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Channel: Los pasadizos del Loser
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Alfanhuí

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El Alfanhuíde Rafael Sánchez Ferlosio es, en más de un sentido, un libro maravilloso, a mi juicio el libro por el que más merecidamente su autor debiera ocupar el lugar de honor que en efecto ocupa en la literatura española gracias a su siguiente novela, El Jarama. Pero eso va en los gustos, claro. Como a tantos otros libros esenciales, he llegado a éste tardíamente, que no tarde: esos matices. Lo recuerdo rondándome con su extraño nombre durante mi infancia y juventud, porque formaba parte de aquella memorable colección de RTV Biblioteca Básica Salvat que no faltaba en ninguna casa, generalmente incompleta. Esta novela en concreto no estaba entre las que tenían mis padres; yo veía el libro en otras casas, entre los de color naranja, reservado para la narrativa y la poesía (el teatro en azul, el ensayo en verde), y me llamaba mucho la atención ese título tan raro en la portada, que por cierto era sólo una parte del título: el cabal venía dentro:Industrias y andanzas de Alfanhuí. Antes del verano lo busqué en esa colección, precisamente, atraído por una hermosísima cita que José Ángel Valente incluyó en su Diario Anónimo, y pude comprarlo al fin en una librería de lance.

Alfanhuípuede ser lectura de unos días o de varios meses, según el grado de disfrute que uno quiera permitirse. En el mes de julio yo había superado ya un tercio de sus páginas cuando lo cogió mi padre y burla burlando, a pesar de su actual mala vista para las letras de imprenta, se lo fue bebiendo en el sopor del estío. Qué cosas más absurdas cuenta, me decía, riendo, pero qué bien las cuenta. Seguramente le enganchó el que retratase el mundo rural mesetario de los años cincuenta, que él tan bien conoció, y puedo imaginar su gratísima sorpresa -que fue también la mía más tarde- al comprobar que en los últimos capítulos llega Alfanhuí a nuestra amada Palencia, ciudad que por "cualquier parte tenía franca y alegre la entrada y se partía como una hogaza de pan", y se pone a trabajar en una herboristería de la Calle Mayor, y sale a menudo a los campos de alrededor a buscar hierbas curativas.

'Realismo absurdo' podría ser una buena corriente literaria en la que incluir esta atípica, maravillosamente atípica novela española de 1951, pero no existe tal corriente -creo-; existe la de realismo mágico, del que bien podría ser avanzadilla en nuestro país, en espera de que empezaran a desembarcar los escritores latinoamericanos una década más tarde, y existe el surrealismo, y también lo real maravilloso: a medio camino entre estos territorios y el juguetón vanguardismo ramoniano se alza el Alfanhuí de Sánchez Ferlosio, con el eco entreverado de aquella picaresca estirpe de lázaros y buscones y guzmanes.

Escrita con una bellísima prosa poética, precisa y minuciosa en la descripción, Alfanhuíestá construida con muy breves capítulos repartidos en tres partes. Admirado, ya desde el principio me dio por pensar en esos textos breves que hoy en día tratan de pasar por microrrelatos con el aplauso de algunos astutos promotores, y que no son sino, en la mayoría de los casos, fragmentos sueltos, ocurrencias, frases ingeniosas, pinceladas narrativas a la sombra -escueta- de un duradero dinosaurio. (Hay cierto libro reciente dedicado a este género en el que los microrrelatos están ordenados por su extensión, de los más largos a los más breves, y juro que el último, como por otra parte era previsible, es una página en blanco, salvo por el título y el nombre del autor, que es la versión narrativa de aquel lienzo en blanco que dio lugar a Arte, la magnífica obra de Yasmina Reza que Flotats, Pou e Hipólitoelevaron a la cumbre de la escena teatral). Por el contrario, cada uno de los 41 capítulos de Alfanhuí, que forman parte de una única historia, podrían al mismo tiempo ser una historia independiente; más aún: con frecuencia encuentra el lector párrafos con una notable autonomía argumental, auténticos microrrelatos, lo que le confiere a la novela de Ferlosio la virtud de ser una miríada de historias dentro de una historia mayor. Valga este ejemplo con el que acabo ya, y con el que pretendo lograr interesar a otros en este libro imprescindible:

     "El maestro contaba historias por la noche. Cuando empezaba a contar, la criada encendía la chimenea. La criada sabía todas las historias y avivaba el fuego cuando la historia crecía. Cuando se hacía monótona, lo dejaba languidecer; en los momentos de emoción, volvía a echar leña en el fuego, hasta que la historia terminaba y lo dejaba apagarse.
     Una noche se acabó la leña antes que la historia, y el maestro no pudo continuar"


Jarrón con cardos. Escolástico Fernández

Papillon, guilty of a wasted life

Estás tonto con los mirlos, papá

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El pasado 15 de mayo, más o menos a las once y diez de una luminosa mañana de domingo, la vida me regaló uno de esos instantes mágicos en los que parecen confluir inesperadamente circunstancias que por separado ya vienen seduciéndote desde hace tiempo, pero que juntas abren en la realidad como un hueco en el que solamente tú tienes cabida, tú con tu deleite, con tus sentidos cautivos de un placer que no es físico, tú gozosamente atrapado en un embelesamiento de cuento infantil. Que en ocasión tan privilegiada yo dispusiera además de cámara de fotos convirtió en materialmente imperecedero lo que sin duda lo hubiera sido ya en un plano mental. Si yo dijera sin más que oí cantar un pájaro, que lo identifiqué de inmediato y lo busqué en las alturas de los árboles del parque por el que transitaba hasta encontrarlo en una rama, le parecerá a quien lea estas líneas muy poca cosa. Las personas que me conocen bien adivinarán de inmediato, al menos, que el pájaro en cuestión era un mirlo.

Llevo algo más de un año hermanado con los mirlos; los observo, trato de fotografiarlos, sigo su vuelo, los busco con la mirada apenas oigo cualquiera de los dos tipos de sonido que emiten: el de prevención y ese bellísimo canto en el que se combinan, con una interpretación ensimismada, variaciones melódicas, silbos, trinos y chisporroteos sonoros; en su canto, el mirlo marca los compases con una modulada candencia, como si le empujara la irresistible voluntad de improvisar una canción o de recitarla en un idioma extraño donde vagamente se aprecia la existencia de un verdadero significado; es un canto que quizá mezcle distintos cantos emitidos por otros pájaros: dicen que el mirlo puede llegar a imitar la voz humana y a repetir ciertas palabras si se le adiestra desde polluelo, de ahí que en libertad su música parezca una creación propia llevada a cabo a partir de otros gorjeos que el mirlo armoniza con afinación única y como para sí mismo. (El otro sonido, el de peligro, que el mirlo acompaña con un alzamiento tenso de la cola, recuerda un poco al que hacen esos martillos de juguete cuando se golpea algo con su fuelle de plástico).

Ocurre que un día de hace más o menos catorce meses pregunté a quien me acompañaba por el nombre del pájaro negro que vimos corretear por el borde de un vallado: hasta ese momento yo era incapaz de identificarlo, una semana después ya me sentía tan unido a los mirlos que en ocasiones he llegado a extender hacia uno de ellos el brazo convencido de que el vínculo también era percibido por él y volaría hasta mi mano. No lo han hecho nunca, claro. El mirlo es un ave recelosa, que apenas se sabe observado cambia de lugar. Como los cuervos, el mirlo común es intensamente negro (en inglés se les llama ‘blackbird’, y con ese nombre le cantó a uno Paul McCartney en el White Album de los Beatles); pero en el color y en la capacidad para imitar sonidos acaban todas las similitudes con el desagradable pajarraco del nevermore de Poe. Ni siquiera pertenecen a la misma familia de aves. El mirlo es más pequeño, liviano y alegre, y el perfecto naranja de su pico y del círculo que rodea sus ojos le confiere un aspecto infinitamente más atractivo; su color, además, posee la cualidad azabache del terciopelo negro y no los brillos carboníferos del cuervo.





Estás tonto con los mirlos, papá, me dice continuamente mi hija, que hoy cumple trece años (de ahí estas líneas). Y es cierto. No puedo dejar de mirarlos. Los mirlos picotean el césped en busca de comida, y unas veces dan carreritas muy rápidas, agachando la cabeza, y otras avanzan a saltitos tan ágiles como los que ejecutan los gorriones. Las hembras son algo más pequeñas, su plumaje es más pardo y su pico de un naranja algo más desvaído. Mientras crían, las hembras del mirlo son realmente corajudas: yo fui testigo de cómo una de ellas le armó una escandalera a un gato que rondaba taimado el árbol en una de cuyas ramas sin duda ella tendría su nido. En otra ocasión encontré un mirlo joven e inexperto en el suelo, a los pies del mismo árbol, incapaz de elevarse en el aire. Tal vez había fracasado en su primer intento de volar. Mi relación con los mirlos no ha mitigado la insuperable fobia que le tengo al tacto de los pájaros, esa turbadora suavidad palpitante de sus cuerpos emplumados, de manera que tuve que buscar con cierta impaciencia a alguien que quisiera tomarle en sus manos y lanzarlo de nuevo hacia las ramas: lo encontré, y siempre he confiado en que su segundo intento de vuelo no acabara en las fauces de un gato.

Pero mi actual embobamiento con la naturaleza –en su manifestación urbana- no acaba en los mirlos, sino que se extiende al reino fabuloso de los árboles. Algún día contaré cómo me convertí en el hombre que recogía y guardaba las semillas de los tipuana tipu, llamadas sámaras, ese prodigio de tecnología natural que gracias a su diseño en hélice se desplaza en el aire girando sobre sí misma con un elegante y silencioso movimiento auto-rotatorio. Pero lo que importa ahora al caso es mi fascinación por los jacarandás.


En la ciudad en la que vivo, los jacarandás llevan la mayor parte del año una discreta existencia de árboles desnudos, detenidos en un otoño casi interminable del que apenas se salvan unas pocas hojillas compuestas, como de helecho, nada que les permita una copa arbórea y un verdor dignos de tales nombres. De sus de ramas así expuestas a la intemperie cuelgan, a la manera de adornos navideños, unos frutos no comestibles definidos como cápsulas leñosas: estuches planos, redondos y duros donde se guardan sus semillas. Permanecen de este modo, desabrigados, esquemáticos, hasta bien entrada la primavera, cuando ya otras plantas han empezado a hacer gala de una esplendorosa exuberancia. Pero un buen día, entre finales de abril y principios de mayo, los jacarandás aparecen de golpe convertidos en una hermosísima nube floral de color azul-violeta, contrastando con los densos verdores de otros árboles y únicos en su delicadeza sin espesuras: tan solo los racimos de sus flores pequeñas y, como ocultos, como disimulados entre tanta belleza, los pendientes leñosos de sus frutos. A los ojos de quien lo observa, un jacarandá pudiera parecer un árbol de jardín japonés, por ejemplo de ese delicado poema botánico minuciosamente proyectado para el palacio imperial de Katsura, en Kioto: como una celosía de espiritualidad sintoísta de la que caen cada tanto, muy lentamente, los violáceos copos tubulares de sus flores; o pudiera parecer, también, el árbol oculto en lo más frondoso de un bosque druídico cuyo hallazgo quizá revelaría el secreto del sentido de la vida. Pero no, se trata en realidad de un árbol tropical: Brasil, Argentina y Paraguay figuran como territorios de origen; algo hay en ellos, desde luego, de realismo mágico.

Al igual que me sucede con los mirlos, una y otra vez trato de atrapar en una fotografía este sorprendente milagro de la naturaleza, y como en el caso de los mirlos me es esquiva una reproducción a la altura de mis emociones. El pasado día 15 de mayo, como dije al principio, a eso de las once y diez de la mañana, me sentí aludido en el canto de un mirlo, lo busqué y acabé por encontrarlo en los delicados interiores color lila de un jacarandá: el canto del mirlo entre las flores, el propio ave tan ensimismado en su melodía, tan alegre para sí, tan único entre todos y a la vez tan unido a todo: al árbol, al aire, a mí... Qué más podía pedir…

Entonces hice la foto:


  Fotos: JFH

Para ella, en sus trece años

Manhattan

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                                                                                                JFH

El tipo que regenta la barra de este blog&bar conserva, incluso en su actual naturaleza espectral, la suficiente presencia de ánimo como para elaborar el tradicional cóctel de San Juan mientras al otro lado de las ventanas cerradas arden las pérdidas, como tituló Antonio Gamoneda, y estallan los artificios fogosos, y el futuro político de este país se desbarata entre llamas como el maldito mapa del rancho La Ponderosa... Ah, pero, no, dejemos eso: para olvidarse de cosas así, precisamente, se inventó la refinada liturgia de la coctelería.

