Arthur Koestlter a bordo del Graf Zeppelin durante su histórico viaje al Polo Norte en 1931 |
Arthur Koestler perteneció a la estirpe, ya desaparecida, de los escritores aventureros. Nació en Budapest en 1905 y murió en 1983 como ciudadano británico, y fue tal su participación en los principales acontecimientos de su tiempo que, con la excepción del derrumbe de la Unión Soviética, al que no llegó a asistir, el siglo XX podría explicarse a través de su biografía. De ahí que Antonio Muñoz Molina haya llegado a definirle como «un Forrest Gump del compromiso político».
Una existencia tan voluntariamente expuesta a los torbellinos de la historia tenía que cruzarse con la guerra civil española: Koestler viajó a España en tres ocasiones durante los seis meses siguientes a la sublevación militar, formalmente como corresponsal extranjero, pero también, como él mismo contó años más tarde, en su condición de activista internacional en defensa del Gobierno de la República. Puesto que a sus 32 años era ya un notable reportero con mucho mundo recorrido, no le fue difícil advertir las particularidades de nuestra contienda: «Hay una buena dosis de fatalismo oriental en la manera española de conducir una guerra, en ambos lados; es por eso que la guerra parece, a la vez y al mismo tiempo, tan abandonada al azar, tan cruel e incoherente. Otras guerras consisten en una sucesión de batallas; ésta en una sucesión de tragedias».
El tercero de esos viajes tuvo lugar en enero de 1937, acreditado por el periódico londinense News Chronicle. Llegó a Málaga en los días previos a la ocupación de la ciudad por parte de las tropas franquistas. En sus misiones anteriores había podido contarle al mundo que, en efecto, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini apoyaban a los militares españoles rebeldes, es decir, que era cierto el hermanamiento fascista; ahora pretendía ser testigo de la cruel represión a la que Franco sometía a las poblaciones tomadas al asalto. En Málaga pudo comprobar la negligencia española en su aspecto más desesperante: la supuesta defensa de una ciudad estratégicamente importante para el curso de una guerra. No hubo, en realidad, una actitud que mereciera ser llamada defensa. Con las autoridades civiles republicanas huidas a Valencia y las militares entregadas a la fatalidad de la derrota, la ciudad parece abandonada a su suerte y el pánico se apodera de las calles. Tras los intensos -y a todas luces abusivos- bombardeos a los que ha sido sometida, Málaga es «una verdadera Pompeya». El 6 de febrero se produce el éxodo de malagueños hacia el este de Andalucía por la carretera que bordea la costa; es el comienzo de la desbandá, uno de los episodios más atroces de la guerra: aquel río desordenado de decenas de miles de personas hambrientas y desesperadas, mujeres, niños y ancianos en su mayoría, que «fluye y fluye, y se alimenta sin cesar de los arroyos del miedo», será constante e implacablemente bombardeado desde el mar y desde el aire durante los doscientos veinte kilómetros que separan a aquellas pobres gentes de la ciudad de Almería, a cuyas calles llegan varios días después como una turba de refugiados.
Arthur Koestler fue detenido y encarcelado en Málaga un día después de que las tropas italianas entraran con aire marcial en la ciudad, y posteriormente le trasladaron a la prisión de Sevilla. Durante los siguientes tres meses conoció la proximidad de la muerte, la que le aguardaba a él y la que iba diezmando noche tras noche la población reclusa. Condenados todos, invariablemente, a la pena máxima, cada noche oía desde su jergón cómo los carceleros iban desocupando las celdas, oía la voz somnolienta y rota de los hombres que iban a ser fusilados en apenas unos minutos, sus pasos pesarosos alejándose por los pasillos, la odiosa campanilla del cura que los precedía como heraldo de muerte. Koestler afirmó no temerle a la muerte, sino al acto de morir; también, al comienzo de su cautiverio, a la tortura, de ahí que estudiase diversas posibilidades de quitarse la vida. No lo hizo, finalmente –no entonces, al menos-, y pudo describir su terrible experiencia en un libro titulado Un testamento español, publicado a finales de aquel mismo año de 1937; en 1966 lo corrigió ampliamente y volvió a publicarlo, ahora con el título Diálogo con la muerte. Aunque es uno de los testimonios literarios más importantes sobre nuestra guerra civil, en España no apareció hasta el año 2004, en la editorial Amaranto.
Dice Koestler que «En el mundo exterior (…) se lucha por hacer carrera, por el prestigio, por el poder, las mujeres. Para un prisionero, esas cosas son combates heroicos de semidioses del Olimpo. Aquí, entre los muros de la cárcel, se lucha por un cigarrillo, por el permiso de salir al patio, por poseer un lápiz. Es una lucha por cosas mínimas y sin valor, pero es una lucha por la supervivencia como cualquier otra». Pocas veces el lector siente tan cerca, tan vivamente, la angustia de haber sido privado de libertad, la cercanía insoportable de la muerte, la fría arbitrariedad de los vencedores a la hora de represaliar a los vencidos. La experiencia española marcó de por vida a Arthur Koestler, aunque a decir verdad aún habría de prolongar su intermitente diálogo con la muerte otros 46 años, hasta su suicidio seis años antes de la caída del Muro de Berlín.
Lo que convierte Diálogo con la muerte (Un testamento español) en un libro tan desasosegante no es sólo saber que no se trata de ficción, sino esa perturbadora certeza de que en el mismo instante en que leemos el libro, da igual cuándo sea, en qué año, a qué hora del día, hay un hombre o una mujer en algún lugar del mundo que está sufriendo ese mismo horror, el cautiverio, la tortura, la proximidad de la muerte, la ejecución sin miramientos. Ahora mismo, mientras escribo esto, y más tarde, siempre.
A. Koestler |