va a ser de mí / pero sé que hoy me despido de ti / Voy a hacerte cruz y raya / Me siento triste pero liberada”, cantados mientras primero se miran la una a la otra en plano contra plano, y luego la oveja desaparece y aparece ella, que echa un trago y empieza a ejecutar un baile singular con el que parece representar esa sensación de liberación –“Hoy voy a invitar a todo / volver cuando amanezca / caerme, hacer el tonto / mandar todo a la mierda”. ¿Qué libertad festeja? ¿De quién se despide hoy? ¿A quién le hace “cruz y raya”? ¿No será a esa otra Amaia que podría ceder a la tentación de integrarse en el rebaño, y a quien le dice que no, y rompe con ella sin más, aunque eso conlleve “aceptar / que hay cosas que nunca me van a ocurrir”? En la primera canción del disco, ‘Bienvenidos al show’, parece decirlo de otra manera cuando asegura que en su armario nunca hay prendas del color que según las revistas está de moda: “Me da igual, ya no pienso fingir”, añade. No en vano, es precisamente el hecho de estar llevando su carrera con total libertad -y además su voz hipnótica y su falta de impostura- lo que más comúnmente se le reconoce como seña de identidad, algo nada fácil, ni en esa industria ni, sobre todo, siendo mujer. Billy Holiday escribió en sus memorias: “La gente no entiende cuánto hay que luchar para grabar lo que uno quiere y tal como quiere”, y también: “En toda la tierra no hay dos personas idénticas y lo mismo tiene que suceder en música, de lo contrario no será música”. Esa es la lucha de Amaia, y Cuando no sé quién soy supone una victoria personal de la que nos beneficiamos todos los que apreciamos la buena música.
Reconozco que mis predilecciones musicales están fijadas hace tiempo y celebran fundamentalmente la inspiración del pasado o se inclinan hacia largas y contrastadas trayectorias, de Bach a Frank Sinatra o Eric Clapton, de los madrigales de Monteverdi a la música planeadora de Juanma Cidrón, del ‘See, The Conquering Hero Comes’de Haendel, al ‘Child Of Vision’ de Supertramp, una multiplicidad de ritmos y estilos y movimientos y bandas sonoras y solos de violín o de guitarra eléctrica y arias y scat singing. Habrá quien diga que los prejuicios me impiden prestar más atención a la música que pueda estar haciéndose ahora, pero es que lo que llega a mis oídos sin buscarlo no me dice nada, salvo, eso sí, algunos nombres que mi hija me va descubriendo, Taylor Swift o Harry Styles, por ejemplo. Lo que me atrae de la música de Amaia es que ella no se deja llevar por el impetuoso torrente comercial que hoy todo lo arrasa y anega, melodías idénticas con ADN de radiofórmula, ritmos repetitivos, machacones, ese tumbtumbtumb trepidante que ruge desde las ventanillas de algunos coches, y en cambio defiende su libertad para explorar a contracorriente territorios propios a partir de sus afinidades y descubrimientos, llevar a su estilo cualquier canción, partir de la experimentación con ecos de los setenta, los ochenta, los noventa y alcanzar un sonido nuevo en el que se identifique.
El pudor me impide desde niño brincar y cantar a pleno pulmón en público, pero a cambio soy un atento observador. En el Auditorio Víctor Villegas de Murcia tuve oportunidad de comprobar el efecto que Amaia produce en el público, la emoción callada que se palpa en la sala en penumbra, y que yo compartí, cuando interpreta las canciones más íntimas acompañándose con el piano, pero también la euforia general que se desata con los temas más animosos, en los que le acompañan, embebidos en una virtuosa y elegante complicidad sonora, los estupendos músicos que van de gira con ella (Aleix Bou, Paula Vegas, Amaia Miranda y Miquel Sospedra). Amaia se mueve de un extremo al otro del escenario con la autoridad de quien recorre sus dominios naturales pero también con el radiante desparpajo de quien juega y se divierte dando rienda a su talento. Al salir del auditorio se tiene la sensación de haber vivido una experiencia verdaderamente intensa. Hay madera de artista grande, duradera, indómita, y este espléndido segundo disco -a destacar el trabajo de producción que ha llevado a cabo Cristian Quirante (Alizzz): la alianza creativa entre Amaia y él lleva dentro el temblor excitante de una agitación musical de alcance impredecible-, este espléndido segundo disco, digo, este Cuando no sé quién soy, supone una inmejorable manera de comenzar una nueva etapa (o una nueva sinfonía vital).
