Sucede que acabada Anna Karenina sentí de golpe una desmedida necesidad de más lectura, como si los libros así de monumentales no sólo no saciaran nuestro apetito a la manera de un gran banquete, sino que, por el contrario, lo abrieran. En lugar de pasar inmediatamente a otro libro, mi voracidad me arrojó a las páginas de varios libros a un mismo tiempo, igual que si tomara a puñados comida de varios platos. Así comenzó febrero: retomé Amistad de juventud, de Alice Munro, en el relato en que lo había dejado para viajar a la Rusia de Tolstói; recuperé mi viejo ejemplar del Lugar siniestro este mundo, caballeros en memoria de su autor, Félix Grande, para leer alguno de sus cuentos veintitantos años después de que entraran a formar parte de la materia de que está compuesta mi pasión por la literatura; me interné en El mar de John Banville, en el que tanto me apetecía bracear desde que mi amigo Paco Ortiz me insistiera en que su prosa iba a sorprenderme muy gratamente; recorrí las primeras líneas de un libro que había llegado a mis manos en Navidad y que amenazaba con conmoverme hasta la misma raíz de mi capacidad para sentir en mí el dolor experimentado por otros, Diálogo con la muerte (Un testamento español), de Arthur Koestler; y en esta pura orgía de prosa vuelta hacia el pasado quise permanecer en contacto también con el presente releyendo a ratos un libro de poesía que me gustó mucho hace algo más de dos años, Palabras efímeras, de José Luis Martínez Clarés: un poema tiene la virtud de no darse nunca por entero, de multiplicar sus significados con cada lectura, de nacer siempre ante nuestros ojos como recién escrito, como escrito en ese preciso instante en que al leerlo de nuevo, o por primera vez, al detenernos de pronto, con admiración, en un verso concreto, no hacemos sino intuir la hondura de sus secretos. «En los espejos de la memoria / van muriendo todas las variantes de la inocencia», dice Martínez Clarés en un excelente poema en cuyos versos queremos ver reflejados los ojos resplandecientes de la señorita Kubelik; y en cierta manera de eso tratan todos los demás libros que pretendía a devorar a la vez: de asomarse al ayer de diferentes maneras.
Tuve que poner orden en mis lecturas cuando los personajes de unos libros aparecían en otros: al fin y al cabo, el relato de Alice Munro por el que recomencé su libro, “Agárrame fuerte, no me sueltes”, parecía tener extrañas conexiones con la novela de Banville: una mujer (Hazel) y un hombre (Max) emprenden un viaje hacia un lugar del pasado, en el primer caso del pasado de su marido muerto, en el segundo de su propio y lejano pasado, pero con el dolor más cercano de una viudez reciente. Decidí dedicarme primero a El mar, cuyo estilo, en efecto, me sedujo poderosamente, y acabado éste -y sin dejar de administrarme todos los días al menos un poema de efecto en absoluto efímero- comencé disciplinadamente la lectura del libro de Koestler…
Tuve que poner orden en mis lecturas cuando los personajes de unos libros aparecían en otros: al fin y al cabo, el relato de Alice Munro por el que recomencé su libro, “Agárrame fuerte, no me sueltes”, parecía tener extrañas conexiones con la novela de Banville: una mujer (Hazel) y un hombre (Max) emprenden un viaje hacia un lugar del pasado, en el primer caso del pasado de su marido muerto, en el segundo de su propio y lejano pasado, pero con el dolor más cercano de una viudez reciente. Decidí dedicarme primero a El mar, cuyo estilo, en efecto, me sedujo poderosamente, y acabado éste -y sin dejar de administrarme todos los días al menos un poema de efecto en absoluto efímero- comencé disciplinadamente la lectura del libro de Koestler…
Pero eso es ya otra historia.