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Channel: Los pasadizos del Loser
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Centenario Cortázar III: París por el lado de abajo

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Hay ese instante en que se empieza a bajar la escalera de una estación de metro de París y al mismo tiempo la mirada abarca todavía la calle con sus figuras y el sol y los árboles, y se tiene la sensación de que los ojos van cambiando de lugar a medida que se baja, que en un momento dado se mira desde la cintura y luego desde los muslos y casi enseguida desde las rodillas, hasta que se termina viendo desde los zapatos, hay un último segundo en que se está al nivel de la acera y los zapatos de los transeúntes, como si todos los zapatos se estuvieran mirando entre ellos, y el techo de mayólica de la galería se vuelve un plano de transición entre la calle vista al ras de los zapatos y su anverso nocturno que bruscamente se traga la mirada para sumirla en una oscuridad caliente de aire viejo”... 
                          ...Así hemos descendido con el personaje Hèléne, y a través de la novela 62. Modelo para armar, a ese otro lugar que para Cortázar era privilegiado dentro de un París mítico, junto con ese farol que hay cerca de la estatua de Enrique IV, en el Pont Neuf, y con las galerías cubiertas del barrio de la Bolsa, cuya magia queda plenamente en evidencia en el que tal vez sea el cuento más complejo del maestro argentino, “El otro cielo”.

Imagen tomada de corporate-sound.com


Entre estaciones, el viajero habrá que entregarse a las correspondencias, o los cambios, o las combinaciones, depende del país, según explica Cortázar, pero siempre con ese significado de de transformación. Nuestros Hades urbanos, dice, allí donde se da la mutación, la metamorfosis, en el bonaerense subte –de subterráneo-, en el uderground o subway o metropolitan o cualquiera de las nomenclaturas que designan ese inframundo donde la noche es infinita y se prolonga en los tentáculos de los túneles, con esos planos del metro que son como esqueleto o árbol mondrianesco, pasajes donde el tiempo está alterado y sucede la anulación de la libertad y “Pasajeros y trenes se mueven dentro de una relojería predeterminada”, sucede “la atracción del laberinto, recurrente maesltrom de piedra y metal”, sucede que acaso el hombre que baja no sea el mismo que sube a la superficie.

De esa alteración del tiempo dio fe Johnny Carter, el saxofonista de “El perseguidor”, quien perdió su instrumento en el metro de París mientras andaba fascinado con el hecho de haber accedido a otra duración: en el minuto y medio que transcurre entre la estación Saint-Michel y la de Saint Germain-des-Prés él estuvo pensando un cuarto de hora: un cuarto de hora en un minuto y medio. Que “la rutina, la somnolencia favorable dentro de la colmena de indicaciones y recorridos infalibles” favorezca “en algunos viajeros la irrupción de lo insólito” se le manifestó a Cortázar el día en que, viajando de pie en un vagón atestado, sintió sobre su mano apoyada en la barra la mano distraída de una mujer joven; en el cuento “Cuello de gatito negro” el contacto de esa mano, enguantada, se prolonga hasta poco antes de la estación Montparnasse-Bienvenue.

Foto: Chris Marker. Passengers

Pero en el metro de París yo buscaría sobre todo el itinerario de mi cuento favorito de Julio Cortázar: “Manuscrito hallado en un bolsillo”. Bastará bajar a la estación Etienne Marcel, como el narrador, y estar atento a todas las estaciones que vayan pasando, que en el cuento son Saint-Sulpice, Saint-Placide, Montparnasse-Bienvenue, Raspail y Denfert-Rocherau. Es el azar como juego (no un juego de azar), igual que arriba, en la superficie, sólo que ahora sometido a un implacable ritual: buscar a una mujer dentro de claves despiadadamente prefijadas, buscarla primero frente a él y luego en el reflejo en la ventanilla, “donde la oscuridad del túnel pone su azogue atenuado”, dos mujeres, dos nombres; sonreírle al reflejo y esperar que el reflejo reaccione, y entonces dar comienzo al juego, cuya regla es “simple, bella, tiránica”: confiar en que el destino de la mujer (“eso que en los medios de transporte también se llamaba destino”) coincida con alguna de las combinaciones decididas por él previamente, y entonces ganarse el derecho a hablarle… 


Las dos rutas cortazarianas diseñadas por el Instituto Cervantes de París acaban frente a la tumba de Cortázar, en el cementerio de Montparnasse. También lo estaba la mía, lo sigue estando. Se trataría de ascender a la superficie en la estación Denfert-Rocherau, la misma donde el narrador de “Manuscrito hallado en un bolsillo” rompe su propia regla y sigue los pasos de Ana/Margrit (en realidad Marie-Claude) y la aborda en la calle (“No puede ser que nos separemos así, antes de habernos encontrado”). Ya arriba, en la calle, sé que estoy cerca del cementerio, son apenas unos pasos. En el plano que he estudiado todo parece cerca, pero esta vez estoy seguro. Dicen que la tumba donde Julio Cortázar descansa junto a su última pareja, Carol Dunlop, es la más visitada. En la lápida hay siempre una multiplicidad de objetos heterogéneos que los visitantes depositan allí como homenaje, piedritas, billetes de metro, flores, lápices, dibujos. La emoción no es sólo por estar tan cerca de esta tumba entre tantas otras tumbas, sino por acompañar figuradamente a Cortázar cuando él mismo viene a hablarle a su Osita, enterrada allí dos años antes que él, con sólo 36 años: “Estaremos de nuevo tan juntos, Osita”…

Carol Dunlop y Julio Cortázar


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