Cuando no sé quién soy contiene esta impagable versión de 'Santos que yo te pinte' de Los Planetas
El tríptico noir de Justo Navarro
Digamos que este viejo local que ahora abre una vez al año no está regentado ya por un barman propiamente dicho, sino más bien por el fantasma de un barman en cuyas manos incorpóreas vino a caer hace tiempo un sobrecito de azúcar con la siguiente cita de Einstein: “Si todo te da igual, estás haciendo mal las cuentas”. Será eso, entonces. Que estoy haciendo mal las cuentas. Soy de letras, como digo cada vez que me enfrento a una operación matemática, y será cosa de tirar de esta excusa para justificar también el desencanto.
En cualquier caso, ese “todo” del “todo te da igual” no es en mi caso exactamente todo-todo-todo, porque lo cierto es que ahí afuera aún hay cosas, ay, capaces de brillar para mí en su diferencia. Por ejemplo: tardé varios meses en saber que Justo Navarro había publicado la tercera novela de su comisario Polo, y corrí a comprarla como cuando era joven y no podía esperar para tener en las manos ciertos libros recién editados.
Imagino que alguien habrá hablado de trilogía al referirse a Bologna Boogie (2021) como prolongación literaria de Petit Paris (2019) y Gran Granada (2015), o de saga, concepto más manoseado todavía, pero yo veo los tres libros como un tríptico. ¿De qué? Un tríptico noir que a la manera de un Bosco de nuestro tiempo retratase en tres tablas un jardín de los delirios fascistas como decorado histórico de tres excelentes novelas negras. Cronológicamente, un París empequeñecido por la oscuridad del nazismo que lo ocupa en 1943; una Bolonia post-mussoliniana en 1947, en donde, acabada la guerra, vencidos ya el fascismo alemán y el italiano y bajo la amenaza ahora del comunismo soviético, hay quienes se dedican a la intriga política como si fuera el último baile de moda, el boogie woogie, explica Navarro; y finalmente, la Granada de 1963, engrandecida de NODO y burguesía afecta al Régimen, en un país en el que el franquismo ha podido seguir celebrando año tras año su victoria de brazo alzado pues así lo permitieron tras la Guerra Mundial los aliados que derrotaron a Hitler y a Mussolini.
Y en las tres ciudades está Polo, el comisario Polo, asistiendo desde sus insólitos dos metros de altura a la multiplicación de los cadáveres y favoreciendo con su perspicacia y su privilegiada capacidad de observación el desenredo de cada madeja criminal.
Ya Gran Granada me devolvió el placer de la literatura policial, de la que me di auténticos atracones en mi adolescencia y juventud, y en la que, salvo excepciones, acabé por echar de menos un lenguaje más sólido, como el que Navarro utiliza, prosa de poeta, precisa como un reloj suizo, la excelente prosa que impregna todas sus novelas y que se ajusta como un guante al andamiaje literario que sostiene al género negro. Leí entonces, digo, a todos los grandes autores de novela policíaca y a buena parte de los intermedios, y de los mejores casi toda su obra. He seguido frecuentando, eso sí, de tarde en tarde, el turbio universo de Patricia Highsmith, y no hace mucho me regalé, treinta y tantos años después, la relectura de esa grandísima novela que es Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán.
Como esa y las demás novelas del detective Carvalho, Gran Granada es, a un tiempo, escrupulosamente respetuosa con los códigos del género y costumbrista, en su más elevado significado, hasta hacer pensar en ocasiones en una Colmena granadina de los sesenta teñida en negro. Es, además, un retrato de esa jerarquía en el ejercicio de la autoridad que se desarrollaba durante el franquismo en la parte superior de la pirámide social, y una crónica en escala de grises de lo más granado de una ciudad de provincias en un tiempo donde los únicos colores que parecían destacar eran el rojo y el gualda de la bandera, como los peces en Rumble Fish, la peli de Coppola. Qué estupendo ese momento en que el viejo comisario desciende hasta los barrios obreros en busca de un recepcionista de hotel y éste y su mujer le miran como desde abajo, apabullados por la altura de su posición y los gruesos lentes que parecen tener su razón de ser en la voluntad de escudriñar desde tan arriba.
