Llegó al fin Anna Karenina al aposento de mi imaginación que siempre les estuvo reservado a ella, a Anita Ozores y a Emma Bovary, sobre todo desde que a mis veintitrés años quedara prendado de La Regenta, la excelsa novela de Leopoldo Alas, "Clarín". Otros tantos años permaneció a solas la de Vetusta en ese espacio tan íntimo, el tiempo que tardó en entrar en mi vida Emma, tan hermosas las dos sentadas una frente a la otra, la francesa, eso sí, con la sombra de su terrible agonía cruzándole de tanto en tanto los ojos y removiendo con la lengua el espeso gusto a tinta del arsénico que no recuerda haber comido a puñados. Han estado calladas, mirándose de hito en hito, y eso que, aunque sus épocas estuvieran separadas cerca de treinta años, conocen, de algún modo, sus historias: cosas de mi imaginación. Ahora observan a Anna Karenina, recién llegada, que luce una distinción en el vestir más espléndida que la suya, como corresponde a una mujer de la alta sociedad petersburguesa. Anita Ozores ocupó también una elevada posición social, pero en una pequeña ciudad de provincias española, nada comparable, y la heroína de Flaubert fue, para su vergüenza, nada más que la esposa de un médico rural. La joven dama rusa es muy bella también, y lo que asoma a veces a sus ojos es el breve estupor horrorizado ante su última e irreparable decisión: en el silencio de este aposento de mi cabeza puede escucharse un eco lejano de vagones desplazándose, de pesado rodar sobre raíles, de hierros. Saben, sí, las unas de las otras, pero no de su propio final: saben que Emma se envenenó, que Anna se arrojó al tren, que esa nauseabunda sensación que tiene Anita Ozores de haber sido rozada en la boca por el vientre viscoso y frío de un sapo es el tacto de un beso dejado en sus labios por un acólito durante un desvanecimiento en la catedral de Vetusta. Comparten mucho más que el haber sido adúlteras en el siglo XIX: comparten sobre todo la valentía de haberlo sido, la necesidad de experimentar verdadero amor y la certeza de que sus maridos no las prestaban la atención que merece una mujer. Compartieron el secreto estremecimiento del deseo, la lucha interior para resistirse a él, la negativa primera y la gozosa rendición; comparten una forma egoísta de rebeldía, pero rebeldía al fin y al cabo, y el placer de la lectura, ideas románticas, el hastío, el vaivén de los carruajes tirados por caballos, un palco en un teatro, un baile, el haber sido objeto del desprecio hipócrita de sus sociedades, el olor a incienso prendido en el encaje de sus pecados: no se entienden las tribulaciones de La Regenta sin la catedral y la comezón del canónigo magistral; Emma se entrega a uno de sus amantes a la salida de la catedral de Ruán; el ambicioso Alekséi Karenin, tras ser abandonado por Anna, se entrega a un misticismo mitad religioso mitad esotérico que acaba por decidirle a negarle el divorcio a su esposa. Comparten las tres ser el centro de una pluralidad extraordinaria de personajes literarios y darle su nombre al título de las novelas en que cobraron vida, aunque no los nombres que les eran propios, sino el de sus maridos: Bovary, Karenin, incluso la española, que por tradición no pierde el apellido al casarse, da nombre al libro de acuerdo con el apelativo que le venía a través del cargo que tuvo su marido, Regente de la Audiencia de Vetusta. Pero entre tantas cosas como comparten, ni Anita Ozores ni Emma Bovary entienden la actitud de Anna Karenina; ellas, que fueron engañadas por sus respectivos amantes, saben que el de la rusa, el conde Vronski, la amó verdaderamente y hasta el final, que renunció a su carrera militar por ella, que llegó a pegarse un tiro cuando creyó haberla perdido, que nada hubiera deseado tanto como casarse con Anna y dar su apellido a los hijos de ambos, a la que tuvieron y ella nunca quiso de verdad y a los otros que Vrosnki hubiera deseado tener. Ana Ozores, cuya virtud era una superstición en Vetusta, cayó en las redes de un Tenorio de casino; Emma se entregó por completo a sus dos amantes para saciar no sólo sus apetitos, sino también los de ellos, y se endeudó con los engaños de un comerciante sin escrúpulos, y lo perdió todo, y no encontró ayuda en ninguno de los dos; ¿pero Anna Arkadevna? Bien es cierto que cuando renuncias a tu hijo por un hombre ese hombre jamás estará a la altura de tu sacrificio, pero dejarse ofuscar tan desmedidamente por los celos, ahogar sus sentimienbtos con un amor cada vez más apasionado y egoísta, matarse por ira, por deseo de venganza, por repugnancia, para castigarlo, sí, y salir victoriosa; pensar de antemano y con placer que con su muerte él se atormentaría, se arrepentiría y veneraría su memoria cuando ya fuera demasiado tarde; matarse así, de esa manera tan enloquecida…. Y sin embargo, Ana Ozores y Emma Bovary saben que las páginas de la gran novela de Tolstói apuntan a ese tren: en los juegos de los niños, en los primeros encuentros de los amantes futuros, en la nieve que revolotea en las estaciones y golpea las ventanillas, en la muerte de un guardavías que tan inoportunamente le viene a Anna a la cabeza en lo peor de su enajenamiento, en ese sueño recurrente y compartido en cierta ocasión con Vronski -¡qué gran momento literario!- donde un viejo de barba enmarañada hace algo inclinado sobre unos hierros y pronuncia unas palabras en francés… Y callan las tres, juntas ya en mi imaginación, leídas y conocidas y amadas al fin, pues saben que también las mujeres desdichadas lo son cada una a su modo, aunque durante el breve, intenso e irrenunciable instante de felicidad que le arrebatan al destino se parecieran tanto unas a otras.
Fotografía: Vivien Leigh como Anna Karenina (Julien Duvivier, 1948)