Uno diría que en este local todo debiera estar cubierto de polvo y contaminado de silencio, y sin embargo he aquí un vaso mezclador cristalino y una copa de Martini tan pero tan limpia que casi pone la piel de gallina, y allá al fondo, al final de lo que aún no ha sido escrito, se insinúa una música que se elige neoyorkina, como el sabor del bebedizo alcohólico con el que este año agasajamos a nuestros estimados clientes y amigos: el Manhattan, una mezcla del rudo sabor del agua de fuego destilada en los alambiques de Kentucky, el dulzor puramente italiano del vermú rojo y esa ligera huella de amargor que le pone la intriga al ceño fruncido con que se paladea.

¿Es así como sabe Manhattan, el distrito metropolitano por el que todo cinéfilo identifica a la ciudad de Nueva York? Quiero creer que sí, aunque a partir del segundo cóctel, ¿de acuerdo? El primero simplemente te retuerce el brazo detrás de la espalda. Pero el segundo… Ah, el segundo empieza a elevarte ya en el primer sorbo hasta ese plano aéreo con que comienza aquella historia de amor en el West Side, con música de Leonard Berstein y letra de un William Shakespeare metido a redentor de bandas callejeras (“Hay barrios de Nueva York donde no les aconsejaría que se metieran”, le dijo Rick Blain a un comandante nazi en Casablanca); con el segundo sorbito, dado así, con los labios besando el filo de la copa, uno empieza a sentirse un puro cowboy de medianoche, con el tercero llegamos en taxi, al amanecer, hasta el mismísimo escaparate de Tiffany’s, en una Quinta Avenida desierta…

Si tuviéramos que decidir, mediante un meticuloso procedimiento de decantación sentimental, qué ciudad es la más cinematográfica de todas las del mundo, es posible que fueran París y Nueva York las que llegaran a la final, pero no empatadas. Al fin y al cabo, New York-New York es una ciudad cojonuda, ¿no?, it’s a helluva town, lo cantaban Sinatra, Kelly y aquel otro tipo cuyo nombre nunca logré aprenderme. Nueva York es un desayuno con diamantes, es caminar descalzos por el parque después de haber llegado en coche de caballos al Hotel Plaza para pasar la luna de miel, son los astilleros donde a Brando le sacuden a base de bien por no respetar la ley del silencio, es el lugar donde dos agentes de publicidad, hombre y mujer, uno a cada lado de la avenida Madison, comparten pijama después de que él se inventara una estrategia publicitaria nueva: vender un producto que ni siquiera existe; es la ciudad de los marineros de permiso, de los periodistas en blanco y negro que viven mientras duerme la ciudad que nunca duerme; es sobre todo el gran Jack Lemmon metiendo en un sobre la llave de su apartamento para que algún ejecutivo de la empresa en la que trabaja pueda practicar el adulterio entre sus sábanas, o formando una extraña pareja de divorciados con Walter Matthau, o perdido toda una noche en Central Park, o desempleado y prisionero en la Segunda Avenida…



Suma y sigue: Nueva York, lo que nosotros llamamos Nueva York pero no es el Bronx, ni Brooklyn, ni Queens, ni Staten Island, sino estrictamente Manhattan -esa gran manzana depositada en una isla entre dos ríos-, es un rodríguez a la americana contemplando cómo a su tentadora vecina del piso de arriba el aire del metro le levanta las faldas a través de unas rejillas de la acera, es Cary Grant y Deborah Kerr, tú y yo, citándonos en lo alto del Empire State para dentro de seis meses, es esa adorada ciudad que vibra al son de las grandes melodías de Gershwin, mujeres guapas y tipos listos que se las saben todas y Woody Allen dictándole a un magnetófono las razones por las cuales vale la pena vivir (mm, Groucho Marx, por decir una, el segundo movimiento de la Sinfonía de Júpiter, y, mm, Louis Armstrong, las películas suecas, naturalmente, eh, Frank Sinatra, mm, las increíbles manzanas y peras de Cézanne, la cara de Tracy…); es un atado de periódicos cayendo rotundo en la acera desde el camión de reparto y la avidez con que unos jóvenes actores que anoche estrenaron una obra en el off Broadway se lanzan sobre ellos después de pasar toda la noche en vela, celebrando lo que aún no saben si será un éxito o un fracaso de crítica.

Nueva York –Manhattan- es cada uno de los múltiples matices cromáticos del otoño en Central Park, y el colchón que en lo más caluroso del verano resulta casi obligado sacar al balcón, junto a las escaleras de incendio, para poder dormir, y la campanita que un tipo disfrazado de Santa Claus hace sonar en Navidad a la puerta de Bloomingdale's o Macy’s; es la ciudad de los grandes desfiles civiles, San Patricio, Acción de Gracias, el Columbus Day, con todo ese confeti revoloteando en el aire, como cuando regresaron los astronautas del Apollo XI, los que pisaron por primera la luna, esa luna que le dio nombre a un río de más de una milla de ancho al que Audrey Hepburn cantaba susurrante acompañándose con una guitarra, Old dream maker, You heartbreaker 

Empiezo el tercer Manhattan y ni siquiera he dicho todavía cómo diablos se prepara ni quién lo inventó. Ahora sí que el Loser se ha trasmutado en un club de Nueva York, digamos el Blue Bar del Hotel Algonquin. Apoyado en la barra y con la copa ante mí, acaricio distraídamente la pelota de béisbol que esta misma tarde he cazado en las gradas del Yankee Stadium. Y me da por pensar en Julio Camba, ya ven, para quien Nueva York, en los años veinte y treinta, era la ciudad romántica por excelencia, “no a pesar de su brutalidad y de su codicia, sino por ellas precisamente (…), por su culto de las catástrofes (…), por la organización comercial de sus crímenes y la organización criminal de sus negocios (…) por su ilimitación”. “¿Conciben ustedes nada más romántico–escribió- que esto de prohibir las bebidas alcohólicas a fin de elevar a categoría de delito el acto de tomarse un aperitivo’”.

The Algonquin Hotel's Blue Bar
Digamos ya que el cóctel Manhattan se prepara vertiendo en un vaso mezclador repleto de cubitos de hielo dos partes de bourbon, una de vermú rojo y tres golpes de amargo de Angostura (pudiera parecer que unas gotas de este ingrediente aromático no aportan gran cosa, y que podríamos prescindir de él al preparar un Manhattan, pero no es cierto, créanme); conviene tener preparada una copa de Martini llena de hielo –que luego tiraremos-, mientras en el vaso mezclador removemos no más de un par de minutos, lo justo para que el bebedizo se enfríe sin que los cubitos lleguen a aguarlo en lo más mínimo. Se vuelca el líquido en la copa helada y ya sin hielo, y se adorna, dicen casi todas las recetas, con una guinda al marrasquino. En el Loser le ponemos una cereza natural: es una licencia legítima, tampoco conviene ser tan puristas; al fin y al cabo, los Manhattan más célebres de la historia los preparó Marilyn Monroe de la manera más heterodoxa que quepa imaginarse: en una bolsa de agua caliente e improvisando una fiesta en el reducido espacio de la litera de un tren con destino a Florida, ah, maravillosa Sugar Kane… 

Acerca de su invención, corren, cómo no, varias historias: me quedo con la más repetida, la que dice que Jenny Jerome, hija del millonario Leonard Jerome y futura lady Randolph Churchill, le pidió un buen día de 1874 al barman de un club neoyorkino llamado Manhattan que creara un cóctel especial para celebrar que un amigo de papá, Samuel Tilden, había sido elegido gobernador del Estado. Eso sí, puesto que ése es justo el año del nacimiento de su hijo Winston –sí, el WinstonChurchill ganador del Premio Nobel de Literatura-, hay quien atribuye el invento a un barman llamado Black, en un local de Broadway, en 1860. 

Visto desde Nueva York, dice Camba, el resto del mundo es un espectáculo extemporáneo, porque al llegar aquí–a este imaginario aquí que es ahora el Nueva York de este blog&bar-, la sensación no es la de haber dejado atrás otros países, sino otras épocas. Nuestra época, añade, sólo Nueva York ha acertado a encarnarla. Y lo curioso es que lo que era cierto en 1934, sigue siéndolo hoy.  

Mi copa está vacía, just a time. Ahora es Robert Mitchum el que llega a Manhattan, con música de André Previn, y nosotros con él: ¿no es maravillosa esta/aquella ciudad que me espera desde hace tanto, y en la que cualquier cosa puede pasar, en cualquier esquina?

Todo es uno

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Ariel Bension (1880-1932), doctor en filosofía e historiador de ascendencia sefardita, considerado el último de los grandes sufíes judíos, escribió en El Zohar en la España musulmana y cristiana (1931), explicando cierto pasaje de este libro esencial de la corriente cabalística, que: 

"La vida humana –dice el Zohar en alguna parte- se amplía por medio de la vida universal. El objeto del Universo se teje a través de la vida del ser humano. Por consiguiente, el hombre es prevenido de vivir de tal manera que a la puesta de sol sienta en sí que su día no ha sido malgastado sin acción. Pues el hombre, malgastando su propio día, ha malgastado también el día del Universo entero”. 

El hecho que se esconde tras esta afirmación -a saber: que todo cuanto existe, en el mundo físico y en cualquiera de los otros mundos que escapan a nuestros sentidos, está unido; que Todo es Uno- arroja sobre nuestros pobres hombros la responsabilidad de tener que ser permanentemente acción, entendiendo por tal aquélla que es útil, que es provechosa, y no ya cada día, como señala Bension, sino en la suma completa de nuestros días, pues si malgastando uno solo de ellos malgastamos el día del Universo, malgastando nuestra vida entera estaremos, de algún modo que escapa a nuestra conciencia, malgastando también la vida de todo el Universo. 

Según relata Plinio el Viejo, los tracios echaban en una urna una piedra blanca o una negra al finalizar el día, según si éste había sido favorable o infausto, y bastaba con que al morir se contaran unas y otras para saber si habían sido felices o no durante sus vidas. Cuánto bien nos haríamos a nosotros mismos –y al Universo, incluso al Multiverso que propone la teoría de cuerdas- si actuáramos como si realmente pudiéramos intervenir de forma positiva en cada una de nuestras acciones, sin permitir que las cosas ocurran sin más, fatídicamente, como dejándose arrastrar hacia la piedrita blanca o la negra por sí solas.

 NASA; ESA; G. Illingworth, D. Magee, and P. Oesch, University of California,
Santa Cruz; R. Bouwens, Leiden University; and the HUDF09 Team

Cisne Negro

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Cuando ya sea imposible seguir manteniendo oculto lo que realmente está sucediendo lo llamarán el impacto de lo altamente improbable, ese Cisne Negro de Nassim Nicholas Taleb

Recordad a Mark Twain:"es más fácil engañar a la gente que convencerlos de que han sido engañados". 

Y tengamos siempre presente que en un mundo globalizado lo que pasa en un país -pongamos el nuestro- es una parte de lo que pasa en todos los países. Una pieza. Una jugada.

Al final, además, descubriremos que no hay un Cisne Negro, que solo "hay un lago inmenso lleno de fango, lleno de fango", como decía la canción.

Wake up Neo...



(Foto: Palencia 2008. JFH)

Pilar Quirosa, nuevo libro

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(Foto: JFH. 2013)
Infatigable creadora, la escritora Pilar Quirosa-Cheyrouze presenta esta semana un nuevo libro, Memorial Shadow, “confesiones, recortes, casi collages, páginas de diario, aforísticas reflexiones, filosofía, medicina, arte, música, poéticas varias…”, según cuenta la editorial Nazarí, que es quien lo publica. 

La vida cultural de toda capital de provincias, pequeña o grande, eso es igual, está tejida por una serie de figuras reconocibles y a veces aparentemente ubicuas sin las cuales no se entendería la celebración de la convivencia alrededor de las artes y las letras. Pilar Quirosa es una de esas figuras esenciales de la cultura en la ciudad en que vivo, Almería, y tengo la suerte de que me honre con su amistad. Nos conocimos pasada ya nuestra primera juventud, y sin embargo nos une la sensación de haber compartido juegos en la infancia, o al menos alguna que otra de esas aficiones que de niños creemos reservadas a nosotros solos. Por ejemplo, la de descubrir en el frontal de los automóviles la identidad de un gesto, de un temperamento, de una personalidad. Yo lo hacía con pocos años: analizar ese rostro aparente que nos ofrecen los coches, la expresión enfurecida o asombrada o maliciosa o bobalicona de los faros en su combinación con la forma del radiador, del guardabarros, de la matricula. Recuerdo bien la sonrisa de Pilar el día que me dijo que se había sentido felizmente aludida en ese preciso pasaje de un libro mío, y durante un tiempo referirnos a ello fue una especie de santo y seña cada vez que nos encontrábamos, hasta que ambos lo incorporamos al bagaje de las experiencias compartidas y ahí quedó, en la base de nuestra amistad.   