Uno sale del libro como abandonando a unos personajes que en el ir y venir de las fechas, de las sospechas y de los temores acaban por hacerse un hueco en la vida del lector. Me quedé prendado de cierto subbibliotecario, porque me resultaba fascinante la idea de que pudiera existir una figura así, cuya labor fuera buscar en los libros devueltos a una biblioteca pública cualquier indicio que pudiera dar una pista sobre algún desafecto al Régimen: qué mayor ejemplo de cómo fascismo y estalinismo se daban la mano en su obsesión por rebuscar en las vidas de todos.
Por otra parte, al terminar la siguiente, Petit Paris, recuerdo haber dejado al comisario Polo mirando la mancha de lápiz de labios en una colilla aplastada por Alodia Dolz en un cenicero del hotel Barbicane. La mirada discretamente minuciosa de Polo y su oído bien atento atraviesan toda esta estupenda novela, que es un veinte años antes, y no después, como en los mosqueteros de Dumas. Al final de esta segunda historia de Polo, el lector casi siente que la ha leído no con sus propios ojos, sino con los del comisario, que su conciencia ha sido la conciencia del protagonista, que nuestro estar en las páginas del libro ha sido su no querer seguir estando en París. Como con Gran Granada, Petit Paris me devolvió ese maravilloso placer de leer buena novela policíaca que alimentó, ya he dicho, mi juventud y mi primera pasión por la literatura. No seré yo quien niegue los homenajes a Simenon, Malet y Modiano que asegura la contraportada, pero sentí muy cerca, además, al mejor Vázquez Montalbán y al todopoderoso Raymond Chandler: en ese Bohle/Corpi parece esconderse un Terry Lennox salido de entre los muertos, aunque en la novela de Justo Navarro es la gran Alodia quien se aleja más o menos triste, solitaria y final.
De alguna manera, esta segunda novela me dejó con muchas ganas de una aventura del Polo condecorado por el Presidente de la República y otra del Polo condecorado también por Alfonso XIII, pero, como dije, Bologna Boogie nos lleva a la Italia de posguerra y a una historia llena de tabaco y cerveza y whisky americano, y sobre todo llena de swing, con desaparecidos de quienes se sospecha, muertos que lo son antes de contar lo que saben, mujeres que juegan a dos o más barajas, un Polo que asombra a los italianos por su altura (Si alguna vez tuviera que mandar a un hombre de su confianza a que le pegara un tiro en la sien, el hombre tendría que subirse a un taburete o esperar a que Polo se sentara, se le ocurre al intrigante Bernagozzi, asesor de la policía), en un ambiente en que la voz de un hombre que desde el interior de un coche le ordena a una mujer que suba puede hacerle sentir a esa mujer algo en el estómago, como si aquella voz fuera un producto químico y ella se lo hubiera tragado, un ambiente turbio donde una sonrisa puede parecer tan usada como si quien la lleva en la cara no se la hubiera quitado en diez años, donde la linterna de un escondido da menos luz que sombras a la hora del afeitado, y donde Polo, alejado de su territorio jurisdiccional, no dispone de ninguno de sus atributos policiales, a saber: En Bolonia no podía escuchar conversaciones telefónicas, ni abrir la correspondencia ajena, ni manipular atestados e informes forenses, ni interrogar a nadie de un modo exhaustivo y científico.
Acabo en afirmación rotunda: estas tres novelas y este personaje, el comisario Polo, sitúan a Justo Navarro entre los más destacados autores españoles de novela negra.
