Hoy sonará Te recuerdo Amanda en muchas bitácoras y periódicos digitales y páginas web de toda condición; ojalá fueran millones los espacios que trasmitieran la voz lenta, evocativa del cantautor chileno Víctor Jara, que la hicieran correr como un reguero de versos y no de pólvora el día en que se cumplen cuarenta años de su asesinato, un reguero de notas de guitarra y no, nunca de pólvora; ojalá se multiplicasen por millones sus pasos en la calle mojada y viésemos la sonrisa ancha e imagináramos la lluvia en el pelo; ojalá fuera tan desmesurado el alcance de su canción, hoy, que llegara a estallar en los oídos de los militares golpistas que lo torturaron durante cuatro días y le mataron y arrojaron a la calle su cuerpo entre otros cuerpos.
Amanda y Manuel disponían de cinco minutos para estar juntos durante un breve descanso en la fábrica donde él trabajaba, sólo cinco minutos, y la vida era eterna en esos cinco minutos, y entonces sonaba la sirena y ella regresaba, ya no corriendo, sino caminando, iluminándolo todo, florecida. Pero Manuel partió a la sierra y en cinco minutos quedó destrozado, muchos no volvieron, tampoco Manuel, tampoco Víctor Jara de aquel Estadio Chile, en realidad un pabellón deportivo cubierto, detenido el 12 de septiembre, un día después del golpe de Pinochet, llevado allí con tantos otros, y a él le reconocieron, ¡A ese hijo de puta me lo traen para acá! … que nunca hizo daño… Vos sos el Víctor Jara huevón, el cantor marxista, ¡cantor de pura mierda!, dicen que le escupió a bocajarro el militarote aquél, el sietemachos, el salvapatrias, y allí nomás empezó a patearle, a morderle los costados con las botas de pisar libertades, a machacarle en el suelo, el valiente, sí, a golpear al trovador con el cañón de la pistola, cada vez más furioso porque aquel huevón no pedía clemencia ni nada, a darle con la culata, a tratar de someterlo al miedo, una larga noche de cuatro días, los focos encendidos todo el tiempo, los prisioneros en las gradas y muriendo a tiros en los pasillos, en los vestuarios, en aquellas improvisadas mazmorras del santo oficio pinochetista, muriendo a golpes, qué eterna debió hacérsele la hora de la muerte sabida, le pisaron las manos para matarle también las notas y los versos, le apalearon con brutalidad, una brutalidad irracional, sí, pero no inhumana, pues nada hay más humano que la crueldad, el fanatismo, el odio, y en algún momento entre el 15 y el 16 de septiembre le apoyaron el cañón de una pistola en la cabeza y demoraron el tiro a la ruleta rusa, qué eterna la seguridad de que le mataban, el recuerdo de su mujer, Joan, y de su hija, Amanda, la vida es eterna en cinco minutos, hasta matarle al fin y ordenar a la soldadesca abrir fuego, cuarenta y cuatro disparos en un cuerpo que ya estaba muerto, la calle mojada, corriendo a la fábrica, donde trabajaba Manuel.