Dicho de otro modo: nos unió la pareidolia, ese fenómeno psicológico que estimula en nuestra mente la capacidad para reconocer rostros u otras formas familiares en los lugares más insospechados: en la apariencia de las nubes, en el milenario perfil de una montaña, en los troncos de los árboles, en las fachadas de algunas casas, en las manchas de humedad de una pared, en la melancólica superficie de la Luna.

Escribió Ana María Matuteque tal vez la infancia sea más larga que la vida, y el poeta inglés William Wordsworth que el niño es el padre del hombre; yo creo que aquel juego de la imaginación que Pilar y yo mantuvimos por separado, y bajo cuya superficie no es difícil escuchar la corriente viva de nuestra pasión común por inventar y contar historias, nos devolvió a un tiempo en el que no nos conocíamos para trenzar allí ese tipo de complicidad duradera que sólo se fragua en las edades más tempranas. 

Todo esto me hace recordar unos versos de Pilar Quirosa que hablan de “reencontrarnos de nuevo / en cada estación del tiempo”, y estos versos me llevan a otro poema suyo, titulado “Catarsis”, en el que se pregunta: 

Cómo barajar el efímero tiempo,
el reloj derrotado por el paso de las horas,
el dolor que crece y se retuerce
en meandros, cómo escribir un poema.

Barajamos el tiempo, nos reencontramos, escribimos. Y Pilar va más allá, porque la efervescencia cultural que la anima desborda en ella el acto puramente creativo, la narrativa para niños, jóvenes y adultos, los artículos en prensa, la crítica literaria; lo desborda para hacerse activismo, militancia cívica, y entonces surgen también las labores de Ateneo, las Aulas de Literatura, los Encuentros con las Artes, las Letras o el Lenguaje Cinematográfico, los Departamentos de Publicaciones, los Colectivos sociales y reivindicativos, los recitales, las rondas de libros… Incansable ese ir y venir suyo para mantener vivo el fuego iluminador de la cultura cuando es tanta la arena con la que algunos pretenden apagarlo. 

Leí uno de sus últimos libros, El viaje de Edgar, mano a mano con mi hija. A través de él  regresaba –si es que alguna vez se ausentó- la Pilar más sideral, más celeste. Y he aquí otra cosa que compartimos: la fascinación por la astronomía. No podía ser de otro modo: tal vez pertenezcamos ambos a la vieja estirpe de aquellos que un día remoto, mirando el firmamento, dieron en unir, con una línea figurada, esa estrella de ahí con esa otra y con esa y con esa de allá, pareidoliacósmica  de la que nace un aguador, un arquero con su cinturón bien ceñido, un centauro, un delfín, la nave de los argonautas. Y siempre el viaje, por las Islas provisionales o A orillas del Zambezeo más allá de cualquiera de esas fascinantes nebulosas interestelares que sólo son visibles con telescopios: viajes de la imaginación, tal vez: pero es que es de esa materia de la que estamos hechos.


C. C. Baxter

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La víspera de Año Nuevo, Calvin Clifford Baxter, en un sublime y contenido gesto de dignidad,  le devolvió al presidente de la compañía de seguros en la que trabajaba, Jeff D. Sheldrake, la llave del lavabo de los ejecutivos. Para celebrar aquella escena, en el Loser le hicimos una copia en oro –la única que existe- de la llave de la puerta imaginaria de este blog&bar, que fijamos en la parte inferior del marco de su fotografía. Quienes se acercan a curiosear en la galería de perdedores que cuelga de las paredes del Loser creen que esta llave dorada que acompaña al rostro de Jack Lemmon es un homenaje a aquella otra de ida y vuelta que abría el solicitado apartamento neoyorkino de Baxter; nosotros, en cambio, preferimos recordar al joven que por respeto a la mujer que amaba renunció al ascenso que tan arduamente se había trabajado en las cloacas morales de Consolidated Life antes que al pobre diablo que casi cada noche, después de regresar a casa más tarde que ningún otro empleado de la compañía, se agachaba a recoger de debajo del felpudo su propia llave. Y es que C. C. Baxter, Buddy Boy para sus jefes, un tipo corriente, solitario, propenso a los refriados, tenía por entonces un pequeño problema con su apartamento.

La cosa había empezado unos años atrás de la manera más tonta. Un amigo le pidió el favor de utilizar su apartamento para cambiarse de ropa antes de ir a la ópera, y en poco tiempo a todo el mundo le dio por necesitar cambiarse de ropa allí. Naturalmente, se trataba de echar una cana al aire, y de aquellas canas, estos lodos, como se dice: antes de que se diera cuenta eran cuatro de sus jefes los que tenían asignado un día de la semana para llevar a su apartamento a una chica, casi siempre una empleada de la empresa. A cambio, le habían prometido a Buddy resaltar sus méritos laborales para promocionarle en la compañía. De manera que mientras el jefe de turno y su ligue se comían sus galletitas de queso, se bebían su alcohol, escuchaban música en su tocadiscos y retozaban entre las sábanas de su cama, él hacía horas extras en la oficina o esperaba, amodorrado y aterido, en un banco de Central Park.


Vivía como Robison Crusoe, confesó en cierta ocasión; era un náufrago en una ciudad de ocho millones de personas, hasta que un día vio pisadas en la arena y descubrió a la señorita Kubelik, Fran Kubelik, la ascensorista más bonita del edificio, y al parecer también la más inaccesible a las pretensiones sexuales de quienes se valían de su rango para engatusar a sus subordinadas. En el edificio de Consolidated Life trabajaban más de treinta y un mil empleados, con horarios de entrada y salida diferentes, según cada sección y planta, para no provocar atascos en los dieciséis ascensores. C. C. Baxter era el único que se quitaba el sombrero cuando entraba en el que manejaba la señorita Kubelik, y ella, en agradecimiento, le puso una flor en la solapa de su americana el día en que el mismísimo señor Sheldrake le convocó en su despacho de las alturas para comunicarle, él estaba seguro de ello, su ascenso.

La realidad era otra. El gran jefe había tenido conocimiento del ir venir de aquella llave: no era la primera vez que un empleado se comportaba de manera deshonesta, y la compañía sabía cómo actuar, le dijo. Es decir, el juego había terminado, para zozobra de aquel joven alcahuete de oficina. En un intento angustiado de conservar su empleo, Baxter aseguró que las citas en su apartamento habían acabado para siempre, y Sheldrake, con un gesto a medias entre la severidad y el cinismo, revisando los informes de eficiencia, aceptó su palabra, pero sólo en lo que afectaba al resto de ejecutivos. Lenta reacción de Baxter, hasta que al fin la llave acabó pasando de su bolsillo atestado de clínex usados a la mesa del presidente, junto con la dirección del apartamento, que C. C. le escribió, aliviado, sumiso, en un papelito.


Esta es una historia de llaves que cambian de manos y manzanas podridas, cuatro manzanas, cinco manzanas, eso no importa mucho, y de ascensos y ascensores; de sábanas entibiadas por el roce de otros cuerpos, de espejitos espejitos rotos donde las buenas chicas que aman a hombres casados se ven como se sienten; una historia de rímel mezclado con lágrimas y de bombines modelo ejecutivo y aceitunas de martini ordenadas en círculo sobre el mostrador de un bar la noche antes de Navidad; de comida precocinada calentada al horno en su propio envase y mordisqueada frente a la única compañía de una televisión con exceso de comerciales; de lavados de estómago a media noche y espaguetis escurridos en una raqueta de tenis, de gestos de buena vecindad incluso en quienes le tienen  a uno por un libertino, de multitudinarias y desenfrenadas fiestas navideñas de empresa donde toda promiscuidad tiene su asiento; de restaurantes con reservado en los que el pianista interpreta la canción de los amantes apenas ella aparece por la puerta.

Todo elogio de El apartamento, de Billy Wilder, siempre se quedará corto, como si fuera imposible alcanzar hasta el último rincón de la película con la admiración que despierta. Hasta hace no demasiado, cada vez que programaban en alguna cadena de televisión un gran clásico del cine como éste, siempre había alguien que apelaba con algo de envidia a esos espectadores que iban a ver la película por primera vez. Sin embargo, El apartamento va gustando más cada una de las veces que vuelve a verse. Y ni siquiera es fácil encajarla en un género determinado. El filólogo y académico Gregorio Salvador dijo en cierta ocasión que esperaba morir antes que el dibujante Mingote para que éste le dedicara una necrológica gráfica de las que le hacían «sonllorar». Es una buena palabra para referirse también a esta película de 1960, que pasa por comedia -por una de las mejores jamás rodadas- y sin embargo contiene alguna de las escenas más tristes de toda la historia del cine. Yo al menos no recuerdo ninguna tan desoladoramente triste que aquella en la que C. C. Baxter, un espléndido Jack Lemmon, ha de salir a altas horas de la noche de su cama, en la que se había metido no mucho antes -quizá tratando de no reparar en el olor de los cuerpos que la habían usado aquella tarde-, y ceder el apartamento a otro de sus jefes, que acaba de ligarse en un bar a una rubia idéntica a Marilyn Monroe. Comedia, melodrama romántico, cine social, cuento de hadas pornográfico, tal y como dijo en su momento algún crítico… 


Que si la primera idea surgió de Breve encuentro, que si la historia que cuenta nunca hubiera podido transcurrir en el Moscú soviético, que si a Wilder le faltaban brazos para sujetar los tres premios de la Academia que ganó con la película... El apartamento es una obra maestra no ya del cine, sino del arte del siglo XX, porque todo en ella está tocado por la inspiración: el guión más perfecto jamás escrito (Wilder y Diamond); una actuación soberbia de la pareja protagonista, con una Shirley MacLaine que alcanza el cielo de la interpretación y del encanto metida en la piel de la señorita Kubelik, más un Fred MacMurray que completa el triángulo por el lado más canalla vistiendo el traje de Sheldrake; una bellísima banda sonora (con una pieza principal firmada por Adolph Deutsch); una maravillosa fotografía en blanco y negro (Joseph LaShelle); un montaje premiado con otro Óscar (Daniel Mandell); y finalmente, una dirección artística a cargo de Alexandre Trauner sencillamente prodigiosa, no ya solo por el ingenioso ardid con el que consiguió que la oficina de Baxter pareciera inmensa y con miles de mesas hacia el fondo, sino sobre todo por el decorado del apartamento, que el espectador llega a conocer desde todos los ángulos posibles.

Qué habrá sido de C. C. Baxter. Y de Fran Kubelik. Qué habrá sido de ellos dos. ¿Hubo un ellos dos? ¿Llegaron a barajar sus vidas? ¿Qué naipes les repartió el destino? Ah, Buddy Baxter, ese tipo capaz de comerse los aperitivos sobrantes de la fiesta que otros han dado en su casa, y de beber con cierta elegancia los restos de martini que quedan en el fondo de la jarra, y que es tan pero tan humilde que, según él, si donara su cuerpo a la ciencia, como le pide el médico que vive en el apartamento de al lado, decepcionaría a todo el mundo. 



Un comité de la noche y un balcón en invierno

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Leer de forma sucesiva la última novela de Belén Gopegui y la última de Luis Landero, ambas publicadas en el otoño de 2014, produjo en mí esa sensación de ser atraído a tesis enfrentadas que uno experimenta en las mejores películas de juicios, cuando primero te convence el fiscal con su alegato y después, no menos categóricamente, el abogado de la defensa. No se trata aquí de que haya acusados, sino de describir el efecto persuasivo de las dos propuestas literarias, que son, en cierto modo, opuestas entre sí. 

En El comité de la noche, Gopegui captura el instante social y político en el que estamos ahora mismo para plantear la necesidad de llevar a cabo una resistencia contra el abuso de los poderosos, de participar en grupos de activismo político, incluso en células clandestinas, y en cualquier caso de acudir a asambleas, a encierros, a manifestaciones, de trabajar en equipo, de definir estrategias, de aspirar a levantar la presión sobre nuestras vidas, de prepararse para que si un día los explotados llegaran a arrebatarle el poder a los explotadores (que son menos) no repitan el modelo de explotación contra el que luchan; construir otra civilización, dice la autora madrileña, cambiar las relaciones de propiedad y las relaciones con la naturaleza, no decaer ni aun ante el riesgo personal, pues “cuando el riesgo personal está excluido a lo mejor ya estamos muertos”.

