Primera edición, de 1932 |
Un teniente rubio a quien le faltaba una insignia subió los escalones (...) Parecía disponer de un apoyo celestial por debajo de los omóplatos que alzaba sus pies del suelo en estática suspensión, como si gozara secretamente de la facultad de volar pero caminara por concesión a las convenciones.
Zelda Fitzgerald
RESÉRVAME EL VALS
Román y Bueno editores, 2012
Scott Donaldson, uno de los biógrafos literarios más relevantes de Estados Unidos, cita en un libro dedicado a Scott Fitzgerald una carta escrita en 1919 por Zelda Sayre -más tarde Fitzgerald-, en la que le decía a su prometido que esperaba no probar nunca suerte en cuestiones artísticas, pues era mucho más agradable estar segura de que podía hacerlo mejor que otros que intentarlo y no lograrlo. Esta actitud la mantuvo Zelda durante los primeros años de matrimonio. No fue, sin embargo, una mujer a la sombra de su marido, el escritor famoso que a sus 23 años se había convertido, con su primera novela, en portavoz de una nueva generación de jóvenes norteamericanos. Scott compartía con ella la celebridad: eran los Fitzgerald, bellos pero aún no malditos, que atraían la atención de todos y acudían a todas las fiestas. Así, en mayo de 1923, la revista Hearst's International publicó a toda página esta conocida foto, que Zelda llamaba su «Elizabeth Arden Face»:
Ella, además, escribió aquella década artículos y algún cuento, que Scott corregía y que publicaban con los nombres de ambos porque de ese modo les pagaban mucho más. Se aburría durante las largas horas que Scott pasaba escribiendo, pero luego él le leía sus manuscritos y ella aportaba sugerencias: le convenció de que su segunda novela no tuviera final feliz, y de que el mejor título para la tercera, de todos cuantos él barajaba, era El gran Gatsby. No es sólo que muchas de las experiencias vividas por ellos dos acabaran formando parte de alguno de los cuentos o novelas de Scott, es que ocasionalmente él usaba para sus libros fragmentos de las cartas de Zelda, e incluso de su diario, que ella ponía a su disposición.
En 1927 esto cambió. En algún momento de las ocho semanas que pasaron en Hollywood a comienzos de año, Scott se permitió un devaneo romántico con una jovencísima actriz. Zelda, que en el verano de 1924 tuvo en la Riviera su particular romance con un aviador francés, enfureció de tal modo que arrojó por la ventanilla del tren que les devolvía al Este aquel reloj de platino y diamantes que él le regalara cuando eran novios. La aventura de Scott le hizo ver que dependía de su marido, y a mediados de año empezó a practicar ballet, no como una forma de ocupar su tiempo, sino con la determinación de labrarse una carrera profesional. Había recibido clases siendo niña, entre los 9 y los 16 años, que abandonó para ocuparse de sus múltiples y excitantes compromisos sociales. Ahora, a los 27 años, primero en Estados Unidos y luego en París, con madame Egorova, Zelda se entregó de manera obsesiva y extenuante al ballet. Practicaba constantemente, incluso si había invitados en casa, y poco a poco fue dejando de interesarse por cualquier otra cosa, al tiempo que Scott bebía cada vez más. «Tú te estabas volviendo loca y lo llamabas genialidad, yo me estaba destrozando y lo llamaba cualquier cosa que tuviera a mano», le escribió él más tarde. Lo cierto es que era ya demasiado mayor para convertirse en una primera bailarina, tal como se había propuesto, y su febril dedicación a la danza acabó bruscamente y para siempre cuando en 1930 se hundió en su primera crisis nerviosa.
Zelda Fitzgerald, 1900-1948 |
Tras pasar quince meses en un sanatorio mental en Suiza, ella y Scott regresaron a Estados Unidos. Zelda se plantea entonces la posibilidad de dedicarse seriamente a la literatura. Escribe algunos relatos y comienza una novela, pero una inesperada recaída en su enfermedad interrumpe su trabajo y sume a Scott en la desolación: él había retomado a su vez esa novela en la que venía trabajando desde la publicación del Gatsby, siete años atrás, y que constantemente había tenido que interrumpir para escribir los relatos que costeaban su tren de vida y con los que sufragaba los elevados gastos médicos de Zelda; la situación debía de resultarle angustiosa, pues estaba convencido de que toda su fortuna dependía de esa novela.
A comienzos de 1932, Zelda ingresó en una nueva clínica psiquiátrica, en Baltimore, y fue allí donde en un mes terminó Resérvame el vals. La leyenda dice que Scott montó en cólera porque ella envió el original a su editor antes de que él tuviera ocasión de leerla, y porque uno de los personajes principales se llamaba Amory Blaine, como el protagonista de A este lado del paraíso, su primer libro, pero sobre todo porque, tratándose indisimuladamente del argumento de sus propias vidas, aquella novela contenía escenas de las que él también estaba ocupándose en el desarrollo de la que luego sería Suave es la noche. A su juicio, si la de Zelda se publicaba tal y como la había escrito, la suya parecería después una elaborada copia de la de ella. Entendía que cuanto habían vivido juntos, lo bueno y lo malo, era «su material» literario, y que, en definitiva, él era el escritor profesional, el que ocupaba una posición destacada en las letras americanas y el que sostenía a la familia con su trabajo.
