Ocurre que uno arranca un día una página del periódico cui-da-do-sa-men-te y la dobla por la mitad y la archiva en una carpeta donde se acumulan ya otras informaciones relacionadas entre sí y poco después abre esa carpeta y resulta que ese poco después es en realidad toda una década, así como quien no quiere la cosa, como quien realmente no quiere la cosa: diez años desde que se celebró el llamado Año Cortázar para conmemorar el vigésimo aniversario de la muerte en París del autor de Rayuela y de tantos otros juegos literarios de inextinguible aliento, con homenajes en España, México y Argentina, con edición de obras completas, aparición de biografías, festivales de jazz, teatro, cine, con coloquios y encuentros y foros y mesas redondas y maratones de lectura. Y puede que desdoblar y leer una noticia guardada por nosotros nos sugiera eso, la idea de que el tiempo vuela y huye y parece que fue ayer, pero apenas piensa uno un poco se da cuenta de todo lo que cabe en esa aparente fugacidad, por ejemplo la ausencia definitiva de algunos de quienes intervinieron en cualquiera de los actos de aquella conmemoración: Carlos Fuentes, Saúl Yurkiévich, José Saramago, Félix Grande.
Pues bien, 2014 es también el año Cortázar, no sé si oficialmente o no, desde luego no es poca cosa celebrar -esta vez sí: celebrar- el centenario de su accidental nacimiento en Bruselas, ocurrido apenas veinte días después de que las tropas del Káiser invadieran Bélgica. Hace diez años dijo Tomás Eloy Martínez que, a punto de cumplir noventa, Julio Cortázar seguía siendo «un adolescente que, como los dioses, está destinado a no morir». Allá donde esté, el Gran Cronopio alcanzará en agosto la nada desdeñable edad de cien años, y aunque tengo para mí que la suya es otra forma de inmortalidad, bien podría decirse que de seguir así sí llegará, después de todo, a toparse en la primera página de los diarios con aquella noticia de noticias que su personaje Horacio Oliveira tanto lamentaba no llegar a leer antes de morir: "¡Se cayó la Torre de Pisa!". Claro que tanto está torciéndose el mundo sobre el que está inclinada que no es improbable que nosotros mismos lleguemos a ver fotografías de la catástrofe.
No soy ni mucho menos el único lector que considera a Julio Cortázar como su escritor favorito, su maestro, su cómplice lejano y necesario en la perpetración de sus propios textos, y como tal lector apasionado he dado comienzo a mi particular homenaje en este centenario. Prácticamente todo acercamiento a su obra habrá de ser por mi parte relectura, regreso, reencuentro, reconocimiento, pero para empezar avanzo estos días, hechizado, por lo inexplorado. También el tiempo ha pasado volando desde aquel día del año 2009 en que en lugar de lanzarme ansioso sobre el libro Papeles inesperados, recién publicado, una recopilación de textos cortazarianos inéditos o inencontrables, lo hojeé sin más y decidí dejarlo para más tarde. Burla burlando, ese más tarde se ha convertido en cinco años; buenos son, en cualquier caso, si el libro llega al fin a mis manos como regalo para una ocasión tan especial como es la de su imaginario centésimo cumpleaños.
Y entre los primeros tesoros, una primera versión de un cuento bien conocido, "Relato con fondo de agua", que permite analizar la notoria maduración de un estilo narrativo absolutamente singular (fechado en 1941, apenas coincide con la versión definitiva, aparecida en 1964, más que en el título, el argumento, la voz narrativa, un nombre, el sueño premonitorio, el río que chapotea en los cañaverales y arrastra a un ahogado, la luna empalideciendo los rostros, algunas frases más o menos literales en los últimos párrafos...). Otro cuento que leí ya en El País, en 2007, “Ciao Verona”, sólo ahora, ordenado en un libro, adquiere pleno significado para mí: en todo relato del escritor argentino el lector atento advierte puertas cerradas, o hendiduras en las paredes de la historia narrada que parecen sugerir aberturas a otra cosa; el propio Cortázar, como señaló Carles Álvarez Garriga, habló de esas sombras que en una fotografía –y quien dice una fotografía dice un cuento- hacen pensar en alguien o algo que no está dentro del encuadre pero que juega algún papel en la escena: “Ciao Verona” es eso con respecto a "Las caras de la medalla", uno de los cuentos de Cortázar que más me han gustado desde siempre, y es también un pasadizo a partir de una puerta desvelada que conduce a otra mujer y otra sexualidad, la razón de que toda intimidad física entre Mireille y Javier estuviera condenada al desencuentro de la cara y la cruz, el anverso y reverso de un plural narrativo.
Y sigo leyendo estos papeles inesperados que un día de no hace muchos años Aurora Bernárdez, primera mujer y albacea de Cortázar, consintió hacer públicos.