Cuando en mayo de 2007 Javier Marías dio por finalizada la tercera parte de Tu rostro mañana (novela publicada en tres volúmenes durante los años 2002, 2004 y ese 2007), debió de experimentar una mareante sensación de vacío y algo así como un repentino desvalimiento ante la certeza de que el mundo en el que había habitado durante los ocho años que tardó en escribirla se cerraba a sus espaldas, o frente a él, es igual, pero en cualquier caso de manera definitiva. Las personas reales en que están inspirados los dos personajes de mayor edad, nonagenarios ambos, el hispanista y amigo del autor Peter Russell y el pensador Julián Marías, su padre, habían fallecido, además, cuando llevaba escritas poco más de cien páginas de las setecientas que acabaría teniendo el largo desenlace de Tu rostro mañana, y terminada la novela, en la que habían permanecido vivos un par de años más, sus muertes se hacían desoladoramente definitivas. En noviembre de aquel año, cuando los lectores pudieron al fin completar la lectura de tan monumental novela con esta tercera y definitiva entrega, subtitulada Veneno, sombra y adiós, Marías aún conservaba cierta sensación de pérdida, al punto de reiterar una y otra vez durante la promoción del libro sus dudas acerca de la posibilidad de volver a escribir una novela, aun a pesar de no tener más, entonces, que cincuenta y seis años. Lo cierto es que no debe de ser fácil imaginar cómo habrá de ser "tu trabajo mañana" una vez que se le ha dado forma final al que será considerado siempre tu texto de ficción más logrado, la obra cumbre de tu carrera, una novela que excede con mucho los límites de la "literatura española" para elevarse por encima de las letras contemporáneas en cualquier idioma.
"No he querido saber pero he sabido...", se decía al comienzo de la novela que supuso el reconocimiento internacional de Marías, Corazón tan blanco (1992), y veinte años después afirma en la primera línea de Tu rostro mañana, como un eco alterado de aquella frase, que "Nadie debería contar nunca...", afirmación que el lector puede completar por sí mismo una vez finalizada la novela, más de 1.300 páginas después, muchas, podría alguien pensar, para haber sido narradas por quien hace ese invitación inicial a la reserva. La edición de Tu rostro mañana que yo he disfrutado es el grueso volumen en el que Alfaguarareunió las tres partes en un solo libro (2009), magníficamente editado y ya sin subtítulo alguno. Leí seguidas las dos primeras partes. Supe, en la primera, acerca de ese don que posee el protagonista (Jacobo, Jaime, Jack o Jacques Deza), de la capacidad para traducir o interpretar personas -sus conductas, sus reacciones, sus inclinaciones-, para leer en ellas, por anticipado, las historias por suceder, para atreverse a mirar hoy sus rostros de mañana; y supe también que a través de un viejo profesor de Oxford Jacobo entró en contacto con un extraño grupo ligado a los servicios secretos británicos surgidos en la Segunda Guerra Mundial y dedicados en el presente a sacar partido de ese don.
La parte de la novela equivalente a la segunda entrega, sin embargo, no me satisfizo tanto. Asegura Javier Marías que del Tristram Shandy, de Lawrence Stern, el clásico inglés del siglo XVIII que él mismo tradujo al español en 1978, aprendió que en tiempo narrativo un minuto podía durar ochenta páginas, y a fe mía que en esta segunda parte hace uso de estos conocimientos: el estilo personalísimo de Marías, ese deliberado sistema de ecos y resonancias al que él mismo se ha referido alguna vez, ese girar y girar sobre una idea, ese apartarse en una digresión y volver de nuevo y de nuevo irse y regresar hasta penetrar así muy profundamente en aquello que se quiere decir; esa prosa “claustrofóbica, repetitiva, agobiante, obsesiva, casi demente en ocasiones”, como explicó Félix de Azua, adecuada a lo que la novela trata, es decir, obsesiones, demencias, agobios; su virtuosismo novelador, en definitiva, parece aquí dejar en suspenso la acción a lo largo de más de 300 páginas, en una escena brutal y excesiva, el escarmiento que el jefe de ese grupo secreto le da a un auténtico majadero, al que se le somete a un aterrador simulacro de ejecución en los lavabos de una discoteca. Después de esto, decidí posponer la lectura de la tercera y última parte (o de las tres últimas partes, para ser más exactos, “Veneno”, “Sombra” y “Adiós”) hasta mejor ocasión, y burla burlando pasaron dos años antes de que volviera a abrir el grueso libro.
Ese final, que ocupa más o menos la mitad de la novela, es sencillamente magistral. Todo se resuelve de manera brillante, todo adquiere sentido. Los conflictos que sostienen la novela, que son múltiples, van desanudándose ante nosotros, que no podemos dejar de sentirnos implicados activamente en la historia, tal es el poder expresivo de Marías: conocemos qué es el miedo, el que se infunde y el que se tiene, y la visión de unos vídeos con escenas reales de violencia extrema nos inocula a través de los ojos un veneno que entra en nuestro conocimiento –el protagonista dice enfermar por los ojos-; experimentamos con Jacobo Deza (el apellido, por cierto, nos recuerda inevitablemente el Carlos Deza de Los gozos y las sombras, de Torrente Ballester) una sigilosa y como no ocurrida escena sexual –una de las mejores y más divertidas que he leído nunca-; le acompañamos en su viaje a Madrid, visitamos con él la que fue su casa y ahora lo es sólo de su mujer y sus hijos, y sentimos que no somos bienvenidos, que él no es bienvenido, y descubrimos que el novio de la que fue su mujer le ha pegado alguna vez, ahí está el moratón en el ojo que ella no es capaz de ocultar con el maquillaje; a un seguimiento del agresor por las calles de Madrid le sucede una escena inspirada en aquella otra ocurrida en los lavabos de una discoteca londinense. Y cuando Jacobo regresa a Inglaterra y va a entrevistarse con aquel viejo profesor de Oxford, Peter Wheeler, lo que éste le revela acerca de la guerra mantiene al lector amarrado al libro: el silencio exigible a todos en circunstancias tan terribles, las indiscreciones que cuestan vidas, pues nunca se sabe quién escucha o qué alcance puede tener una revelación en apariencia trivial, la propaganda bélica, la blanca y la negra, y sus consecuencias.
Leí las últimas páginas en San José (Níjar), sentado a solas en un apartado mirador frente al mar y al Morrón de los Genoveses, en pleno Parque Natural Cabo de Gata; la novela está asociada para mí a esa codiciosa lectura final: decido acabarlo allí, bajo el vuelo de las gaviotas, y de allí salir ya otro, ya habiendo sabido, gozosamente envenenado por los ojos, enfermo de conocimiento y de literatura. Fue el 12 de octubre del año pasado. Y aunque Javier Marías ha vuelto, a pesar de sus temores, a escribir y publicar novelas (Los enamoramientos en el 2011, con la que tuvo la oportunidad incluso de rechazar el Nacional de Narrativa, y Así empieza lo malo, aparecida hace apenas unos días), soy yo el que no puede leerlas por ahora: la hipnótica prosa de Marías es, en mi inconsciente, la prosa de Tu rostro mañana. Una limitación, mía, por supuesto. Sin duda dentro de un tiempo, no sé, tal vez mañana…
Foto: JFH