Foto: Antonio Gálvez |
En una entrevista en francés, incluida años más tarde en un documental biográfico dirigido por Tristan Bauer, Julio Cortázar aseguraba que “caminar por París significa avanzar hacia mí”, de ahí que calificara la ciudad como “mítica”. No era algo que pudiera explicar con palabras: avanzaba como perdido, decía, distraído con los afiches, los letreros de los bares, la gente que pasaba, lo que acababa derivando en un estado que le permitía establecer permanentemente relaciones entre todo eso, descubrir un sistema de constelaciones mentales y sentimentales que determinaban un lenguaje más allá de las palabras. Esto no le impidió, sin embargo, darnos a conocer a través de sus libros un París íntimamente ligado a su figura alta y callejeante, el París que comparte con sus personajes, donde experiencia vital y ficción literaria están tan entretejidas.
Hace cinco años estuvimos muy cerca de viajar a la ciudad del Sena. La idea era llevar a nuestra hija al megaparquetemático que allí se ubica entre montañas de algodón de azúcar y polvo de hadas y divididadividu. A la diversión de la niña, siempre merecida, le añadiríamos otros tres días conociendo las calles París, y a tal efecto confeccioné un posible itinerario cortazariano. Al final decidimos que ella era demasiado pequeña aún, y que no iba a disfrutar plenamente ni de una cosa ni de la otra y a saber cuándo volveríamos a París. De modo que aplazamos el viaje, y aplazado sigue. Hace unos días supe que el Instituto Cervantes de París ha diseñado dos rutas por la ciudad vinculadas a Cortázar, la ruta temática Rayuela, desde 2013, un recorrido por los principales lugares que se citan en la novela, y la ruta Julio Cortázar, ésta desde el pasado mes de marzo. Lo confieso: sentí esa decepción que acompaña siempre al descubrimiento en uno mismo de toda falta de originalidad. No obstante, y siendo digna de todo elogio la iniciativa del Cervantes, yo nunca renunciaré a seguir mi propio itinerario desordenado y un poco a ciegas, porque, en fin, uno podría pensar que la gente que acepta las rutas programadas por otros es la misma que se da citas precisas, que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
"Sea realista, pida lo imposible". Huellas del Mayo del 68. |
Me basta levantar ahora los ojos del teclado para ver ahí, en el panel de corcho, mi plano de París erizado de alfileres de cabeza gorda y azul. De más está decir que mis puntos de referencia son más o menos los mismos que ha establecido el Cervantes: todo lector de Cortázar sabe lo que ha de buscar, calle arriba calle abajo. Por ejemplo los lugares señalados en Rayuela, libro que a su modo es también un callejero sentimental de París (y una guía de arte, y un tratado de jazz, sobre todo, pero también de música clásica, y un manual de filosofías, así, en plural, barnizadas todas de humor y amor, esa palabra): bajar por la rue de Seine hasta la curva que nos arroja de pronto a la orilla del río, al Quai de Conti y casi ya mismo al Pont des Arts, el puente de la Maga, tal y como le dijo a Oliveira madame Léonie leyéndole la mano que había dormido con sus senos, un puente peatonal desde el que se divisa el más imponente Pont Neuf, con sus arcos trazados en piedra cruzando de una orilla a otra por encima de la proa de esa isla que es el verdadero corazón de París, la Isla de la Cité, en cuya popa se alza la catedral de Notre-Dame. En el Neuf está la estatua de Enrique IV, y cerca de ella hay un farol, allá al fondo, explicó en francés monsiur Cortazár, justo donde se baja para tomar el Bateau Mouche, los barcos descubiertos que recorren el Sena para solaz de enamorados y turistas: a media noche, ese rincón desierto era para Julio un lugar privilegiado, definitivamente un cuadro de Paul Delvaux que le hacía sentir “esa inminencia de una cosa que puede aparecer, manifestarse, y que a uno lo coloca en una sensación que no tiene que ver con las categorías lógicas y los acontecimientos ordinarios”.