Podría parecer que el carácter político de la novela –Gopegui considera, en cualquier caso, que todas las novelas tienen un componente político, indetectable en la mayoría de la narrativa dominante- lo convierte poco menos que en un manifiesto. No lo es. Para empezar, la prosa de Belén Gopegui conserva esa personal inspiración poética, atenta a la lírica de los pequeños detalles cotidianos, que despertó la admiración de tantos, mi admiración más encendida, desde su primer libro, La escala de los mapas. Cuando retrata aquí a unos seres afectados por la crisis económica, lo hace, además, con una cercanía que es a la vez narrativa y vital, la pura experiencia de no tener trabajo, de tener que regresar a casa de tus padres con treinta y tres años y una hija de ocho, compartir con ellos el desempleo que también sufren y los cuidados de la niña y la atención de la casa, volver a ser tribu pero con el duro añadido de la derrota, detenerse a pensar en el dinero que te ahorrarías no tomándote ese café en un bar, pensar que encender “la televisión por la mañana tiene algo de beber solo”…

Así se siente –así siente- Alex, el primer personaje protagonista de El comité de la noche, un documento narrativo durmiente que la autora activa para los lectores, porque puede que el poder de una historia tal vez sea “ínfimo”, dice, pero es también “incontrolable”. Y un día el grupo debate sobre una información aparecida en prensa bajo el titular “La sangre de los parados”: una multinacional productora de hemoderivados propone al Gobierno la posibilidad de pagar a los parados, por la donación de su sangre, 60 o 70 euros semanales con los que completar su prestación por desempleo. Inmediatamente, el grupo se plantea hacer algo al respecto, no en defensa del altruismo, ni por razones éticas o legales, sino para combatir el hecho de que se considerase el paro “una fuente de extracción” y la sangre un recurso que pudiera ser explotado, “como una mina”. Y a partir de este hilo, Gopegui tejerá en la segunda y más extensa parte de la novela una trama donde late el pulso de una intriga muy Graham Green, muy John Le Carre, trasladando la acción a Bratislava, ampliando las voces narrativas y conservando su radical compromiso moral.

Belén Gopegui. Foto: JFH
 
De modo que al llegar al final de El comité de la noche me he convencido de que la literatura ha de ser útil hasta este extremo (además de bella, claro, de otro modo no me sirve). Y afronto, pues, la novela de Luis Landero, El balcón en invierno, con recelo, pues se trata de una especie de memorias de infancia y adolescencia donde el autor se propone repasar el cúmulo de circunstancias que tuvieron que darse para que, teniéndolo todo en contra, llegara a ser escritor. Desde luego, Landero es un autor que siempre ha logrado cautivarme con su estilo poderoso, heredero de la mejor literatura en español, y con las vicisitudes de sus peculiares protagonistas, a medio camino entre la comedia y el patetismo, entre lo ridículo y lo sublime, entrañables en cualquier caso, como lo son todos los soñadores sin fortuna; personajes atrapados en laberintos de imaginación y afanes y rutina laboral, solitarios que se encuentran con otros solitarios, perdedores tocados tal vez por la melancolía pero jamás por la amargura, a quienes la vida les conduce, contra todo pronóstico, hacia posibilidades de aventura que acabarán por elevarles, aunque solo sea en la república de su fantasía, por encima de la extendida mediocridad que amansa los días y los años.

Sí, pero, ¿y la utilidad de la novela? ¿No es escapista toda obra de ficción que no se sume hoy a la lucha contra los poderosos? Y he aquí que Landero vuelve a conquistar de nuevo mi corazón de lector apasionado, mediante un relato que no es solo el del escritor que recuerda las raíces de su vocación, sino que constituye sobre todo un homenaje a una generación que, juntamente con la cultura milenaria que aprendieron por transmisión oral, está a punto de desaparecer no solo físicamente sino también en el olvido.

No se trata de que nos cuente que proviene de una humilde familia de campesinos del sur, que no había libros en casa, que emigraron al Madrid de los años cincuenta por el empeño de su padre en que los suyos se abrieran paso en la vida o que solo con la muerte de éste pudo empezar él, único hijo varón, depositario de todas sus elevados anhelos, a ser quien ni siquiera podía imaginar aún que deseaba ser. Esta novela –novela de no ficción, pero novela al fin- se sostiene en el deseo por conocer todo eso que desconocemos de quienes tenemos más cerca, de quienes amamos, de quienes habían ya recorrido una parte sustancial de sus vidas cuando nosotros llegamos al mundo. Todo un universo emocional perfectamente reconocible cabe en esa última mirada que se dirigen el narrador y su temible padre en la habitación de hospital donde éste va a morir en apenas unas horas, a sus cincuenta años, y es un universo que se ensancha en la prometedora incertidumbre que esta muerte le deparó al narrador, y sobre todo en la pena, la culpa, la compasión, la gratitud tardía, la admiración, incluso, que solo muchos años después despertará en él el recuerdo del padre.

Son muchos los personajes memorables que pueblan El balcón en invierno, todos ellos dotados de vida, como hechos del barro de la memoria y alentados con el talento literario y la sensibilidad de Landero; gentes “que civilizaron tierras bravías”, que construyeron sus propias casas con los materiales que le arrancaron a la tierra, que sabían cómo encauzar el agua hasta el sembrado y cómo esparcir la semilla, que alrededor de la lumbre contaban historias y transmitían saberes no escritos. Y cuando el narrador necesita saber, en el presente, acerca de la infancia y juventud de su madre nonagenaria, y le pregunta una y otra vez, ella, que tanto gusta de hablar con su hijo escritor de otras muchas cosas, de sí misma nada cuenta, “no porque no se acuerde o no quiera contarlo, sino porque su vida no le parece interesante”.

Yo no sé de dónde ha sacado esta gente, esta generación infortunada, su temple y entereza”, dice Landero, y también que “Fueron vidas oscuras, anónimas, de las que ya nadie quiere acordarse, aunque fuese al menos para agradecerles los servicios prestados”.

Convencido ahora, rotundamente, por el planteamiento literario de Luis Landero, trato de conciliarlo con el de Belén Gopegui; y llego a la conclusión de que tan necesario como el compromiso con nuestro presente y nuestro futuro, debiera serlo el compromiso con nuestro pasado, o con el pasado de los nuestros, un compromiso de evocación y reconocimiento, porque romper el hilo que nos une a la memoria de quienes nos precedieron –y estamos muy cerca de hacerlo- podría soltarnos de nuestras propias manos y quién sabe si ser fatal.

A partir de una vieja fotografía

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Me gustaría poder decir que soy el joven que toca el saxofón en la fotografía que acompaña a estas palabras. En realidad, no paso de ser el joven que finge tocar el saxofón. Quienes bailan son Antonia y Mario, moviéndose quizás al compás de una música que ellos mismos tarareaban o solo mecidos por esa felicidad que nos envolvía a todos aquella tarde de mediados de los noventa. No recuerdo exactamente el año, ni tampoco cuántos miembros de la Tertulia de la Calle Suipacha nos juntamos en la casa con jardín de Ana (o sí, más o menos). Sé que fue una gran jornada, distinta a la de otras tertulias, con un travieso aire festivo, como de celebración de la amistad más que de la pasión común por la literatura.

Antonia es Antonia Moreno Cañete, una excelente escritora que en condiciones normales debiera ser a estas alturas ampliamente conocida y leída en nuestro país. Sin embargo, una parte importante de su obra permanece inédita. Por razones profesionales, ella y Mario han vivido un tiempo en Nicaragua, y ha tenido que ser allí donde primero se reconociera su valía como escritora en la forma en que merece ser públicamente reconocida. El pasado mes de abril, su novela El ojo de Odínobtuvo el Premio de Literatura María Teresa Sánchez, convocado por quinto año consecutivo por el Banco Central de Nicaragua. Antonia, que ya está de vuelta en España, me cuenta que ha sido la primera vez que se premia a un autor no nicaragüense. Me dice también que Nicaragua ("tan violentamente dulce", escribió nuestro amadoJulio Cortázar) ha sido para ella un lugar mágico, donde ella y Mario han vivido con "la sensación de estar arropados por una energía amable y potente". Cortázar, que en sus últimos años de vida estuvo entregado a la causa nicaragüense, lo suscribiría, sin duda.

Sabe que escribir aquí es otra lucha distinta, pero seguirá haciéndolo. He conocido pocas personas que mantuvieran una relación tan ferviente con la literatura, y aún menos escritores con una prosa de parecida sensibilidad. No en vano, Proust fue uno de los maestros que dejaron su huella en ella. Ojalá el premio de allá ayude de algún modo a abrir aquí el camino hacia la publicación de la novela. 

Entre malvados, de Miguel Ángel Muñoz

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En circunstancias normales, la mayoría de nosotros tenemos un primer conocimiento de la maldad a través de los cuentos. Villanos de toda condición extienden la sombra de la amenaza a lo largo de buena parte de las historias tradicionalmente concebidas para los niños, historias que sin esos malvados, por otra parte, no existirían como tal: no hay superación personal sin los obstáculos de la perfidia, no hay desobediencia sin el castigo de caer en las fauces de una criatura taimada y maligna, no hay belleza que no provoque la envidia de quien quisiera serlo más que nadie, ni fealdad que no se convierta en objeto de mofa para los idénticos entre sí. Con el tiempo, aprendemos que brujas, ogros, lobos, madrastras y demás familia son arquetipos de que se vale el relatador para subrayarnos la diferencia entre el bien y el mal, y tratamos de convencernos de que en la vida real nadie es absolutamente malo ni absolutamente bondadoso, aunque vayamos sabiendo, casi diariamente, de actos abominables cometidos por hombres y mujeres.

He dicho en circunstancias normales: hay otros niños, muchos niños, para quienes la maldad no es cosa de fantasía, ni hay un colorín colorado que haga desvanecer finalmente el peligro y el miedo.

Comencé a leer Entre malvados, el tercer libro de relatos de Miguel Ángel Muñoz, el sábado 12 de noviembre, por la tarde. Ese día, los medios de comunicación publicaron la noticia de que un niño de siete años había sido ingresado en un hospital de Sevilla tras recibir una paliza de tres compañeros de colegio, de ocho, nueve y diez años. Ese mismo 12 de noviembre, según advierte el colofón del libro, Charles Manson cumplía ochenta y dos años. De alguna manera, la vida real intervenía en la lectura, pues el primer cuento, “Somos los malvados”, nos habla de las consecuencias del acoso escolar, y en el penúltimo, de acuerdo con el índice, me esperaba Manson, el célebre líder de un grupo de criminales –su “Familia”- que en la década de los años sesenta cometió en California una serie de asesinatos atroces, entre ellos el de la actriz Sharon Tate. Entre uno y otro relato, fui atravesando a lo largo de aquella tarde historias que me trasladaban a ese infierno sobre la tierra que es hoy Siria, y al día anterior a los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, incluso también a los instantes previos: un trayecto en tren como el de cualquier otra mañana, con un destino común; me trasladé a un espacio abierto entre árboles, donde la policía, de noche y a la luz deslumbrante de los faros de un todoterreno, trata de arrancarle una información valiosa a un sospechoso; me crucé brevemente entre un televisor encendido y el espectador que lo mira, y recorrí también las semblanzas biográficas de conocidos malvados, sanguinarios unos, otros contradictorios en sus papeles de eruditos y de padres.

El orden en que están dispuestos los relatos en un libro nunca es arbitrario, y que el primero de Entre malvados trate del acoso escolar supone una declaración de principios. El narrador de este primer relato es un adulto con el alma quebrada, a quien las humillaciones y la violencia sufridas de niño le convencieron de que “todos somos culpables hasta que se constata nuestra culpabilidad”. Un torturador implacable en la escuela puede acabar, andando el tiempo, convertido en un ciudadano ejemplar, ajeno a su víctima, quien, por el contrario, ha crecido anclado al miedo, al odio, "infectado por el pánico”.

Cada relato de Entre malvados tiene sus propios códigos narrativos; tiene no ya vida propia, que por supuesto, sino un estilo de vida propio: una manera de ser contado, y de acercarse a las víctimas y a los verdugos. “Intenta decir Rosebud” produce ahogo en la permanente inminencia de una ejecución a manos de los terroristas del Estado Islámico: contiene los rigores del secuestro, las humillaciones, el ciego fanatismo, la amistad entre desconocidos, el miedo insoportable, el atuendo naranja y el arrodillamiento que parecen preceder al abominable martirio, la imposibilidad de retornar a la normalidad. “Aguantar el frío” juega espléndidamente con una combinación de actos de violencia, engendrado uno en el vientre de otro y reflejando ambos un tercero en la distancia: así, la desaparición de una niña pequeña provoca la zozobra de los investigadores, la urgencia, el maltrato, todo ello sin que el pensamiento del policía se aparte de la suerte de su hijo activista, que ese mismo día, en otra ciudad, ha participado en una acción de protesta. La prosa torrencial de “Los nombres” y la coralidad ferroviaria de “Un hombre tranquilo” nos dan a conocer unos instantes en las vidas de quienes nada saben, de quienes no podían imaginar... En esa obra monumental que es 2666, póstuma novela de novelas de Roberto Bolaño y una de las más tenebrosas exploraciones del mal nunca escritas, un personaje dice, en relación con los inacabables y nunca aclarados crímenes de mujeres de Ciudad Juárez (Santa Teresa en el libro): “Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo”. Acaso también se esconda en un vagón de tren y en una estación que de algún modo es todas las estaciones del cine que amamos.

Miguel Ángel Muñoz (Foto: JFH)

Tras nueve relatos de corte realista, el libro se cierra con un largo cuento fantástico, “Donde el Borgión se esconda”, que por sí solo merecería ya toda una reseña: complejo, con una urdimbre de lecturas posibles, a medio camino entre el mito clásico y la ficción especulativa, sostenido por una narración minuciosa, vivencial, atenta al detalle, que en determinados pasajes remite sutilmente a circunstancias tan solo apuntadas en relatos anteriores –el meticuloso corte de un cuchillo despierta el recuerdo de otro corte ya iniciado varias páginas atrás que ahora la mente del lector completa con horror-. En esta historia de iniciación, los jóvenes son adiestrados mediante la tortura, en un Centro de Instrucción fundado al efecto, para enfrentarse, cumplidos los 17 años, al Borgión, el monstruo legendario que habita en el interior de un bosque. Llegado el momento, los jóvenes se aventuran en el bosque como Teseo se adentraba en el laberinto cretense para enfrentarse al Minotauro –aunque sin el hilo de Ariadna-, en tanto que en el pueblo sus convecinos leen por la calle a Descartes, a Maquiavelo, a Aristóteles, a Voltaire, y el centro de toda actividad es la Biblioteca, como una distopía inversa a la que propuso Ray Bradbury en Fahrenheit 451.

¿Una comunidad que llegara a desarrollar hasta el extremo y plenamente la cultura intelectual como modelo social predominante se vería libre de la barbarie? ¿Nos hacen mejores los libros? El lector decidirá por sí mismo una vez leído este relato. O no. La conclusión de este magnífico libro en particular de Miguel Ángel Muñoz está en el propio título: vivimos entre malvados, y en cierta forma nosotros, con nuestras pequeñas bellaquerías ocasionales, militamos en las filas de los malvados entre quienes viven los demás. Porque quizá sea verdad que no hay categorías absolutas en esto: escribió David Hume que no es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a tener un rasguño en un dedo, como tampoco lo es preferir la propia ruina con tal de evitar el menor sufrimiento a cualquier desconocido. Esa es, en definitiva, nuestra naturaleza, y Entre malvadosse desarrolla en su lado más sombrío, más amenazante. 

La sombra centenaria de un gigante

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Mi padre tuvo en su juventud un amigo que era el vivo retrato de Kirk Douglas. Recuerdo haber visto una fotografía, en tonos sepia y con un marcado doblez en una esquina, donde el parecido quedaba patente: el mismo rostro, el mismo pelo, la misma intensa mirada; todo, menos el hoyuelo en la barbilla. En aquella Castilla rural de los años cincuenta, una semejanza tan notable con una estrella del cine americano debió de significarle de algún modo entre todos los muchachos de su quinta, y él, que por sí mismo podía constatar el parecido mirándose al espejo, lamentaba la ausencia del hoyuelo. Con 17 ó 18 años creyó que sería posible hacérselo con un alfiler, removiendo en la zona durante días, y al final, como era previsible, no logró otra cosa que provocarse una herida que tardó en curar. Aquel amigo de mi padre murió hace varios años, y la vieja foto se perdió. Sé que cosas así actúan en nuestro inconsciente a la hora de determinar preferencias, por eso apostaría a que la historia influyó para que Kirk Douglas haya sido desde siempre el actor favorito de mi padre. Eso y su inmensa estatura como actor, naturalmente, aquel magnetismo incontestable, su vigorosa presencia, su fuerza interpretativa, la intensidad con que ha dado vida a personajes de toda condición.

Sobre estrellas cinematográficas de su magnitud solo se escriben, desde hace muchos años, elogiosas necrológicas cargadas de nostalgia; sin embargo, todo lo que hubiera servido para recordarle en su fallecimiento se escribe estos días para conmemorar su centésimo cumpleaños. Alguno de aquellos titanes del cine americano clásico tenía que ser el último, y la naturaleza ha seleccionado a Douglas para preservarlo algo más de tiempo como testigo de un arte ya desaparecido. Por jugar con el título de una de sus películas, la sombra centenaria de un gigante se posa hoy sobre una industria más volcada que nunca en una consideración que el cine siempre tuvo presente, pero que hoy es prácticamente lo único que persigue: el entretenimiento.

Si se cierran los ojos y se piensa en Kirk Douglas, la memoria proyecta una casi ilimitada cantidad de imágenes, en blanco y negro y en color, de entre las que yo tomo dos, las dos que me pasan en este preciso instante por la cabeza: el rostro requemado por el sol de Espartaco mirando alternativamente a la esclava Varinia, con ternura, e inmediatamente, ahora con infinita rabia y dureza, al entrenador de gladiadores: los labios apretados, la mirada incendiaria, el mentón pétreo. Otra imagen, completamente distinta: Douglas conduce un coche por la autopista, entra en un túnel, dos grandes camiones circulan a un lado y a otro de su pequeño auto y él aparta poco a poco las manos del volante: es El compromiso, de Elia Kazan, y su interpretación está forjada en un registro completamente distinto.

Cuenta la historia –lo cuenta él en su autobiografía- que mientras se discutía qué nombre iba a figurar en los créditos de Espartacocomo responsable del guión, en lugar del de Dalton Trumbo, castigado a pena de clandestinidad por el macartismo, Stanley Kubrick, el director, propuso sin rubor el suyo. Fue tal la indignación de Kirk Douglas, productor de la película, que aquella noche decidió que ya era hora de terminar con la lista negra, y que sería el propio Trumbo quien firmase por fin públicamente su propio trabajo. En una de las escenas más emocionantes de toda la historia del cine, los supervivientes del poderoso ejército de esclavos y gladiadores que puso en jaque al Imperio Romano durante meses quieren proteger a su líder de la ira de Marco Licinio Craso, arrogándose uno a uno la identidad de Espartaco –I am Spartacus!-. Pero solo uno lo era, y solo una estrella del firmamento del viejo Hollywood -con permiso de Olivia de Havilland- brilla aún con vida en sus asombrosos cien años.

Inmenso Kirk Douglas; inmenso Issur Danielovitch Demsky, el hijo del trapero.

2016, entre la astronomía y la ciencia ficción (I)

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Tras las puertas cerradas, el Loser ha sido durante buena parte de este año no el blog&bar donde tan gustosamente se habla de literatura, de cine, de música o de fotografía, sino casi un club de ciencia, un pequeño club de un solo socio y algún amigo con el que desahogarse, porque las noticias que iban apareciendo en los periódicos desde enero dando cuenta de asombrosos descubrimientos astronómicos despertaban en quien esto escribe una fascinación muy superior a la de cualquier novela o película.

Antes de que se cumpliera el primer mes de este extraño –en tantos sentidos- 2016,  les mencioné a un par de amigos tres de esas noticias: a mediados de enero supimos que seguía abierto el caso de la estrella KIC 8462852, a cuyo alrededor podría haber, según publicaron sin rubor, en octubre de 2015, los medios de comunicación más ortodoxos, una 'megaestructura extraterrestre'. El Telescopio Espacial Kepler había observado que esta estrella, a casi 1.500 años luz de distancia, experimentaba atenuaciones de su brillo a intervalos no regulares -es decir, no provocadas por la órbita de un planeta-, sino con parpadeaos impredecibles. Se barajaron algunas hipótesis, pero ninguna encajaba; en enero, como digo, los astrónomos concluyeron que tampoco era verosímil la explicación dada el mes anterior de que se trataba de una densa nube de cometas. La otra interpretación es desatinada, pero no totalmente descartable: ¿es posible que se trate de una civilización tan por delante de la nuestra que encajase dentro del Tipo II en la escala Kardashov, es decir, una civilización capaz de aprovechar toda la energía de su estrella? ¿Estaría ese oscurecimiento irregular provocado por una formidable matriz de colectores solares que envolvería a KIC 8462852?

 Planeta 9 Ilustración. Image Credit: Caltech/R. Hurt (IPAC-NASA)

También en enero se detectó un noveno planeta en el sistema solar, el legendario Planeta X, un mundo gigante y helado mucho más allá de la órbita de Plutón que giraría alrededor del Sol una vez cada 15.000 años, y cuya existencia se ha “deducido” a partir del comportamiento orbital de los planetas enanos descubiertos recientemente en los confines del Sistema Solar: es decir, no se ha observado directamente, se ha llegado a la conclusión de que existe estudiando las perturbaciones orbitales que provoca. Aquí cabe tener en cuenta que en los últimos años se han descubierto más de 2.000 planetas extrasolares, la mayoría gigantes gaseosos: ¿cómo es posible que se hayan descubierto esta cantidad de planetas remotos, girando alrededor de otras estrellas, antes que un planeta descomunal dentro de nuestro mismo sistema?

El tercer caso que les expuse a mis amigos fue el de la supernova más brillante de la Historia, la ASASSN-15h, doscientas veces más brillante que una supernova normal, una explosión estelar ocurrida hace 3.800 millones de años, 570.000 millones de veces más brillante que nuestro Sol y veinte veces más brillante que todas las estrellas juntas de la Vía Láctea, ¡100.00 millones de estrellas!

A mí todo esto ya me parecía alucinante, y se lo escribí así a mis amigos, añadiendo esta pregunta: ¿Qué nos deparará este 2016, si vamos por este camino?

Pues bien, apenas diez días después, el mundo supo que habían sido detectadas por primera vez  las ondas gravitacionales cuya existencia predijo Einstein hace 100 años, un acontecimiento histórico con el que una nueva era de la astronomía comenzaba: una nueva ventana para mirar –para escuchar, más bien- el Universo, ondulaciones del espacio-tiempo producidas por acontecimientos muy violentos ocurridos en algún lugar del Cosmos, vibraciones miles de veces inferiores al diámetro de un cabello humano que permitirán estudiar objetos hasta ahora invisibles, pues dotan a la humanidad de un nuevo sentido para explorar ese Universo del que solo conocemos un 5%.

Recreación de dos agujeros negros a punto de fusionarse,
origen de las ondas gravitacionales detectadas

Esa nueva astronomía gravitacional aún tardará en desarrollarse. Mientras, la astronomía moderna, la que inauguró hace 400 años Galileo al apuntar hacia el cielo con un primitivo telescopio y hoy dispone de telescopios espaciales y de sofisticados radiotelescopios, nos ha permitido descubrir este año un pequeño asteroide, una “segunda luna”, le han llamado, que lleva casi un siglo girando alrededor de la Tierra, de entre 40 y 100 metros de diámetro, que seguirá  siendo compañero de la Tierra muchos siglos más pero “nunca se alejará más de cien veces la distancia de nuestra Luna y nunca se acercará a menos de 38 veces esa distancia”, han dicho. Otro asteroide, de 25 a 55 metros de diámetro, pasó rozando la Tierra –a menos de la cuarta parte de la distancia a la Luna- el 28 de agosto, tan sólo un día después de ser detectado...


2016, entre la astronomía y la ciencia ficción (II)

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Sin que se haya resuelto aún el misterio de la estrella KIC 8462852 –conocida ahora como Tabby, la estrella más extraña de la galaxia, la que podría estar envuelta por una “megaestructura extraterrestre”-, las noticias sobre posibles señales emitidas por civilizaciones alienígenas son cada vez más frecuentes en la prensa digamos “seria”, para estupor de muchos, y siempre con la subsiguiente multiplicación en los canales alternativos: una potente señal de radio procedente de la estrella HD164595, a 95 años luz de la Tierra, captada por un radiotelescopio ruso, fue tildada de “hallazgo inquietante”. De esto se habló en agosto; en octubre fueron noticia las 234 señales de “inteligencias extraterrestres” detectadas por dos astrónomos canadienses que defienden la posibilidad de que otras civilizaciones estén enviando hacia la Tierra pulsos de láser.

The ExoMars 2016 Mission Imagen ESA


Nunca ha parecido tan alcance del hombre el descubrimiento de vida extraterrestre, o tan obcecado el empeño en encontrarla: la misión ExoMars, un proyecto interplanetario de astrobiología impulsado conjuntamente por la Agencia Espacial Europea y la Rusa, destinado a buscar vida en Marte, entró en una fase de incertidumbre cuando el módulo de descenso se estrelló contra la superficie marciana el pasado 19 de octubre a causa de un error informático. Un mes antes, China puso en funcionamiento el mayor radiotelescopio del mundo, cuyo cometido será buscar “radioemisiones procedentes de estrellas en rincones hasta ahora inalcanzables del Universo y detectar posibles señales de vida extraterrestre”. 

Por otro lado, Stephen Hawking, Mark Zukerberg y un multimillonario ruso, físico teórico, apoyan una aventura de la NASA sumamente excitante que tiene como objetivo un exoplaneta llamado Próxima b, sin duda el primer mundo perteneciente a otro sistema solar al que llegará el ser humano. Próxima b, un planeta rocoso y probablemente cubierto de océanos, orbita la estrella más cercana a nuestro Sol, Próxima Centauri, y a pesar de su vecindad es inobservable a simple vista en el cielo nocturno al tratarse de una enana roja. Los 4,5 años luz que nos separan de él son un ahí mismo si se compara con los 1.400 que dista el que hasta ahora era el mundo más parecido al nuestro. Con la tecnología actual se tardaría entre 30.000 y 75.000 años en llegar a él, pero el proyecto que se desarrolla permitiría, al menos en teoría, cubrir la distancia en tan solo 20 años mediante nanonaves impulsadas por luz láser.

Impresión artística de Próxima b junto con el sistema Alfa Centauri. EL PAÍS


KIC 8462852, o Tabby, volvió a ser noticia en octubre: no solo experimenta eventos muy breves, intensos y aleatorios de pérdida de brillo, sino que además ha ido oscureciéndose poco a poco en estos cuatro años en que se le ha ido observando a través del telescopio espacial Kepler. El Departamento de Astronomía de Berkley va a proceder a un escaneo masivo de la estrella con el mayor radiotelescopio dirigible de la Tierra y a través de cientos de millones de canales de radio individuales. Respecto al aún invisible Planeta 9, que no orbitaría en el mismo plano que el resto de sus compañeros del Sistema Solar, sino con una inclinación de 30 grados, se ha planteado hace poco que sería el causante de una rara inclinación del sol, cuyo eje presenta un ángulo de 6 grados en relación con la perpendicular al plano orbital de todos los demás planetas, y por tanto de un tambaleo del sistema solar, fenómeno que se conocía pero para el que hasta ahora no había ninguna explicación.

Hasta aquí solo una parte de las noticias de astronomía más sorprendentes que se han divulgado en lo que llevamos de año. Salvo excepciones, he omitido nombres de observatorios, de astrónomos, de institutos de astrofísica. También me he ceñido a lo que cualquiera ha podido leer en medios como ABC, El País, Europa Press, La Vanguardia, Público o sus equivalentes internacionales, dejando de lado las fértiles, excitantes y a menudo aterradoras interpretaciones que se hacen en canales más osados –las llamadas teorías de la conspiración-, y que dan unas explicaciones muy distintas de todas estas informaciones que parecen tener un pie en la ciencia ficción pero que se mezclan con la información política, la deportiva, la cultural, la de sucesos, la crónica social… 

En un mundo tan manifiestamente tramposo, quién sabe si en el fondo no estaremos en los preparativos del mayor engaño de toda la historia, hipótesis que incluye también la muy comentada noticia de la famosa orden ejecutiva del presidente estadounidense Barak Obama, de 13 de octubre, publicada en la web de la Casa Blanca, en la que se disponía una serie de medidas encaminadas a preparar al país para eventos de clima espacial de carácter inminente (“impending space weather event”), tales como llamaradas o erupciones solares y perturbaciones geomagnéticas, con el fin de reducir al mínimo sus efectos. Tal orden ejecutiva, que incluye plazos concretos para cada una de las acciones a llevar a cabo, implica a departamentos gubernamentales, instituciones científicas, NASA,  y agencias federales.

Llamarada solar

Para terminar, el 20 de noviembre la prensa se hacía eco de una teoría asombrosa: según el astrofísico estadounidense Caleb Scharf, si no encontramos vida extraterrestre es tal vez porque el Universo entero no es otra cosa que"el cerebro de una raza alienígena hiperavanzada".


Ahora, cuando falta tan poco para que finalice este año, lo que cabe preguntarse es qué nos deparará el que está próximo a empezar en relación con nuevos descubrimientos astronómicos. Nada más excitante que tratar de imaginarlo…


Rayuela, primera edición

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Hace un par de años, mi gran amigo Miguel me dejó sin palabras al regalarme de pronto, al finalizar un acto celebrado con motivo del Día de las Librerías, su primera edición de Rayuela (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 28 de junio de 1963). Gratitud, esa palabra tan grande, se quedó en esta ocasión muy pequeña para expresar mis sentimientos ante un gesto como aquél. Miguel compró el libro en la capital de Argentina tiempo atrás, en una librería de lance. Le falta la portada, y Miguel imaginó una posible razón para ello: su primer propietario la habría arrancado cuando la dictadura argentina puso en su lista negra a Julio Cortázar y prohibió que se leyera su obra: incapaz de desprenderse de un libro que amaba, aquel desconocido tal vez creyó que hacer desaparecer su famosa portada en negro bastaba para disimular su identidad.

Rayuela es el libro que yo más amo, de modo que tener una primera edición está más allá de lo que me es posible explicar con palabras. Esta novela/contranovela de Cortázar es para mí, desde hace treinta años, una especie de «biblia», no un libro sagrado, entiéndase, no un libro en mayúscula que contenga la palabra de una divinidad o que pretenda imprimir en mi carácter unas creencias o unas normas de conducta. Es mi biblia por la forma en que he seguido leyéndola estos años, ya no pasando de un capítulo al siguiente o de acuerdo con el tablero de dirección situado al comienzo (eso ya lo hice tres veces), sino abriendo por cualquier sitio, al rayuelesco azar, o buscando un pasaje determinado como quien busca (sí, supongo que es así) un versículo, porque me ronda la cabeza y quiero comprobar su literalidad, o simplemente como quien quiere escuchar de nuevo una pieza musical: Rayuela es música tanto como literatura.

Llegué a ella muy joven, después de una apasionada iniciación en la lectura que comenzó más o menos a los diez años y me llevó a devorar en los siete u ocho siguientes libros de aventuras primero y de detectives después. En ese proceso evolutivo de mi vida como empedernido lector, a Raymond Chandler le sucede Vázquez Montalbán y a éste, en algún momento, Cien años de soledad: la novela de García Márquez me fascinó completamente, y al abandonar Macondo quise saber más sobre literatura hispanoamericana. En algún sitio leí que el otro libro más significativo de aquello que se llamó el boom era Rayuela, de Julio Cortázar. Acudí a sus páginas esperando la misma exuberancia expresiva del colombiano, los asombrosos prodigios del realismo mágico, pero me encontré con un libro muy diferente y bastante más complejo. En la biblioteca pública de mi ciudad (seguramente en depósito ya, tampoco la edad de los libros perdona) ha de estar el ejemplar en el que fracasó aquel primer intento de leerla. Pero persistí en Cortázar: adquirí una recopilación de cuentos suyos y ahí sí, ahí ocurrió el deslumbramiento, la revelación, la caída del caballo, si se quiere: a los muy cortazarianos se nos ha tildado alguna vez de adeptos, creyentes, devotos o feligreses de su obra; bueno, será así.

La portada perdida
Fue entonces cuando apareció en los kioscos una colección de grandes obras literarias contemporáneas con el sello de Seix Barral, o para ser más exactos, dos colecciones casi simultáneas: ambas en el momento justo, al menos para mí. Rayuela fue el número 4 de la colección encuadernada en rústica y de color digamos crema pálido, con la firma de cada autor reproducida con letras doradas en la portada. Fue mi primer ejemplar de Rayuela, y con el tiempo me vi obligado a protegerlo con un forro trasparente y adhesivo sólo perceptible en el lomo, donde la curvatura cóncava del uso ha dejado el plástico un poco ahuecado. Al deslumbramiento de los relatos le siguió el de la novela, más acentuado aún porque venía acompañado del desconcierto, porque aquel libro me invitaba a formar parte del proceso de su composición, porque no parecía haber una historia que fuera intrigando al lector con su desarrollo, sino la negación de todas las demás maneras conocidas de contar quién sabe si una historia o varias embarulladas, donde estaban reunidos el juego y la filosofía, el humanismo y el humorismo, donde cada capítulo tenía mucho de fragmento autónomo dentro de una estructura narrativa libérrima, y a uno en tercera persona le sucedía otro en primera, o una carta, o lo que parecía una escena erótica en un idioma inventado, o un bellísimo poema en prosa que leí una y otra vez hasta aprender de memoria, toco tu boca toco el borde de tu boca, o un texto que alternaba una línea de Pérez Galdós con otra en la que el protagonista de Rayuela iba censurando para sí el tipo de novelas decimonónicas españolas que leía su amante; capítulos donde se hablaba tanto de jazz y de buhardillas parisinas, donde moría un bebé, bebé bebé Rocamadour, donde se reflexionaba sobre el propio acto de escribir y de cómo “escribir contra el capitalismo con el bagaje mental y el vocabulario que se derivan del capitalismo es perder el tiempo”, y se hablaba de “incendiar el lenguaje” y de ruptura con los elementos expresivos conocidos, y también de ritmo, de un balanceo rítmico al escribir: se hablaba del swing.

En ese ritmo narrativo-poético netamente musical, en esa libertad jazzística con que Cortázar deja sonar su prosa, en la complicidad que busca lograr por parte de quien abra el libro, en el encuentro con un lector que penetre la obra y no se deje dócilmente penetrar por ella…, en todo eso y en mucho más radica mi especial relación con Rayuela. Con los años compré otra edición, la de Cátedra, con introducción y notas del Andrés Amorós, y en mi vigésimo sexto cumpleaños, tal y como figura en la dedicatoria, otro buen amigo me hizo el regalo de la edición definitiva, la Rayuela total: de la Colección Archivos, bajo los auspicios de la Unesco, editada a partir de un acuerdo multicultural de investigaciones y co-edición adoptado por varios países europeos y latinoamericanos, en edición crítica coordinada por Julio Ortega y Saúl Yurkievich: un libro que contiene no sólo la novela tal y como Cortázar la dio a la imprenta, sino aquellos otros tanteos que dejó reflejados en el manuscrito que se conserva en la Universidad de Austin, Texas, y el famoso Cuaderno de bitácora, o diario de trabajo, que Cortázar regaló a Ana María Barrenechea y ésta editó en copia fotostática, y cinco capítulos descartados en la versión final de Rayuela (incluido el revelador de “La araña”, que estaba destinado a jugar un papel importante en el libro) y casi una treintena de estudios  sobre la obra. Curiosamente, leída hace tiempo la novela en los tres ejemplares, el que sigo manejando para las lecturas y relecturas constantes que llevo a cabo es el primero, con mis anotaciones y mi propia guía de lectura y alguna que otra foto metida entre las páginas y un billete de autobús de Santander que no recuerdo cómo llegó allí pero que en su interior sigue acogido.

Eso sí, aún no lo he leído en su primera edición.

 Julio Cortázar fotografiado por Sara Facio

El Mesías de Händel, la Palabra se hizo música

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La Orquesta Ciudad de Almería, dirigida por el gran Michael Thomas, había interpretado ya en otras ocasionesEl Mesías de Händel como concierto de Navidad, acompañado siempre no solo por el Coro de la OCAL sino por una pluralidad de coros de la provincia, pero hasta este año la suerte me había sido esquiva y no había podido asistir. Mi primer Mesías ha llegado, en cualquier caso, en el momento más oportuno, bajo circunstancias personales que cargaban la ocasión de una emotividad irrepetible, pues este 22 de diciembre de 2016 alguien muy próximo a mí, a quien quiero mucho, ha visto cumplido un sueño largamente acariciado: participar en la inmortal obra de Händel, ser una más de las voces que desde un coro, y junto con los instrumentistas de una orquesta, obran el prodigio de armonizarse para convertir en música sublime las palabras que para ella tanto significan; ser una voz más en esa voz de “una gran multitud” que el autor del Libro de las Revelaciones, o El Apocalipsis, dijo haber oído “como estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina!” (Ap. 19:6). Enhorabuena, Eva.