Justo Navarro. 2016. (Foto JFH)
Veneciana
Me cuento entre quienes, cuando visitan una ciudad, quisieran ser viajeros y no turistas. Pero ateniéndome a las diferencias establecidas por Paul Bowels en El cielo protector, existe un impedimento digamos de tipo temporal que anula, me temo, mi voluntad de dejarme invadir por la ciudad y me reafirma en mi condición de invasor. No basta con el asombro, la excitación, el estudio previo de la historia y las peculiaridades urbanísticas y arquitectónicas del lugar que visito. Como turista me apresuraré a regresar a casa (qué remedio) en vez de desplazarme con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra, que es, dice Bowels, uno de los rasgos del viajero. Vaya donde vaya, siempre habré de volver, y no tardando. La propia necesidad de aprovechar bien el tiempo, de escoger lo que habrá de verse, le convierte a uno en eso, en un turista.
Ya lamentaba serlo en Venecia mientras preparábamos la visita. Ojalá hubiéramos tenido más tiempo, ojalá estar en disposición de permanecer allí meses, como tantos escritores de otros tiempos que no visitaban la ciudad de la laguna sino que se instalaban a vivir en ella, atravesaban las distintas estaciones del año, se integraban en el secreto de sus rincones, cruzaban cualquiera de sus muchos puentes no con un plano en las manos sino siguiendo una ruta habitual.
El asombro y la excitación aparecieron en la misma estación de Santa Lucía, en el mismo instante en que entreví desde su interior el primer templo, y cuando salí al Gran Canal y nos recibió San Simeone Piccolo en la otra orilla, con su gran cúpula verde, que cubre la totalidad del edifico circular, y el pronaos neoclásico. El rito exigía llegar en vaporetto a las proximidades de San Marcos, descender en la Riva degli Schiavoni, empezar a asumir que estás allí, que te vas acercando al Palacio Ducal, que cruzas un puente y ves que ahí mismo está el de los Suspiros, entre los tribunales de justicia del Palacio y la Prisión Nueva, separados por el río di Palazzo, alcanzar la Piazzetta, las dos altas columnas de granito coronadas por el león alado de San Marcos y por una estatua de San Teodoro, llenarte los ojos del gótico ducal y de la renacentista biblioteca, del colosal campanile, atalaya desde la que Galileo Galilei le mostró al Dux las propiedades ópticas de su telescopio recién inventado, y de la bizantina basílica, avanzar sin apenas detenerte porque hay que localizar el hotel y dejar el equipaje, y entrar en la plaza así, a buen paso y sin dejar de mirarlo todo: ser tú en la Piazza San Marco.
Gene Cernan, el último ser humano en pisar la luna, sintió durante la cuenta atrás, en el interior de la nave espacial, que aquella experiencia había dejado de ser algo que iba a hacer para convertirse en algo que estaba pasando. Para alguien como yo, estar en Venecia no difiere gran cosa de viajar a la luna. Podría dar muchas explicaciones al respecto, y la que sigue posiblemente no es la más precisa: cierto día de 1978, el director del Colegio Marista Castilla de Palencia, que acababa de rescatarme de la biblioteca, me dijo (bajando en el ascensor, me acuerdo bien) que mi padre ya le había comunicado que nos íbamos a vivir a Almería. Le consté que así era, y él me espetó una frase que no he olvidado nunca: ¿Sabes que en Almería los ríos no llevan agua? Yo tenía once años, e imagino que en ese momento mi cabeza aún estaba llena, además, de las fantasías que sin duda habría estado leyendo con tanto enfrascamiento como para no advertir que estaban cerrando la biblioteca conmigo dentro, de manera que no fui capaz de procesar plenamente la información que se me proporcionaba de repente. Cómo no van a llevar agua los ríos; si no llevan agua, no son ríos. Tal vez en sentido contrario habría sufrido una confusión parecida si me hubiera dicho que en una ciudad llamada Venecia las calles son canales de agua, y que yo iba a vivir en ella. Después de cuarenta y cinco años residiendo en una ciudad ubicada en el borde del único desierto de Europa sigo atrapado en la nostalgia del agua que discurre, de ahí que Venecia haya sido para mí, desde hace tanto e inconscientemente, la ciudad soñada, a medias entre una ciudad real y una de esas fantásticas ciudades invisibles que describió Ítalo Calvino a través de la voz de Marco Polo (viajero veneciano, por lo demás).