Henri Cartier-Bresson, Ile de la Cité, 1952 |
Habrá que buscar la rue de Cherche-Midi, donde la Maga y Horacio Oliveira se conocen, la rue Tombe Issoire, donde vive él, la rue de Vallette, donde estuvo el hotel en el que hicieron el amor por primera vez (el mismo mohoso hotel al que más tarde él llevó también a Pola, cuya hermosura verificaba la Maga en los ojos con que Horacio la miraba después de estar con ella); habrá que jugar a buscar esos emplazamientos sabiendo que los personajes andaban por un París fabuloso dejándose llevar por los signos de la noche y desafiando el peligro de no encontrarse; buscar los peces del Quai de la Mégisserie y cierto barranco en el Parc Montsouris, cerca de la Ciudad Universitaria, donde ambos arrojaron un paraguas viejo encontrado en una plaza; habrá que buscar esos lugares no por ser mencionados en la novela, sino por lo que pudiera haber de verdad en las circunstancias que motivaron el que se les mencione: el sacrificio del paraguas ocurrió un frío atardecer de marzo de comienzos de los años cincuenta, y ellos eran Cortázar y Edith Aron, la mujer real que hay detrás de la Maga. Juntos descubrieron los axolotl en el acuario del Jardin des Plantes (y nació el cuento) y asistieron al concierto de Louis Armstrong en el teatro de Champs Elysées que dio lugar a aquel magnífico texto titulado “Louis, enormísimo cronopio”, donde acaso usaba por primera vez un término que se le había manifestado en ese mismo teatro durante un concierto de homenaje a Igor Stravinski: en el entreacto, a solas en las localidades más baratas, tuvo la sensación de que en el aire había unos personajes indefinibles, unos globos verdes, y con ellos venía un nombre que los designaba: cronopios.
Foto: Pierre Boulet |
Son alfileres sobre este plano de París que algún día espero llevar en las manos mientras camino por sus calles, pero son también indicaciones precisas en el plano -map- que aparece en el monitor de mi ordenador, un París que es posible aproximar más y más hasta rozar los tejados, aceras en las que uno aparece de pronto después de haber arrastrado hasta allí un muñequito amarillo prendido de la flecha del cursor, y entonces ahí enfrente el restaurante Polidor, en el 41 de la rue Monsiur-le-Prince, donde Juan pide una botella de Sylvaner al comienzo de la novela 62. Modelo para armar; llego ahora a la Isla Saint-Louis, más pequeña que la de la Cité y como a remolque de ella, me desplazo por el Quai de Bourbon hasta una íntima placita que hay en la punta, donde el fotógrafo de ficción Roberto Michel capturó con su Cóntax una escena equívoca que solamente al revelar la película manifestó su terrible verdad (hablamos de “Las babas del diablo”); busco en la rue de Cambronne ese bistró, si es que existe, en el que el narrador de “Una flor amarilla” supo que todos somos inmortales menos el tipo borracho que le contó la historia. Pero sobre todo busco los lugares en los que vivió Cortázar, el 10 de la rue Gentilly (en 1953), una meublé cerca de la Place d’Italie donde tradujo a Poe; el 54 de la rue Mazarine (en 1954, más Edgar Allan); el número 91 de la rue Broca (en el año 55); el 24 de la rue Pierre Leroux (en el 56); el 9 de la place du General Beuret, donde Aurora Bernárdez y él vivieron entre 1960 y 1970 –y donde aún vive Aurora-; el 9 de la rue de l’Eperon y el 4 de la rue Martel, su última residencia en París: ICI VÉCUT JULIO CORTÁZAR 1914-1984 ÉCRIVAIN ARGENTIN NATURALISÉ FRANÇAISE AUTOR DE «MARELLE», recuerda una placa municipal.
Y tal vez entonces me diga que es hora ya de bajar al metro, porque acaso en ningún otro lugar se pueda sentir tanto la presencia de Julio, allí donde hay la llamada más profunda, la invitación a quedarse, según escribió en “Bajo nivel” (Papeles inesperados), donde lo insólitose dacomo un reclamo que exige la renuncia a la superficie…
Rutas Instituto Cervantes París: