Resulta extraño que aún haya quien se sorprenda de que una película basada en una gran novela quede por debajo de su referente literario. Estoy dispuesto a aceptar que esto siga sucediéndoles a personas jóvenes, pues fue también pecado de mi juventud ilusionarme con la mera noticia de que estuviera rodándose una película basada en un libro que me había gustado mucho; pero qué diablos, he crecido, me he curtido en decenas de decepciones y hace mucho que comprendí que la mejor versión cinematográfica de un libro es la que forja la imaginación de cada cual mientras recorre sus páginas.
Mientras busco mi localidad en la sala no espero, pues, gran cosa de esta película (que además ha sido vapuleada por una parte de la crítica), salvo que, bueno, quién sabe, en fin, el tráiler permite albergar una vaga, casi inconfesable esperanza. Está, eso sí, la banda sonora, que he escuchado ya; al menos los primeros minutos: no necesité más para horrorizarme: ¿Cómo es posible que para contar una historia que es el máximo paradigma literario de una época a la que un estilo musical le puso nombre, la Era del Jazz, se haya utilizado una música tan estridentemente anacrónica? ¿Qué mayor prueba de las alteraciones, manipulaciones, felonías que la película ha de contener?
De modo que me siento en la butaca como quien se acomoda en el interior de ciertas atracciones propias de parque temático –por ejemplo el de la Warner-, esperando un viaje vertiginoso a través de un puro exceso visual y sonoro. Pero he aquí que a medida que va transcurriendo la película voy sintiéndome más y más cercano a ella. Y me doy cuenta de que, una vez más, me he quedado a contracorriente. Y ahora qué: resulta que me ha gustado este nuevo Gatsby. ¿Lo cuento? No me ha entusiasmado, no voy decorar mi habitación con fotografías de la película, no voy a ir a verla una y otra vez como Eva Harrington iba a ver las obras de Margo Channing, pero allí sentado he tenido la intensa sensación de que aquellas imágenes destilaban verdadera admiración por el libro, y de que el propio Scott Fitzgerald también lo habría percibido así, a pesar de que se haya escrito tanto en un sentido radicalmente opuesto a esta opinión. Y sí, está esa música, que no me gusta, pero que no inunda toda la película y que posee un sentido que va más allá del estrictamente sonoro: esos fiestorros desmesurados en la mansión de Gatsby son a un tiempo puro años veinte y contemporáneos a nosotros, de la misma manera que la desmesura orgiástica dio paso, entonces y ahora, a la bancarrota financiera, social y emocional (la anacronía musical me parece mucho, pero mucho más irritante en Mouline Rouge, por ejemplo). Y están esos descensos rascacielos abajo, propios de montaña rusa, que maljustifican el absurdo error de haberla rodado en 3D, pero que tampoco provocan mi completa indignación: si acaso mi indulgencia (en cualquier caso, no la estoy viendo en 3D; no creo que nadie la haya visto en 3D).
Ya escribí que cada una de las versiones que se han hecho de la novela es hija de su tiempo, y éste en el que estamos, de vértigo y superficialidad, no es el más propicio para capturar el delicadísimo artificio de la escritura de Scott Fitzgerald. Naturalmente, la de Luhrmann está lejos todavía de ser la que la novela merece, pero sin duda es la mejor que se ha hecho hasta ahora. Las carencias que percibo en la película con respecto al libro no pesan lo bastante como para impedirme disfrutar de ella, y la complicidad se mantiene hasta el final. Desde luego, sigue sin resolverse cinematográficamente la cuestión de esa magistral primera persona, que observa y participa, que está dentro y fuera. En la misma butaca se me ocurre que tal vez la única manera de acercarse a ella en una película sería cediéndole esa primera persona al propio Fitzgerald, mostrarle escribiendo la novela en la Riviera francesa, identificándose a la vez con Carraway y con Gatsby. Los dos principales errores argumentales de esta película, a mi juicio, son, de un lado, la imagen de un Carraway escribiendo la historia como terapia; por otro, prescindir de la aparición final del padre de Jay Gatsby, y que en cierto sentido es el antecedente de la aparición de aquel taciturno Doc Golightly en Desayuno en Tiffany’s, de Capote: el primero viene al funeral de Jimmy Gatz, el otro llega a la gran ciudad tratando de recuperar a su joven esposa, Lulamae, que es ya tan ajena a la persona que fue en el pasado como lo es también ese fabuloso millonario de cuerpo presente: Gatsby y Holly se inventaron a sí mismos, y ése es el hecho más relevante de sus vidas escritas. Pues bien, echo de menos a ese padre en la película de Luhrmann, y la relación entre Carraway y Jordan Baker, y sin duda todo ese caudal de prodigiosa prosa poética que existe en la novela (la muerte de Gatsby es uno de los pasajes más bellos de la historia de la Literatura), y alguna otra cosa… Pero lo que hay posee vida, una vida que estaba ausente de la versión protagonizada por Robert Redford. No puedo decir más; no quiero entrar en el juego de tratar de justificar por qué me ha gustado -sin exageración- algo que a tantos ha espantado. Simplemente ha ocurrido así. Como decía un personaje de Cortázar que de cuando en cuando vomitaba un conejito, «no es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose».
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Por cierto, que una nueva traducción al español de El gran Gatsby se ha sumado a las ocho que ya estaban disponibles en cualquier librería bien surtida (y de las que ya se habló en el Loser). Esta última está firmada nada menos que por Ramón Buenaventura, excelente traductor y escritor, y la publica Alianza Editorial. Realmente, es casi increíble: ¿Cuál puede ser la magia de este libro para que haya dado lugar en España a una circunstancia tan insólita como es la de hacer coincidir 9 traducciones 9?
Portada de la novena
Y ahora, dejemos descansar a Scott (y a Zelda)... un tiempo.