Y sí, la enumeración que he hecho de mis primeros pasos en Venecia es indistinguible de la que habría hecho cualquier otro turista. Referirme ahora a sus calles como un laberinto, también: desembocar en el Bacino Orseolo, una especie de dársena para góndolas junto a San Marcos, doblar equivocadamente una esquina, aventurarse por un sotoportego que nos devuelve a la buena ruta hacia el Hotel Serenissima, regresar a la Piazza ya liberados de equipaje, comprobar que el agua de la marea alta ha empezado a extenderse por el enlosado, caminar ahora con más cuidado, buscando pisar en seco, hacer las primeras fotografías, porque es la Plaza de San Marcos y estamos aquí, es algo que está pasando: mirarlo todo con embobamiento. Ellas se sientan en la terraza del Aurora para tomar un café y yo me lanzo a explorar los alrededores, llego al canal sobre el que está construido el Puente de los Suspiros, me interno en un vetusto zaguán cubierto en parte de agua, desde el que veo cruzar una góndola ahí afuera. Nos reencontramos los tres, ellas con el calzado en la mano, mojados los pies, y nos sentamos a comer gnocchi y spaghetti y a beber Lambrusco en la pizzería Rossopodoro, logrando una feliz intimidad incluso rodeados de la nutrida concurrencia que puebla las calles estrechas. Caminamos después sin descanso, sirviéndonos del navegador del móvil pues, como apunté, todo plano es inútil en Venecia, es, como dijo Ignacio Aldecoa de su Cuaderno de Godó, más que guía, perdedero. Y es en relación con esa idea que recuerdo de pronto un dialogo de los Hermanos Marx, cuando, en El hotel de los líos, creo, uno de ellos dice, temeroso y urgente: “¡Rápido, escondámonos, si nos encuentran estamos perdidos!”, a lo que otro responde: “Si nos encuentran, ¿cómo vamos a estar perdidos?”
Uno quisiera que Venecia fuera su escondedero, y es fácil sentir que, en efecto, te has perdido en el dédalo de su trama urbana, pero perdido en un encuentro multitudinario con desconocidos: te cruzas una y otra vez en distintos puntos de la ciudad con gente que te es familiar de otra calle, otro puente, otro campo. Ahora estamos en otro vaporetto, hasta el Puente de Rialto, que nos seduce con su reconocible identidad arqueada sobre el Canal, y apoyados en el ancho pretil de piedra sentimos ese asombro “de la distancia inesperada” entre nosotros, asomados, “y ese lujo de aguas y de góndolas”, tal y como escribió Julio Cortázar en un relato, y nos detenemos a escuchar el tercer movimiento del Verano de Vivaldi, que interpreta un violinista callejero, ese presto con el que nuestro propio verano, el viaje, el tiempo que nos separa de la despedida de nuestra hija va agotándose. En la otra orilla, desde un embarcadero de lanchas motoras amarradas a unos postes que emergen de la superficie, contemplamos Ca´ d´Doro, el bellísimo palacio que parece flotar en las aguas del Canal, y empieza a caer la tarde, y en el Campo de le Beccarie, frente al mercado de pescado, ahora vacío, nos tomamos un Aperol spritz, que yo, de inmediato, me comprometo a reproducir cuando regrese. Y hay otro largo caminar, de vuelta ya, callejeando, cruzando los puentes interiores de la ciudad sin coches ni motos ni patinetes, bendita Venecia entre todas las ciudades, y un detenerse para ver el crepúsculo desde el embarcadero de góndolas de San Marco, frente a la isla de San Giorgio, que es otra fantasía flotante bajo nubes delicadamente rosas, y un sentarnos en unos escalones de la Plaza de San Marcos, sobre la que ha caído la noche, todo tan imprescindible para el buen turista, tal vez, pero tan único, tan imborrable.
