"Florentino Ariza vivió mucho tiempo en el engaño de ser el único, y ella se complacía en que lo creyera, hasta que tuvo la mala suerte de hablar dormida. Poco a poco, oyéndola dormir, él fue recomponiendo a pedazos la carta de navegación de sus sueños, y se metió por entre las islas numerosas de su vida secreta. Así se enteró de que ella no pretendía casarse con él. Pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera pervertido. Muchas veces se lo dijo:
-Te adoro porque me volviste puta."(El amor en los tiempos del cólera)
“Murió Gabo, camarada.” Es Miguel, al teléfono. Son las once y media y yo estoy como sedado en la hogareña proximidad de la media noche, de modo que apenas voy más allá de unas torpes palabras que sean capaces de expresar la sorpresa sin sorpresa que me produce esta muerte. Al poco de colgar, sin embargo, se me va ensanchando en el pensamiento el hueco enorme que su pérdida supone para la historia de la literatura, y por ese hueco empieza a circular una corriente de aire frío que me despeja por completo. Unos minutos después Miguel y yo estamos de nuevo al teléfono, improvisando una cita, y no mucho más tarde estoy conduciendo, sorprendido al girar una esquina por la extraña inmensidad de la luna. Llego al balneario, un abrazo, dos cubatas de ron cola, un brindis. Cómo dejar pasar sin más una cosa como ésta.
Ahora son las tres de la mañana y de nuevo en casa pienso en uno de los recuerdos más arraigados de mi vida de lector: el olor de mi ejemplar recién comprado de Cien años de soledad, la blancura de sus páginas, el tipo de letra en que estaba impreso. Un libro de Austral, amarillo, con estudio introductorio de Joaquín Marco. Está editado a finales del 82, y debí de comprarlo en el 83 o tal vez el 84. A mis diecisiete años ya era un lector voraz, aunque de un tipo de literatura muy distinto, y el deslumbramiento que me produjo aquella novela fue, en cierto modo, una forma de perversión, una perversión de la que nace la gratitud inmensa que me liga a García Márquez, a aquella manera extraordinaria de narrar una historia, y que básicamente se explica a través de la tiránica exigencia que empecé a aplicar a todo lo que leía. A Gabo le adoro porque me volvió hacia lo que he sido. Algún tiempo después regresé a Cien años de soledad–un poco para saber si podía disputarle en mi corazón el lugar privilegiado que había conquistado El amor en los tiempos del cólera-, y la magia inefable que contiene la historia de los Buendía obró de nuevo el prodigio del deslumbramiento. No recuerdo si el ejemplar de Austral tenía ya entonces las páginas amarillentas y el lomo curvado, ni si olía como huele ahora mismo, cuando he metido la nariz entre sus páginas: a papel viejo; se trata del mismo olor venerable que desprende el interior de El otoño del patriarca y de Crónica de una muerte anunciada, y es que una buena parte de sus libros fueron comprados, con mi exigua paga de adolescente, cuando mi biblioteca cabía aún en una sola estantería.
Metido en harina de Cortázar desde hace semanas me veo de golpe trastabillando torpemente en este obituario de urgencia de quien es sin duda el otro titán literatura latinoamericana. Sin Gabriel no hubiera llegado a Julio y sin Julio yo no hubiera sido el mismo Juan.