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Channel: Los pasadizos del Loser
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Todos los diluvios el Diluvio

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El estreno del agitadísimo y oscuro Noéde Rusell Crowe, que confieso esperar desde hace meses más por razones de puro entretenimiento que de cinefilia o religiosidad, coincide en el tiempo con la publicación del último informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), que naturalmente establece unas previsiones para el futuro inmediato de nuestro planeta más pavorosas de las que ya reflejaba el anterior. La relación entre una y otra cosa no está tan cogida por los pelos como podría parecer a simple vista, pues todo aquel que decida empezar a estudiar a fondo el fenómeno del cambio climático –yo lo hice hace unos años- antes o después tendrá que pasar por la geología, obviamente, es decir, por la historia de la Tierra, por la escala geológica, las eras, los períodos, las épocas, miles de años, millones de años, miles de millones de años, pero también, antes o después, acabará tropezando con el Diluvio Universal, no con un diluvio propiamente dicho, claro está, no con una lluvia de cuarenta días y cuarenta noches, pero sí con una hecatombe climática provocada, tal vez, por el deshielo de Norteamérica.

Es una de las teorías: un gigantesco lago, originado por ese monumental deshielo posterior a la última glaciación, pudo verterse repentinamente al Atlántico, los océanos crecieron, el agua salada del mar Egeo invadió el mar Negro a través del estrecho del Bósforo, inundando casi repentinamente más de ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados de costa. Allí se produjo en el año 2000 uno de esos hallazgos que dejan sin respiración a sus descubridores y que devuelven la Historia al punto en que se encontraba antes de ser reescrita, pero que pasan desapercibidos para la gente: una expedición patrocinada por National Geographic y dirigida por el científico Robert Ballard encontró, cerca de la costa turca y a una profundidad de unos noventa y cinco metros, los restos de una antiquísima ciudad tragada por las aguas. Una ciudad, dicen, de hace siete mil años, hundida en un lugar no demasiado alejado del monte Ararat. Siete mil años. Al menos siete mil años, a decir verdad. Gentes que fueron tragadas por las aguas como mínimo mil quinientos años antes de la invención de la rueda, dos mil antes de que se inventara la escritura cuneiforme. Una civilización más antigua que la sumeria, que la babilónica, que la asiria. Los investigadores afirmaron que esa ciudad sumergida le proporciona base científica a la historia de Noé.

Y es una historia, ésta del viejo Noé, que pertenece a nuestra cultura, a nuestra tradición, que se fueron contando unas o otras, sucesivamente, generaciones y generaciones de antepasados antes de que se convirtiera en uno de los primeros relatos de la Biblia, pero una historia que está también en el núcleo primigenio de otras culturas, desde luego en todas las civilizaciones de la creciente fértil, con nombres diferentes, diferentes dioses iracundos, diferentes héroes supervivientes: está en la mitología griega, en la escandinava, en África, en la Patagonia, como mito ancestral de los navajos, en América del Norte, y también en Irlanda, en China, en Siberia, en Japón: Zeus, Ymir, Olokum, Viracocha, dioses que castigaron con diluvios o con maremotos a los hombres, pero que avisaron antes a una pareja o a una sola tribu, según. Si los relatos pudieran tener consistencia física más allá de su representación escrita, éste sería el fósil más antiguo de un mito, y se hubiera encontrado repartido por todo el mundo, enterrado en lo más profundo de la memoria prehistórica de los hombres. No es un relato adaptado por cada uno de esos pueblos, pues cada uno de ellos era en sí mismo el único mundo que entonces existía; en realidad, son muchas leyendas nacidas en civilizaciones que no tuvieron contacto alguno entre sí y que sin embargo conocían una misma historia. Y no es una historia sobre cómo empezó todo para el hombre, sino sobre cómo volvió a empezar todo. Hasta ese momento hubo una Historia, con mayúscula, de la que conocemos, en su forma mítica, digamos bíblica, muy poco, apenas nada, apenas una creación, una primera pareja humana, un primer castigo divino, una primera prole, la enumeración de unos descendientes, la existencia de gigantes. Nada más. Y entonces se produjo la destrucción de todo. Y vuelta empezar.

 Miquel Barceló. El diluvio (Le Déluge), 1990. Mueso Guggenheim de Bilbao

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