Cuento con una única oportunidad de ver amanecer en Venecia, y a la mañana siguiente, poco después de las seis, me visto sigilosamente y a oscuras para no despertarlas, salgo a las calles casi despobladas, vuelvo a la Plaza de San Marcos, donde muy pocos turistas madrugadores comparten tiempo y espacio con los operarios de la limpieza, espero la salida del sol desde un embarcadero tratando de no perturbarle el momento a otras tres personas que miran en la misma dirección, allá donde está naciendo verdaderamente el día, y volviéndome de espaldas contemplo la luna aún en el cielo, una luna redonda y blanquísima que solo dos días antes nos sorprendió llena entre dos edificios de Milán y ahora asiste a la salida del sol, como participando en un traspaso de poderes: ha finalizado el reinado de la noche y comienza el del día. Acabada la ceremonia, camino hasta el Puente de la Academia, el Gran Canal sólo lo recorren a esa hora las barcazas de transporte de mercancías, me interno en el barrio de Dorsoduro, descubro un canal distinto a los que ya he visto, con calles o fondamente a cada lado del río, y un astillero de góndolas junto a una iglesia, la de San Trovaso, y venecianos barriendo la puerta de su casa, y un callejón que muere en otro canal con ropa tendida.
Reunidos los tres de nuevo es el momento del deslumbramiento en la Basílica de San Marcos, casi un puro síndrome de Stendhal al considerar los mosaicos que cubren por completo el interior y en los que prevalece el color dorado, como si hubiéramos penetrado en un arca de tesoros artísticos e históricos, las bóvedas y los arcos representando la totalidad de las Sagradas Escrituras, y en la terraza las réplicas de los cuatro caballos de bronce cuyos originales dominaron la Plaza durante siglos y hoy están preservados de la acción de los elementos en el museo de la Basílica: la historia de Venecia parece haber cabalgado a sus lomos, y a la sombra de sus réplicas contemplamos la Piazza y la Piazzetta, foro de esta ciudad única, que fue poderosa República de comerciantes, jamás amada, según escribió Jan Morris (Venecia, editorial Gallo Nero, 2022): “Siempre fue la foránea, siempre envidiada, siempre temida. No encajó en ninguna categoría de naciones apropiada. Fue la leona solitaria. Comerciaba con cristianos y musulmanes indiscriminadamente enfrentándose a las espantosas penas papales (…). Fue la más experta y desaprensiva amasadora de fortuna, se dedicó abiertamente al lucro, llegó incluso a tratar las guerras santas como inversiones prometedoras…”.
Una única cosa nos queda por hacer, de las muchas que nos gustaría si dispusiéramos de tiempo suficiente. Buscar el rincón donde alguien a quien mi hija admira mucho rodó una escena de una película, en el Soportego del Magazén, según descubrimos al llegar, y luego más canales, más puentes, cada uno de ellos distinto a todos los demás, y más góndolas deslizándose mansamente en sus aguas quietas, entre casonas y palacios, de piedra o ladrillo, siempre con una suntuosa pero envejecida elegancia, de fachadas con desconchaduras y puertas y portones a pie de superficie y moho y verdín y balcones con macetas, y la luz del sol que intensifica el verdor del agua al fondo de un canal en sombras, escalones, soportales, callejuelas, tiendas de recuerdos, terrazas entoldadas, como aquella del Campo San Giovanni e Paolo en la que hacemos de la necesidad de alimentarnos un regalo para el estómago y para los ojos (góndolas amarradas entre postes en el río del Mendicanti, el amplio ángulo que forman la enorme basílica y la Scuola Grande, el monumento ecuestre del condottiero Bartolomeo Colleoni), y también para los oídos: silencio de la ciudad sin coches, sin motos, sin otro ruido de motores que los que de tarde en tarde trae una lancha abriendo ondas de agua en el canal. Luego la vuelta al hotel, el vaporetto por última vez, la estación de Santa Lucía…
Pero ya insinué que este viaje, con sus tres días en Milán, fue el preámbulo de una separación y del retorno a un nido vacío: mi hija pasará este curso en Italia. «Un día meto en la cama a mi hija de pocos meses, piensa Roberto, la dejo dormida y me voy a mi cuarto y, de pronto, escucho el ruido de unos tacones en su habitación y resulta que han pasado, de golpe, dieciséis años», escribió Miguel Sanfeliu en su novela Parece que cicatriza, y quien dice tacones y dieciséis años dice Erasmus y dos décadas, y es increíble. El paso del tiempo, su fugacidad, el cómo se pasa la vida, la evidencia de que nada podrá devolvernos la hora del esplendor en la hierba: increíble. De alguna manera, Venecia somos todos, pasados los años. Al menos lo soy yo: una isla, con toda una historia a cuestas, tratando de seguir pareciéndome a la mejor versión de mí mismo, pero cada vez más desconchado, y enmohecido, y lleno de rincones donde se acumulan los recuerdos. Y soy ahora una Venecia sin ella, una Venecia sin ti, Aida, y qué distinto todo.
