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Channel: Los pasadizos del Loser
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Cuando la Historia parece ficción en directo

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Todos sabemos dónde estábamos aquel día. Nosotros habíamos terminado de comer hacía un rato. Tomábamos un café y veíamos en la tele una entrevista a no sé quién. En un intermedio, cambiamos de canal y allí apareció un plano sostenido de la ciudad de Nueva York, con una de las Torres Gemelas humeando aparatosamente. Debían de ser poco más de las tres, el informativo había empezado hacía pocos minutos. Al parecer, una avioneta había chocado contra los últimos pisos. No estaba claro. De pronto, ante nuestros ojos, y para estupefacción del locutor, una gran bola de fuego surgió de la otra Torre. Ahora eran las dos Torres las que desprendían un negro, negrísimo humo. Unos minutos después, desde otro plano, pudimos ver al avión comercial llegando por la derecha, penetrando en el segundo edificio, explotando. El mundo se paralizó. La Historia se paralizó. Durante los minutos que siguieron, se nos informó de que Estados Unidos había cerrado todo su espacio aéreo, de que otro avión de pasajeros se había estrellado contra el Pentágono, de que otro se dirigía a la Casa Blanca, de que un quinto se había precipitado sobre algún lugar de Pensilvania… Estaba sucediendo. El choque entre la incredulidad y la evidencia nos tenía a todos sobrecogidos. Era el comienzo de la Tercera Guerra Mundial. Así de sencillo. La mayor potencia del planeta estaba sufriendo varios ataques simultáneos, en su corazón financiero, en el núcleo de su poder militar y en la cúspide de su organización política. No hablo de lo que se fue sabiendo en los días siguientes, sino de las sensaciones de aquellos momentos, de aquella tarde (mañana en Nueva York) en que miles de vidas se perdieron de golpe como anticipo de los millones de vidas que quizá iban a perderse.

Aquel día empezó realmente el tercer milenio, no nueve meses antes, no el 1 de enero de ese 2001, y de la misma manera el segundo milenio no había llegado a su fin el 31 de diciembre de 2000 (ni tampoco de 1999, según el cálculo erróneo de algún espabilado). No, estas cosas no son así. Lo que yo he pensado siempre es que el segundo milenio acabó el 11 de agosto de 1999, el día en que un eclipse total de sol favoreció la venta de objetos conmemorativos, las agencias organizaron viajes a lugares desde donde contemplar mejor el acontecimiento -Normandía, Hungría, Rumanía, Turquía-, las televisiones lo retransmitieron en directo, Internet lo descompuso segundo a segundo, las editoriales reeditaron las profecías de Nostradamus y la noche llegó en pleno día sin más misterio aparente que el que hace prosperar algunos negocios y no otros... Y el tercer milenio comenzó aquel 11 de septiembre de 2001, cuando por televisión, en directo, el mundo entero asistió a un acontecimiento simplemente inconcebible. Como si se hubiera retransmitido, también en directo, el incendio de la Roma de Nerón o la toma de la Bastilla. Primero un impacto para que el gran telón del mundo globalizado se abra a una pantalla que es millones de pantallas a la vez. Una Torre humeando durante el tiempo suficiente como para que se vayan incorporando a la retransmisión de las imágenes diez, cien, miles de millones de personas. Y entonces ahí está el otro avión. A partir de ese día, cualquier cosa es posible, repentinamente.

¿Estábamos, o estamos ahora, capacitados para diferenciar claramente entre realidad y ficción? No lo creo. No a estas alturas «de la película». La realidad ya no supera a la ficción, sino que es indistinguible de ella. Aquel martes 11 de septiembre asistimos a la destrucción parcial del corazón de Occidente; la impresión colectiva, al menos durante las primeras horas, es que comenzaba la tan temida última guerra; las imágenes servidas por todas las cadenas de televisión provocaban menos terror que incredulidad y asombro: cualquier cosa era posible en cuestión de minutos y nosotros íbamos  a ser testigos. Aquel «horror» que el general Kurtz murmuraba entre sombras en Apocalipse Now se cernía al fin sobre todos. Miles de vidas humanas habían sido borradas de la faz de la tierra de un solo golpe. Sin embargo, el programa de mayor audiencia en España ese mismo día fue la retransmisión de un partido de la Champions que debió ser suspendido. Lo he contado muchas veces: en circunstancias históricas tan inciertas y terribles, el miércoles 12 bajé a la calle a las ocho y media de la mañana en busca de periódicos: de los dos kioscos próximos a mi casa uno estaba cerrado y en el otro aún se colocaban los fascículos en sus lugares: la prensa diaria no había llegado; volví a bajar a las nueve, ansioso; todo seguía en absoluta calma: no había corros alrededor de los puestos de venta de periódicos; mientras pagaba los míos se acercó un joven para comprar el Marca. Ese tipo sí que sabía de qué va la vida.



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