Desde luego, no hace falta ser creyente ni saber inglés para emocionarse con este oratorio, pero a través de ella, de Eva, sé que si al amor por la música clásica se le suman esas otras dos condiciones el resultado es una experiencia que trasciende lo corpóreo, que le añade nuevos sentidos a los sentidos conocidos y permite el acceso a dimensiones de espiritualidad que los demás, al menos por ahora, únicamente podemos tratar de imaginar y a veces, en breves destellos de intuición, rozar con la consciencia. Escribe el musicólogo Martín LLade que en la introducción a la primera edición de Messiah, posterior a la muerte de Georg Friedrich Händel, “se señala lo que puede ser el propósito del oratorio, recrear que «En Dios está todo el tesoro del conocimiento y la sabiduría». De modo que la fe en Cristo concede a quien escucha El Mesías la facultad de fundirse con la voluntad del compositor, quien en tan solo tres semanas de arrebatado, extenuante e inspiradísimo trabajo convirtió en música el libreto de Charles Jennens, una selección de textos del Antiguo y del Nuevo Testamento con un hilo argumental: el anuncio profético de la venida del Mesías, la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, el Juicio Final y la victoria sobre la Muerte y el Pecado.

Stefan Zweig incluyó la composición de El Mesías entre los Momentos estelares de la humanidad, esas pocas ocasiones, dice el escritor vienés en el prólogo de su libro, en que la Historia ve alterado el curso de trivialidades con que se desarrolla y concentra en un instante el equivalente a muchos acontecimientos, de la misma forma que la naturaleza concentra en la punta del pararrayos “la electricidad de toda la atmósfera”. Como una nación necesita engendrar millones de hombres y de mujeres para que nazca un genio, así “han de transcurrir millones de horas inútiles antes de que se produzca un momento estelar de la humanidad”; pero cuando aparecen -el genio y el momento estelar-, perduran en el tiempo y marcan un rumbo durante siglos.

Zweig lo explica así: en agosto de 1741, con 56 años, Georg Friedrich Händel se siente derrotado. Para asombro de los médicos, ha logrado recuperarse milagrosamente de una apoplejía que cuatro años antes le había dejado paralizada la mitad de su enorme cuerpo. Ha sido el anhelo de volver a componer lo que le ha dado energía a su voluntad de curarse. Una vez restablecido, había escrito tres óperas y dos oratorios, pero una serie de circunstancias ajenas a las obras mantuvieron los teatros vacíos. Es, pues, un hombre vencido y endeudado, y cae en un profundo desánimo creativo. El día 21 de ese mes de agosto recibe el libreto para otra obra, firmado por el autor de sus dos últimos oratorios. Händel lo toma como una afrenta, y ni siquiera lo abre. Se acuesta, pero no puede dormir. Al fin sale de la cama y acerca el candelabro a las hojas que ha recibido. El Mesías. Otro oratorio. Y lee las primeras palabras: Comfort ye my people, Consolad a mi pueblo. Y algo despierta en él, como en respuesta a una llamada; y en seguida va surgiendo la música en su mente, acompañando a las palabras que sigue leyendo conmovido y que anuncian al que ha de venir, según proclamaron los profetas: un fuego purificador, la luz que llega para iluminar a quienes habitaban en las sombras de la muerte. Y en el desprecio que sufre el Cordero de Dios por parte de los hombres está también el desprecio del que él mismo es objeto; y la Resurrección, ¿no es, de algún modo, su propia resurrección? “The Lord gave the Word”: el Señor le había concedido la palabra a Jennens, y a él le instaba a elevarla con su música, a extenderla por toda la Tierra, a eternizarla a través de la belleza…

Aquella misma noche empieza a trascribir la música en los pentagramas, y sigue haciéndolo a la mañana siguiente, y por la tarde, y en la mañana y la tarde de los días sucesivos, sin interrupción, ajeno a los acreedores que llaman a su puerta, a las solicitudes de cantantes, a las reales invitaciones, hasta que el 14 de septiembre da la obra por terminada. Acaba de ganar la inmortalidad. Un momento estelar ha brillado “sobre la noche de lo efímero”. El Mesías se estrena el 13 de abril del año siguiente, en Dublín, y el éxito es absoluto. Otro 13 de abril, el de 1737, Händel había sufrido el ataque de apoplejía, y el maestro querrá también morir un 13 de abril, en 1759, cuando, enfermo y ciego, después de dirigir por última vez su Messiah en Londres, como había hecho cada año por Pascua, y cada año destinando los ingresos a fines benéficos –no quiso ganar dinero con aquella obra-, se siente indispuesto y es conducido a su casa. Vivirá, sin embargo, hasta las primeras horas del día 14.

El eco de aquel lejano momento estelar en que nació una de las obras cumbres de la música volvió a resplandecer, solemne, excelso, enaltecedor, la noche del pasado día 22, en el Auditorio Maestro Padilla de Almería, bajo la dirección de Michael Thomas.

Y Eva cumplió su sueño de cantar El Mesías de Georg Friedrich Händel.


Más allá delHallelujah”:"For unto us a Child is born"(Parte I).King's College, Cambridge Choir. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva sobre Él el poder de gobernar, y su nombre es: Maravilloso, Consejero, Dios Todopoderoso, Padre Eterno, Príncipe de la Paz (Isaías, 9:6)


FELIZ NAVIDAD

Apuntes para un regreso

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Todo el mundo sabe quién fue Eddie Felson, creo, o quién es, mejor dicho, pues la vida de los personajes de ficción jamás se conjuga en pasado: un grandioso jugador de billar que muy a comienzos de los años sesenta iba de una ciudad a otra timando a incautos y soñando con destronar al campeón. Quiso cambiar su suerte asociándose a un tipo de oscuras intenciones llamado Bert Gordon, que parasitaba el talento de los demás con la única finalidad de hacer dinero, y que resultó ser lo bastante poderoso como para hacer que Fast Eddie, o Relámpago, o Eddie El Rápido, tuviera que abandonar la práctica del billar durante veinticinco años. No sabemos qué hizo Felson durante buena parte de ese cuarto de siglo, pero lo cierto es que en 1986 se dedicaba a la distribución de bourbon, y posiblemente a otras actividades más o menos lícitas. Se había convertido en un maduro y seductor embaucador, y tal vez como recuerdo de los viejos tiempos, o tal vez de una forma más seria, ponía algunos dólares para que ahora fuera otro billarista buscavidas el que tratara de sacarle el dinero a los primos. Hasta que se cruzó en su vida un joven insoportablemente fatuo e inmaduro, pero que manejaba el taco con una explosiva precisión, y el veneno del billar volvió a correr por sus venas. Primero se convirtió en una especie de mánager de aquel muchacho, y después, entre unas cosas y otras, ese veneno le despertó el ansia de regresar a la competición, de acariciar el fieltro verde con el dorso de los dedos, de dominar cada una de las mesas sobre las que inclinara el cuerpo anticipando con la mirada el trazado exacto de las bolas, de engatusar al rival con la conversación y luego vencerlo sin paliativos. Porque estaba hecho para el billar. No se trataba del dinero: ni de su color ni de cuánto tuviera que hablar para ganarlo. Se trataba de la excitación del juego, de cómo le hacía sentir. La última imagen que tenemos de él es la de alguien realmente feliz, que gozosamente, con una sonrisa, proclama: ¡He vuelto!, justo antes de golpear con el taco.

Es ese «Hey, I’m back» que yo he usado más de una vez, la última hace bien poco y por la misma razón que ahora lo traigo aquí. No, no se trata de que vaya a volver a jugar al billar; hace tiempo que no lo hago y temo que sea una habilidad que se pierde por falta de dedicación. En cualquier caso, no estoy hecho para el billar. Digamos que, en mi caso, esa excitación del juego me la ha proporcionado desde niño la invención de una historia y la elección, no siempre sencilla, de las palabras con las que habrá de ser contada por escrito. Estoy plenamente de acuerdo con Julio Cortázar cuando dice que "no se trata de escribir para los demás, sino para uno mismo, pero uno mismo tiene que ser también los demás". Esa excitación que produce inventar y contar una historia no existiría si al otro lado no hubiera quien la escuchase o la leyese. Mi particular He vuelto es un regreso al libro impreso; un reencuentro, pues, con el lector. Cinco relatos bajo el título Las flores suicidas, que la editorial Talenturapublicará en el primer semestre de este año; cinco historias que son cinco juegos literarios distintos, pero más ceñidos que nunca a una sensación que sólo con la edad uno empieza a comprender del todo: que los seres humanos somos demasiado frágiles frente a una realidad tramposa y a veces muy dura, y que esa fragilidad está hecha de miedo y de valor a partes iguales, de un inquebrantable amor por los nuestros, de soledades y fantasías, y de anhelos que se escapan de la yema de los dedos apenas, ay, parece que se roza su cumplimiento, y también de una desasosegante sospecha de estar siendo engañados permanentemente.

Sí. I’m back. En este 2017 cuya llama va derritiendo ya la cera de sus primeros días.


Episodios Nacionales, primera serie (I)

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Benito Pérez Galdós (1843-1920)
A finales de los ochenta le oí decir a Antonio Muñoz Molina, lamentando la indiferencia hacia Miguel de Cervantes mostrada por los nuevos escritores, que la influencia del autor de El Quijote en la literatura anglosajona no cabría en el salón de actos en el que hablaba, en tanto que su influencia en la literatura española cabría, dijo, en el cajón de esta mesa: los Episodios Nacionales de don Benito Pérez Galdós. Aquella afirmación se me quedó grabada, pero no produjo efecto destacable sobre mí, pues yo estaba por entonces bajo la influencia, entre otros, de Julio Cortázar, y Cortázar había escrito un capítulo en Rayuela donde establecía una clara distancia estilística entre Galdós y él, distancia que el argentino invitaba a medir alternando tipográficamente una línea de Galdós y otra suya, dando como resultado un famoso texto que tiene mucho de galimatías. Tiempo después, pero hace muchos años, en cualquier caso, hice una mala lectura de Fortunata y Jacinta, que no logró entusiasmarme tanto como La Regenta, de Clarín, modelo ideal, para el joven que yo era entonces, de novela española del XIX. Y así quedaron las cosas hasta el pasado mes de septiembre.

Durante buena parte del 2016 no quise leer ni novelas ni cuentos. Me sentía hastiado de narrativa de ficción, así que me dediqué sobre todo a ensayos y biografías: de la física cuántica al tantra, del universo holográfico al mítico viaje del explorador Ernest Shackleton a la Antártida,de la Cábala a la disquisición de Harold Bloom sobre los nombres divinos Jesús y Yahvé. La abstinencia literaria resultó demasiado rigurosa, y al final del verano me vi atacado por una desmedida apetencia de novelas. Decidido a darme el mayor atracón posible de ellas, recorrí los primeros capítulos de algunas obras de Hawthorne, de Pereda y de Dickens, un poco tanteando pero convencido, eso sí, de que la cura que necesitaba pasaba por la narrativa del XIX. En algún momento debí de pensar que si se trataba de una grande bouffe literaria nada más apropiado que imponerme el mayor reto: las cinco series de los Episodios Nacionales, cuarenta y seis novelas, una detrás de otra. Como añadidura, ampliaría, además, mis conocimientos sobre la historia de España. Trafalgar, la primera novela, serviría en principio como prueba de fuego. Pero más que prueba, el libro resultó ser un regalo para el lector maduro y desengañado que ahora soy, devolviéndome el placer absoluto por la lectura, como el que se experimenta de niño y de muchacho, cuando las horas pasan volando mientras uno anda perdido entre las páginas, embebido en las aventuras de los personajes, participando realmente de ellas.