Un mundo propio
Para su acostumbrada y breve reapertura anual elige el Loser esta vez la figura de un círculo que se cierra, sin que ello signifique el cierre definitivo del propio blog&bar, que quizá no se produzca nunca, o al menos eso espero, pues este lugar ya es parte de mí. Es un círculo que se cierra porque la primera entrada, allá por el 31 de marzo de 2011, trataba de un libro recién publicado, Pasadizos, del cual es autor quien ha venido regentando este local desde entonces, y ésta que es última por ahora trata, a su vez, de otro libro, Un mundo propio, que reúne precisamente una selección de los textos que aquí han aparecido a lo largo de estos más de trece años, y en los que siempre hubo una voluntad de hablar con el lector cara a cara, en la intimidad de la imaginación compartida que acepta jugar al juego propuesto: que hay una barra entre quien habla y quien escucha, y un cóctel entre ambos, que suena alguna música, que las paredes están adornadas con fotografías de perdedores cinematográficos, que este lugar a media luz es eso, un consulado, un refugio, un espacio para permanecer al abrigo de la mentira, del vertiginoso transcurrir del tiempo, del ruido, de la división…
La intimidad que propone un libro es otra distinta a aquella a la que acudí para tratar de vencer en quienes han tenido la generosidad de leerme aquí esa tendencia a la distracción que provocan las pantallas, esa lectura por encima, algo superficial, que inevitablemente se hace de un texto en un móvil, en un ordenador, incluso en un libro electrónico, yo al menos así lo siento y así se lo he oído a muchas otras personas. Aquel «In omnibus requiem quaesivi, et nusquam inveni nisi in angulo cum libro», de Tomás de Kempis, que casi todos conocimos citado por Umberto Eco en las primeras páginas de El nombre de la rosa, aquel pensamiento de no haber logrado hallar el descanso, después de haberlo buscado en todo, más que en un rincón con un libro, hablaba del libro tradicional, en papel, acaso incluso escrito por amanuenses, porque no cabía todavía imaginar ningún otro, claro está; y sin embargo, enunciado hoy, cuando hay ya otros artefactos para leer en ellos que no son ya unas hojas encuadernadas, enunciado en latín o en castellano o en cualquier otro idioma, se sigue teniendo la sensación de que al hablar de un libro en estos términos es en el libro de toda la vida donde verdaderamente encontrarás la concentración y el reposo. Hablo desde la experiencia de quien ha intentado esa concentración en un libro electrónico y no la ha conseguido, y de quien repasa superficialmente cualquier artículo en un diario digital, que en muchas ocasiones lleva en el encabezamiento la estimación del tiempo que ocupa su lectura, como para advertir que no será mucho, tranquilos; de quien picotea en ellos, y salta a otro artículo distinto mediante un enlace, y pierde el hilo, o ha de imprimirlo en folios si de verdad quiere enterarse plenamente de lo que dice.
En uno de los capítulos de su magnífico libro Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, Nicholas Carr hace un recorrido por la evolución histórica de la escritura hasta llegar a lo que él llama «la página profundizada»: tablillas de arcilla o de cera en que se imprimían los signos de la escritura, rollos de papiro, el pergamino, y siempre una escritura continua, reproduciendo la forma en que se habla, y en cierto momento de la historia, a comienzos del segundo milenio, antes de la invención de la imprenta, la separación de las palabras, de tal manera que el lector pasa de tener que concentrarse en la tarea de identificar los vocablos en una línea larga a poder abstraerse en el contenido, en lo que se cuenta. Nace la lectura atenta, profunda, esa lectura que según describió T. S. Eliot sitúa al lector en «un punto de quietud en un mundo que gira»; es una concentración que, aplicada al acto de leer, supone una rareza para la mente humana, que ha de permanecer siempre consciente de lo que nos rodea, pues de ello podría depender salvar un peligro o captar una oportunidad. La lectura en silencio, concentrada, absorta, dice Carr, permite perderse en las páginas de un libro: el escritor se funde con el lector y el lector se hace libro. Insiste Carr en que las pantallas están anulando esa capacidad de concentración, y se refiere a cómo ávidos lectores declaran que cada vez tienen que esforzarse más para mantener la atención en la lectura de un libro como resultado del efecto que la lectura en digital está causando en nuestras mentes. Y es cierto: leer hoy es buscar ese punto de quietud del que hablaba Eliot en un mundo que gira a nuestro alrededor como un torbellino de distracciones.