La parte más oscura de la leyenda de los Fitzgerald surge de esta actitud de Scott. Sin embargo, se ha exagerado su oposición a la novela de Zelda. Una vez que suprimieron algunos pasajes, no demasiados, y que el nombre de Amory Blaine fue sustituido por otro, el propio Scott volvió a enviarle Save Me the Waltz a su editor, asegurándole que era una buena novela, tal vez muy buena, «la expresión de una personalidad poderosa». Pero aunque Scott temía el efecto que en su mujer pudieran tener las expectativas de fama y dinero, lo cierto es que no hubo nada parecido a un éxito editorial; al contrario: se publicó en octubre de 1932, y no gustó a la crítica ni interesó a los lectores. El fracaso de esta novela le hizo entender a Scott que en modo alguno merecía la pena arriesgar su propia y brillante carrera como escritor permitiendo que Zelda invadiera los espacios autobiográficos comunes en que se movía parte de su obra de ficción. Los médicos, además, consideraron que la estresante rivalidad desatada entre los dos agravaba los efectos de la demencia que sufría Zelda, y ella, tras escribir una farsa teatral titulada Scandalabra, acabó por volver su atención hacia la pintura.
Baltimore, 1932
Fue, tal vez, el momento más crítico en su relación. A partir de este incidente debieron de ir tomando conciencia, poco a poco, de que no viajaban ya en el mismo barco, pero tampoco, todavía, en barcos distintos: vivían tristemente flotando a la deriva, entre los restos de un barco naufragado, agarrados a los recuerdos de su perdida juventud. Zelda alternaba periodos de frágil lucidez con recaídas en su esquizofrenia, y sentía que se alejaba cada vez más hacia el fondo del desvalimiento. Scott, sobre todo tras la publicación de Suave es la noche, en 1934, perdió buena parte de su autoestima y empezó a verse a sí mismo como un plato agrietado. Aquel mismo año, en fechas próximas a la salida de la novela, se organizó una exposición con los cuadros de Zelda. Los periódicos que dieron cuenta del evento se refirieron a ella como «sacerdotisa de la era del jazz», «personaje fabuloso», «casi mítica». Sin embargo, tampoco su obra pictórica, aun poseyendo indudables cualidades, despertó gran entusiasmo. Al final, sus temores de juventud se vieron cumplidos: lo intentó todo y con todas sus fuerzas, pero acaso lo intentó cuando ya era demasiado tarde para ella.
Times Square, 1944. Zelda Fitzgerald
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Según cuenta Nancy Milford en su extraordinaria biografía de Zelda, publicada en 1970, ella encontró el título de su novela en un catálogo de discos RCA Victor. Es muy posible que se tratara de este The Waltz You Save For Me, de Wayne King -el rey del vals estadounidense-, grabado por primera vez el 7 de noviembre de 1930...
Voy leyendo poco a poco el libro, como no queriendo apurarlo demasiado pronto; compruebo ya que posee una exuberancia verbal que tal vez -sólo tal vez- hubiera debido ser contenida, pero que, en cualquier caso, resulta muy estimulante. Se respira en su primer capítulo una lánguida sensualidad sureña que se traduce en la sucesión constante de descripciones pletóricas de ingenio y de una excitante penetración olfativa, visual, táctil, un acercamiento tan sensitivo a sus propias percepciones de las cosas que lo narrado se disuelve en la boca como un sabor y resuena en nuestros oídos como el eco de lo que alguna vez estuvo en los suyos. Son metáforas brillantes o extravagantes que se pisan los talones unas otras, como si Zelda hubiese optado por aquella escritura automática de André Breton y el resto de surrealistas. Yo conocía esta capacidad suya para la comparación poética, que en ella debía de resultar inmediata e incluso sencilla, una manera de comprender lo que la rodeaba y de convertirlo en palabras, tal y como se comprueba leyendo sus cartas. Hay en Resérvame el vals, como en tantas primeras novelas -sobre todo si son autobiográficas, como lo es ésta- un desmedido apetito de contar, y de contar de forma original. No cabe duda de que a Zelda le faltó esa larga disciplina que convierte unas inmejorables condiciones para la literatura en un trabajo realmente sólido, pero aún así Resérvame el vals, leída hoy, es un festín para los sentidos, un festín desordenado y sin protocolos ni etiquetas, si se quiere, pero festín. De alguna manera, la novela de Zelda Fitzgerald está emparentada con La noche del cazador, la película que dirigió Charles Laughton, no en cuanto a género, desde luego, sino por el hecho de tratarse de obras insólitas, únicas, extraña y perurbadoramente bellas, inclasificables y sobre todo primeras y últimas para quienes las crearon. Acaso es que me ciegue el afecto, como le cegó a Scott al ensalzar tan generosamente las cualidades del libro, o cuando afirmó que, de no haberla él conocido, Zelda hubiera llegado a ser un genio.