Me compré, sin dudarlo, todas las novelas de la primera serie -dedicada a la Guerra de la Independencia- que tenían en la librería de lance a la que acudo con frecuencia: ocho libros, no de una misma colección, sino en ediciones descabaladas, unos usados, otros aún con su precinto de plástico. Los dos otros dos, préstamos bibliotecarios sin opción a anotaciones con lápiz. Ahora sé cuánta verdad había en aquella afirmación de Muñoz Molina, pues no hay otro escritor español más cervantino que Pérez Galdós, y sé también qué equivocado estaba mi adorado Cortázar al juzgar tan burlonamente al escritor canario: cómo me hubiera gustado haber leído estos libros en mi juventud. Y sin embargo, qué joven me han hecho sentir ahora. Terminada esta primera serie, no quiero ya atracón, sino reservarme el goce seguro que esconden las otras cuatro para futuros periodos de hastío: serán medicina, no voluntad de hartazgo.

Qué increíble galería de personajes, innumerables, unos ficticios, otros reales, saltando de una novela a otra o existiendo solamente en una; qué asombrosa capacidad para describir sus atributos morales y físicos hasta lograr que cobren vida ante tus ojos; qué emociones tan distintas y tan vivísimas esconden las escenas íntimas y las de aquellas otras que describen desde dentro multitudinarias batallas, tantas y tan diferentes entre sí, también, qué horror sin límites el de los desastres de la guerra cuando los narra alguien dotado con el don de la elocuencia natural, sin forzamiento, con una sensibilidad tan acentuada, con una capacidad inigualable para la composición de tramas y subtramas. Esta primera serie es a un tiempo una sola novela en diez partes y diez novelas que se suceden y complementan sin dejar de conservar cada una de ellas una identidad propia. Es folletín amoroso, novela histórica, relato de aventuras y estudio psicológico de todos los caracteres humanos. Y yo pretendía escribir sobre esta obra –una quinta parte del total de los Episodios- en una única entrada de bitácora: bien se ve que, burla burlando, va la primera delante sin que haya dicho gran cosa aún. Tratemos de ser más precisos en la siguiente…


Madrid, 1919. Parque del Retiro. Inauguración de la escultura 
dedicada a Pérez Galdós, realizada por el escultor palentino Victorio Macho 
(fuente: MadridLaCiudad)

Episodios Nacionales, primera serie (II): de la derrota de Trafalgar a la victoria en Bailén

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Le «Redoutable»à Trafalgar, Louis-Philippe Crépin. Musée national de la Marine

En la última novela de la primera serie de los Episodios, La batalla de los Arapiles (1875), Gabriel Araceli, un joven oficial de 21 años, se presenta voluntario para una misión de espionaje en Salamanca, estratégico enclave tomado por los franceses. Para hacer valer sus méritos ante el general Wellesley, futuro duque de Wellington, quien está al mando del ejército anglo-hispano-portugués, enumera alguna de las peripecias bélicas por las que ha atravesado hasta entonces: asistió, con tan solo 14 años, a la batalla de Trafalgar, a bordo del Trinidad; en Madrid participó más tarde en el levantamiento del 2 de mayo y fue fusilado en Moncloa, combatió en Bailén, estuvo en las barricadas que pretendieron impedir la toma de la capital de España por parte de las tropas imperiales bajo el mando del mismo Napoleón, en diciembre de 1808 luchó en el segundo sitio de Zaragoza, y luego en la defensa de Cádiz, y formó parte, igualmente, de la partida de guerrilleros acaudillada por el Empecinado. Se trata, en cierto modo, de una síntesis de los prolegómenos históricos de la Guerra de la Independencia y de su desarrollo hasta ese momento, julio de 1812, tal y como el propio Araceli, protagonista de esta serie y narrador de nueve de las diez novelas que la componen, la ha vivido. Falta en la relación el que es hilo conductor de toda la historia, su sostén romántico, el amor de Gabriel Araceli por Inés, a quien conocemos primero como pobre costurera en Madrid y luego como hija secreta de una condesa, y cuyos atribulados pasos habrá de seguir de un lado a otro de España nuestro protagonista durante más de dos mil páginas.

Ya la lectura de Trafalgar (1873) supuso para mí el reencuentro con la novela de aventuras marítimas y el inevitable recuerdo de La isla del tesoro (1883), de R. L. Stevenson, novela fundacional de mi pasión por los libros. Algo hay en Gabriel Araceli, y así se ha escrito más de una vez, de aquel grumetillo llamado de Jim Hawkins. Aquí nos encontramos en 1805 con un picaruelo de Cádiz que al quedar huérfano entra como criado en la casa de un capitán de la Armada retirado. Ante los preparativos de la que luego será batalla de Trafalgar, el capitán decide enrolarse y llevar consigo a Gabriel, y es así como asiste desde el buque insignia a la gran derrota naval. Es la primera de una innumerable cantidad de aventuras y desventuras que le harán curtirse como hombre y evolucionar como personaje literario.

La corte de Carlos IV (1873) es una novela de intrigas palaciegas, de conjuras entre poderosos, en las que Gabriel se ve envuelto no sin cierta repugnancia, pero también con una inicial y muy nuestra voluntad de medrar, de “adquirir honores y destinos. En esto he reconocido después la sangre española. Siempre hemos sido los mismos”. Entre una muchedumbre de personajes, históricos e inventados, aparece por primera vez no solo Inés, sino también la condesa de X, fundamental en esta turbulenta historia, viuda, de unos treinta años, cuya identidad real esconde el narrador bajo el nombre de Amaranta, y a quien describe de este modo memorable: “Amaranta era  no  una  mujer  traviesa  e  intrigante,  sino  la intriga  misma,  era  el  demonio  de  los  palacios, ese temible espíritu por quien la sencilla y honrada historia parece a veces maestra de enredos y  doctora  de  chismes;  ese  temible  espíritu  que ha confundido a las generaciones, enemistado a los pueblos,  envileciendo  lo  mismo  los  gobiernos despóticos que los libres; era la personificación de aquella máquina interior, para el vulgo desconocida,  que  se  extendía  desde  la  puerta de palacio, hasta la cámara del Rey, y de cuyos resortes,  por  tantas  manos  tocados,  pendían honras, haciendas, vidas, la sangre generosa de los ejércitos y la dignidad de las naciones…”.

El 3 de mayo en Madrid o "Los fusilamientos", Francisco de Goya. Museo del Prado

En El 19 de marzo y el 2 de mayo (1873), Gabriel presencia el Motín de Aranjuez, que supuso la caída del primer ministro Godoy, y a través de su experiencia Galdós hace una crítica feroz de las acciones violentas llevadas a cabo por la turba, que cree seguir los dictados de su voluntad y no obstante está siempre hábilmente manejada desde mucho más arriba. El pueblo se convierte en populacho y asalta el palacio del llamado Príncipe de la Paz. Araceli pasa sin saber cómo de testigo a actor involuntario, y entre el resplandor de las llamas y el ruido de los destrozos, casi arrastrado por un amigo, abriéndose paso entre energúmenos, entra en el palacio y sube a las habitaciones. En plena orgía de destrucción, toma en brazos un reloj para lanzarlo por la ventana, como hacen todos con todo, temiendo que noten en él una “falta de entusiasmo” en la devastación tumultuosa: “cogí un reloj de bronce y al llevarlo sobre mí sentía el palpitar de su máquina. El pobrecillo andaba, vivía…”. “Ya habrá visto el rey si se puede o no se puede”, dice, ufano, uno de los revoltosos cuando todo ha pasado.

Frente a este amotinamiento del vulgo, “primera página de nuestros trastornos contemporáneos”, el levantamiento del pueblo de Madrid contra los franceses el 2 de mayo es espontáneo. Galdós lo narra de forma vivísima, con una admirable capacidad tolstoyana de mover multitudes, de hacerlas actuar con heroísmo, rabia, horror, miedo agotamiento físico…

A los muchos personajes que ya han desfilado por las tres primeras novelas, a las muchas tramas, también, con las que Galdós va tejiendo su obra, se irán sumando en los siguientes libros muchos más, y a los episodios bélicos les suceden otros momentos de cierta comedia, como para dejar que el lector respire cada tanto un aire menos impuro que el de la guerra. Bailén (1873, también) contiene el más explícito homenaje a Cervantes, cuando los personajes principales cruzan La Mancha camino de Andalucía. Ante la destrucción provocada por el ejército francés en tantos pueblos y ciudades, Araceli dirá: “Parece increíble que los hombres tengan en sus manos instrumentos capaces de destruir en pocas horas las obras de la paciencia, de la laboriosidad, del interés, acumuladas por el brazo trabajador de los años y los siglos”. Pegando el oído a esta prosa, se diría que la influencia de don Benito Pérez Galdós en los escritores españoles actuales cabe en otro cajón de aquella mesa desde la que hablaba Antonio Muñoz Molina: sus propias obras más o menos completas.

Bailén 1808, el precio de la Victoria. Augusto Ferrer-Dalmau 

Episodios Nacionales, primera serie (III): las ciudades sitiadas

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Episodio de la defensa de Zaragoza frente a los franceses
(El Pilar no se rinde)
, de Federico Jiménez Nicanor

Las anotaciones surgidas de mi lectura de los Episodiosson tantas que apenas sé cómo darle a esto que escribo sobre la gran obra de Pérez Galdós la forma de una reseña más o menos breve, que motive a quien lo lea a acercarse a ella, si no lo ha hecho ya, naturalmente: hablo tal vez con esa tonta excitación de los descubridores tardíos, que habiendo sido deslumbrados por las excelencias de lo que conoce ya casi todo el mundo pretende ser quien las comunique más ardorosamente. Si tan siquiera fuese capaz de elegir un momento significativo, una sola escena, de cada una de las novelas…

En Bailén sería, por ejemplo, el de los preparativos de la batalla, el canto de los gallos sorprendiendo a las tropas dispuestas ordenadamente para el combate, las tinieblas atenuándose en la progresiva claridad del amanecer, el sonido de las primeras detonaciones aisladas que anuncian lo que será, la visión creciente de las filas de soldados, de los rastrojos, de las bayonetas. En Napoleón en Chamartín, la forma en que nos es presentado Bonaparte, el causante de todo aquello que sacude la península y el continente entero; es un puro recurso cinematográfico anticipado: hay una atracción fatal por el temible emperador, por su aura de invencibilidad, por su dimensión histórica, al punto de que Araceli describe tan solo su sombra tras una cortina, recortada en una ventana al otro lado de un patio: un cuerpo rechoncho y de cabeza redonda, unos movimientos inconfundibles de sus brazos...

En Zaragoza se detalla la más brutal contienda que haya existido jamás: se guerrea no barrio a barrio, ni siquiera calle por calle o casa por casa de la capital aragonesa, sino de una habitación a otra, día tras día, semana tras semana: suena la piqueta en una pared, se abre un hueco y el ejército francés y los vecinos de Zaragoza se arrojan unos contra los otros encarnizadamente en el mínimo espacio de un comedor o un dormitorio, a tiros, a la bayoneta, con puñales. “Trabajillo ha costado echarles de la alcoba”, dice una heroína, “y ahora están disputándose la mitad de la sala, porque la otra mitad está ya ganada. No nos quitarán tampoco la cocina ni la escalera. Todo el suelo está lleno de muertos”. En Gerona –único episodio no vivido ni narrado por Gabriel Araceli-, el sitio a la ciudad catalana es de otra naturaleza: por hambre; y las consecuencias son aún más terribles, al extremo de que quienes las padecen desearían el cuerpo a cuerpo de los asedios a sangre y fuego: en la locura de los estómagos vacíos no cabe el heroísmo, y nada podría ilustrar mejor esta angustiosa situación que la pelea por atrapar, para comérselo, al gordo «Napoleón» de un ejército de ratones.

Juramento de la Cortes de Cádiz en 1810, de José Casado de Alisal
Cádiz es la octava novela de la serie: bajo las bombas que tiran los faraonesen su cerco a la ciudad, nacen las Cortes gaditanas, y una jovencita de familia principal burla el encierro al que su tiránica madre tiene sometidas a sus dos hijas para asistir a una de sus primeras sesiones, sin entender nada pero excitada por el espectáculo político, que le “gustatanto como los toros”. En Juan Martín el Empecinado, la novena, no menos divertida es la escena en la que el más importante guerrillero de la península intenta, en su condición de general, dictar un parte sobre la última y victoriosa escaramuza de su ejército sin que se note en su redacción que es un hombre de campo, sin estudios, y las palabras populares le brotan de forma natural, y las corrige irritado.

De La batalla de los Arapiles podría destacar la desmesura sangrienta del combate, y sobre todo esa feroz pugna entre Gabriel Araceli y un soldado francés por hacerse con una insignia imperial, un águila dorada en el extremo de un asta; pero por lo que a mí respecta, la última novela es sobre todo un personaje, al que de dedicaré la siguiente y definitiva entrega.
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