Cada libro impreso es un objeto único, es tu libro o un libro que te prestan y acaso te olvidas de devolver o un libro tomado de una biblioteca pública al que las manos de tantos lectores han ido dándole la forma con que llega hasta ti, y en cuyas páginas podría pensarse que permanecen indicios inmateriales de quienes las recorrieron con los ojos antes que tú. En cada libro impreso y encuadernado se establece una complicidad inconsciente con el contenido (la ficción, el ensayo, los poemas, las reflexiones) a través de la relación entre el grosor creciente de las páginas leídas y el menguante de las que te quedan por leer: la lectura no tiene que ver con el tiempo que inviertes en ella, sino con el espacio que vas conquistando a medida que avanzas y que a su vez está vinculado a los espacios que el conocimiento o la fantasía van abriendo en tu interior.
Soy, ya se ve, un hombre de libros, desde muy niño, de ahí que haber llegado ahora a éste, ver en él las palabras que escribí para el blog, tenga mucho de culminación de un anhelo. Recuerda Borges en sus Otras inquisiciones una afirmación de Mallarmé: «El mundo existe para llegar a un libro». Así este mundo propio, mi mundo, en el que ando gozosamente perdido, perdido por elección y muchas veces sin poder evitarlo, un poco ensimismado -qué palabra, ensimismado, ¿verdad?-, un mundo interior creado con historias apasionadamente leídas, con películas o actores que dejaron en mí la perfección de una escena que luego creeré reconocer en la vida real o un gesto que imitaré irreflexivamente, creado con el canto de un mirlo, con las sensaciones que me despiertan ciertas piezas de música, con el hueco que abre a mis pies la pérdida de un amigo, con el juego de imaginar una película que no existe a partir de un cuadro y una obra de teatro, con las virtudes del silencio, con la añoranza por la tierra en la que se hunden mis raíces, con el recuerdo de un club de jazz ya desaparecido o de un programa de radio que dejó una huella imborrable en mí, con ciudades visitadas, y espejos, y museos, y que es un mundo que no pretende ser encierro, guarida de misántropo, sino que ha buscado siempre darse al exterior. Así he sido desde niño: alguien que busca contagiar a otros las emociones que he experimentado entre unas páginas, en una sala de cine, frente a una obra maestra de la pintura, dejándome llevar por la brillante interpretación de un concierto de violín. Casi nunca ha sido una mera reseña literaria, o una descripción más o menos bien compuesta de un paisaje o una experiencia, sino la pura y encendida transmisión de un sentimiento, y también, por qué no, la voluntad de compartir conocimientos adquiridos en cada una de esas íntimas aventuras que uno ha emprendido como parte de la construcción de ese mundo propio.
Por lo demás, el libro lo publica la Editorial Dos Aguas dentro de la iniciativa The Book Project, por la cual los beneficios que una obra genere van destinados a una causa solidaria o a un proyecto cultural. Creo justo que así sea. Ningún rendimiento económico le he sacado nunca al blog y entiendo que así debe ser ahora que el Loser es también un libro. He elegido la Asociación de amigos de la Orquesta Ciudad de Almería como destinataria de esos beneficios, no sólo por la gran labor que hacen en apoyo de la Orquesta y sus músicos, sino también en recuerdo de los años en que mi hija formó parte de las secciones Infantil, primero, y Joven después. Años de enorme enriquecimiento personal, tanto para mi hija como para mí. Al fin y al cabo, a ella está dedicado el libro.
Y puesto que es tanta la música que atraviesa Un mundo propio, existe un playlist en Spotify a manera de banda sonora…
Para más información o pedir un ejemplar: info@editorialdosaguas.com